Obedeciendo la última orden que le había dado Mekky, dejó de caminar. Se detuvo repentinamente tanto que alguien tropezó con él por atrás y le lanzó una imprecación.
Keith recobró el equilibrio y dejó que el hombre pasara, y luego se quedó mirando calle abajo, sobre las cabezas de la multitud, la esfera que se alejaba flotando en el aire, alejándose de su vida.
¿Qué era aquello? ¿Cómo se mantenía en el aire? ¿Estaba vivo? ¿Cómo podía haber leído sus pensamientos?
Sea lo que fuese, parecía saber quién era él, y cuál era su problema, y había dicho que podía resolver aquel enigma.
Él no quería que se marchara. ¿Esperar tres meses? No esperaría, mientras tuviera la más pequeña posibilidad de resolver la cuestión ahora.
Pero la esfera ya estaba a media manzana de distancia. No había posibilidad de alcanzarla, cargado como iba con la valija y el paquete de las revistas. Miró alrededor desesperadamente y vio que estaba delante de una cigarrería.
Se lanzó dentro y colocó la valija y las revistas al lado de una vitrina que había cerca de la entrada.
—Vuelvo dentro de un minuto —dijo Keith—. Por favor, vigile esto —y volvió a lanzarse afuera antes de que el propietario pudiese protestar. Era posible que cuando volviese ya no encontrase lo que había comprado, pero en ese momento poder seguir a la esfera era la cosa más importante de su vida.
Afuera de nuevo, ahora podía ir más rápido. Abriéndose camino sin miramientos, empezó a andar tan aprisa como podía, hasta que se colocó a media manzana de distancia detrás del coche y de las motocicletas.
Estas dieron la vuelta por la Tercera Avenida y siguieron en dirección sur hasta la calle Treinta y Siete y luego giraron otra vez hacia el este. En la esquina se había congregado un enorme gentío. Las motocicletas de la policía y el automóvil se detuvieron.
Pero la esfera que había ido flotando por encima del coche no se detuvo. Empezó a flotar hacia delante y hacia arriba, por encima de las cabezas de la multitud que la aclamaba. Arriba, arriba, hasta una ventana abierta en el cuarto piso de un edificio de departamentos, en el lado norte de la calle.
Una mujer asomaba la cabeza por la ventana. Era Betty Hadley.
Keith Winton consiguió llegar hasta el borde de aquel gentío y no trató de meterse más adentro; podía ver mejor desde donde se encontraba que si estuviera más cerca del edificio.
Los gritos y las aclamaciones eran ensordecedores. Además de los vivas a Mekky, podía oír ahora vivas a Betty Hadley y a Dopelle. Se preguntó si Dopelle estaría allí, pero no pudo ver a nadie que pareciera el más grande héroe del mundo. Los ojos de todos estaban fijos en Mekky, la esfera, o en Betty Hadley, inclinándose en la ventana, sonriente. Y apareciendo más hermosa y deseable de lo que nunca la había visto él.
La esfera siguió flotando hacia arriba, hasta que se puso al nivel y al lado de la ventana abierta donde estaba Betty Hadley. Luego se detuvo a pocos centímetros del hombro de ella. Se quedó inmóvil. Keith no podía decir si de cara a Betty o a la multitud que estaba abajo, ya que la esfera era completamente lisa.
La esfera habló. Esta vez, desde la primera palabra, Keith supo de alguna forma que estaba hablando en las mentes de toda la multitud, no sólo para él individualmente. Los gritos no se interrumpieron; aquellas palabras se escuchaban en el cerebro y no a través de las orejas. Se podían escuchar al mismo tiempo las aclamaciones y las palabras de la esfera, y las unas no interferían a las otras.
—
Amigos
—dijo la voz—.
Debo dejaros ahora para llevar un mensaje de mi dueño y creador, Dopelle, a la señorita Hadley. Se trata de un mensaje privado, naturalmente.
»
Os agradezco la recepción que me habéis dispensado. Y de parte de mi dueño, traigo estas palabras para vosotros: La Situación es aún crítica y todos y cada uno de nosotros debe realizar su mejor esfuerzo. Pero debemos tener ánimo. Tenemos fe en la victoria. Debemos vencer y venceremos.
—¡Mekky! —rugió la multitud—. ¡Dopelle! ¡Betty! ¡Victoria! ¡Mueran los arturianos! ¡Mekky! ¡MEKKY! ¡MEKKY!
Betty Hadley —vio Keith— sonreía aún; tenía las mejillas ruborizadas ante la adulación del gentío. Se inclinó una vez más y luego se retiró de la ventana. La esfera la siguió, flotando en el aire.
La multitud empezó a dispersarse.
Keith gimió. Trató de lanzar los pensamientos hacia la esfera, pero sabía que era demasiado tarde. No le prestaría ninguna atención ahora, aunque recibiera su mensaje.
Bien, por lo menos lo había advertido. Si había estado dentro de su mente, sabía ahora lo que él sentía por Betty Hadley y la esfera le había aconsejado que no la siguiera. Había comprendido cómo reaccionaría él al ver a Betty de nuevo en una circunstancia como esa. Había tratado de ahorrarle la amargura y desesperación que sentía ahora.
No había significado mucho (no tanto como ahora, por lo menos) cuando Marion Blake le dijo que Betty estaba prometida. En tanto que no estuviera casada, había pensado él, había aún esperanzas. Se había atrevido a creer que él la haría olvidar a ese Dopelle.
Pero ¡qué locura! mucho más que todo lo que había oído y leído respecto a ese magnífico héroe, la exhibición que acababa de presenciar le daba la medida de la clase de personaje que Dopelle debía ser. «Mi dueño y creador», había dicho Mekky, la esfera milagrosa. Y todo Nueva York aclamándolo cuando ni siquiera estaba allí.
¿Qué posibilidad tenía él, Keith Winton (menos que un desconocido, un inexistente, en este universo), de quitarle la novia a un hombre como ese?
Keith echó a andar tristemente hacia la cigarrería donde había dejado la valija y las revistas. Aún las encontró allí, y después de presentar sus excusas al propietario por la manera incívica en que las había dejado, le compró un paquete de cigarrillos para congraciarse con él.
Las calles estaban empezando a vaciarse cuando salió de la cigarrería. Se dio cuenta de que se acercaba la hora del anochecer y que debía encontrar un lugar donde pasar la noche.
Estuvo buscando hasta que, en la Octava Avenida y la calle Cuarenta, encontró un pequeño hotel sin pretensiones donde, por ciento veinte créditos adelantados, tomó una habitación para una semana. Dejó la valija y las revistas en la habitación y volvió a salir a la calle otra vez para comer algo en una cafetería cercana, y luego regresó a la habitación para una larga noche de lectura y de estudió.
Escogió una de las revistas, para convencerse de que su plan era posible y práctico. Es decir, si es que necesitaba convencerse, desde que Mekky, la esfera, le había dicho que siguiera adelante con sus planes.
Durante un rato, un largo rato, no pudo concentrarse en el trabajo. El rostro de Betty Hadley, con la aureola de cabellos rubios dorados, el cutis suave y blanco y los labios rojos, estaba constantemente dentro de sus ojos.
Por qué no había tenido la suficiente inteligencia para obedecer las instrucciones de la esfera de que no la siguiera, ahorrándose la tortura que ahora estaba padeciendo precisamente cuando más necesitaba poder pensar con la mayor claridad.
Durante largo tiempo Betty siguió interponiéndose entre él y la revista, y la imposibilidad de que nunca fuera suya hizo que lo que estaba tratando de llevar a cabo pareciera inútil y sin significado. Pero después de un rato, en contra de su voluntad, empezó a darse cuenta de que lo que él tenía esperanzas de realizar era, después de todo, realmente posible.
Sí, él era capaz de ganarse la vida escribiendo para algunas de esas revistas, o para otras. Hacía cinco años, antes de empezar a trabajar para Borden, había vendido una buena cantidad de cuentos como escritor independiente. Había vendido algunos, y había escrito otros que no se habían vendido.
De hecho, su promedio de ventas sobre los invendibles había sido de un cincuenta por ciento, y eso (para un escritor que no era demasiado prolífico y que tenía dificultades en inventar los argumentos) no había sido muy brillante. Además, las historias no las creaba con facilidad, tenía que trabajar duramente para terminarlas. De modo que cuando tuvo la oportunidad de conseguir aquel empleo como jefe de redacción, lo había aceptado sin vacilar.
Pero ahora, con cinco años de experiencia como director de una revista, podía escribir mejores historias que antes. Ahora podía darse cuenta de cuáles habían sido la mayoría de sus errores (ser perezoso entre ellos) y la pereza se puede curar.
Además, esta vez tenía argumentos para empezar a trabajar, los argumentos de todas las historias que no había vendido y que recordaba muy bien. Pensó que podía usarlos mucho mejor ahora que cinco años antes.
Empezó a leer revista tras revista de la pila que había comprado, hojeando todas las historias, leyendo algunas de ellas. La noche descendió afuera y la densa negrura de la Niebla Negra se cerró contra el cristal de la ventana, pero él siguió leyendo.
Una cosa se hizo pronto evidente para él: que no podía y no se atrevía a escribir cuentos con ambiente y situaciones tan poco familiares para él como las del mundo que lo rodeaba. Cometería errores, pequeños o grandes, que lo delatarían, que mostrarían su ignorancia de los detalles de la vida cotidiana en ese mundo. Estaba claro que no debía escribir cuentos del presente.
Afortunadamente, aún le quedaban dos campos en los que podía trabajar. Por su lectura del
Esquema de la historia
de Wells, sabía que las diferencias entre este universo y el suyo empezaban desde aquellas máquinas de coser que desaparecieron a partir de 1903. Estaría en terreno firme en cualquier novela escrita sobre la época anterior a 1903. Por suerte, había hecho un curso de Historia en la Universidad y era buen conocedor de las costumbres en los siglos XVIII y XIX, especialmente en América del Norte.
Se fijó con satisfacción en que todas las revistas llevaban un buen porcentaje de novelas históricas, un porcentaje mucho mayor que las revistas publicadas en su universo. Quizá eso se debiese a que allí había una mayor diferencia entre la vida de hoy y la vida de la época colonial, por lo que las novelas sobre los siglos XVIII y XIX eran bastante frecuentes en algunas de las revistas de aventuras.
Historias sorprendentes
era una excepción a la regla, ya que parecía especializada exclusivamente en las aventuras modernas en el espacio. Para contrarrestar eso, Borden editaba otra revista de aventuras, llamada
Historias de aventuras románticas
, que trataba únicamente de novelas históricas del tiempo antiguo. Sobre todo en los tiempos de la Guerra Civil Norteamericana y de la Revolución. Observó que también dirigida por Keith Winton.
Se sintió sorprendido y satisfecho a la vez al notar que inclusive las revistas de amor femeninas publicaban una buena cantidad de novelas de ambiente histórico. Esta era una especialidad con la que no había contado y que le proporcionaba tres campos distintos de trabajo.
El otro era, desde luego, la fantasía científica. Estudió tres cuentos de fantasía científica y descubrió que no podía equivocarse si escribía alguno; eran cuentos de aventuras en lejanas e inexploradas galaxias, historias del lejano futuro o del remoto y mítico pasado, cuentos de viajes en el Tiempo, poderes inexplorados de la mente, inclusive puras fantasías del tipo del hombre-lobo y del vampiro en ambientes históricos. Estaría en terreno seguro al tratar de estos temas.
Terminó de estudiar las revistas a las diez, y desde entonces hasta medianoche estuvo sentado en el pequeño escritorio de la habitación, con el lápiz en la mano y el papel delante de él. Aún sin escribir (iba a necesitar una máquina de escribir para eso) tomando notas de todas las historias que recordaba haber escrito y que no había vendido nunca.
Recordó fácilmente veinte de esos cuentos. Había otros en los que pensaría después. De los veinte, seis habían sido de aventuras históricas o románticas; de momento contaba con esos seis, en especial los cuatro que eran cortos y que podía volver a escribir con facilidad. Otros seis los seleccionó como bastante fáciles de traducir a ambientes históricos o fantásticos.
Tenía, pues, una docena de cuentos para empezar, tan pronto como pudiera conseguir una máquina de escribir. Si podía vender uno o dos de la docena, habría resuelto su problema inmediato, el del dinero. Desde luego, no podía seguir escribiendo sus propios cuentos indefinidamente; tardé o temprano tendría que empezar a crear nuevos argumentos. Pero con su experiencia de director de una revista, estaba seguro de que lo conseguiría una vez que llevara cierta cantidad de trabajo adelantado. Y tener esa colección de historias inéditas para empezar le daba una gran ventaja.
Si no podía vender un cuento antes de que se le terminara el dinero, bien, entonces tendría que ver la posibilidad de sacar algún dinero de las monedas que le quedaban en el bolsillo. Una moneda de veinticinco centavos le había dado dos mil créditos en Greeneville, aunque también lo había metido en un embrollo terrible. No iba a arriesgarse de nuevo, a menos que fuera por pura necesidad, y aun entonces iba a estudiar bien el asunto, para evitar posibles errores.
A medianoche tenía demasiado sueño para seguir anotando más argumentos de cuentos inéditos. Pero ya había realizado todo lo que quería hacer esa noche. Tomó el ejemplar de
La historia de Dopelle
y empezó a leer.
Ahora sabría qué competencia tenía.
La competencia, supo dentro de la próxima hora, era algo más que espantosa. Era algo imposible.
Dopelle (que no parecía tener nombre de pila) era simplemente un personaje increíble. Parecía combinar todas las mejores características, y ninguna de las malas, de Napoleón, Einstein, Alejandro Magno, Edison, Don Juan y el Rey Arturo. Tenía veintisiete años.
El resumen de los primeros diecisiete años de su vida era breve. Había sido un alumno brillante en la escuela, había estudiado siempre dos cursos en uno y se había graduado (con honores) en la Universidad de Harvard a la edad de diecisiete años. Había sido el presidente del club juvenil y el hombre más popular de su promoción a pesar de su relativa juventud.
Los estudiantes prodigios no son generalmente populares, pero Dopelle había sido una excepción. No había sido el tipo de estudiante que empollaba las lecciones. Su máxima puntuación en las clases era debida a su capacidad para recordar perfectamente todo lo que leía o escuchaba, eliminando la necesidad de estudiar duramente.