Veneno de cristal (17 page)

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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

—¿Cómo ha sabido él que era Tassini?

—Lo ignoro —respondió Grassi meneando la cabeza con gesto de cansancio—. Ya estaba fuera cuando he llegado y no hacía más que repetir que era Tassini.

A Brunetti le era difícil preguntar, porque para ello tenía que recordar lo que había en la fábrica.

—¿Usted lo ha visto? —dijo, levantando el vaso vacío y mirando al camarero.

—No —respondió Grassi—. Cuando he entrado a buscarlo a usted, no he mirado —admitió encogiéndose de hombros—. Y la primera vez no he llegado a entrar, porque me he encontrado a Giuliano fuera, llorando. —Lanzó una mirada rápida a Brunetti—. No le dirá que se lo he dicho, ¿verdad? —Brunetti negó con la cabeza—. Repetía que Tassini estaba dentro, muerto. Yo iba a entrar, pero él me ha tirado del brazo. No quería que entrara, pero no decía por qué. —Apuró el café y dejó la taza—. Así que nos hemos quedado fuera, esperando, cosa de media hora. Ha vomitado un par de veces, pero seguía sin querer hablar, sólo decía que me quedase con él hasta que ustedes, la policía, llegaran.

—Entiendo —dijo Brunetti acercándose a los labios el segundo vaso de agua. Bebió un sorbo, pero su cuerpo dijo que ya era suficiente por el momento. Dejó el vaso en el mostrador—. ¿Por qué ha entrado ahora? —preguntó.

Grassi apartó a un lado la taza vacía y dijo:

—Cuando al volver no lo he visto, he pensado que podía haberle ocurrido algo y he entrado a ver si estaba bien. Pero a él no lo he mirado. —Hizo una pausa—. Giuliano me ha hablado de él cuando lo acompañaba a su casa, y no he querido mirar. —Empujó la taza hacia el otro lado de la barra—. Pobre diablo estúpido.

Esta última palabra chocó a Brunetti, que no sabía a quién se refería su interlocutor.

—¿Tassini?

—Sí —respondió Grassi con un tono que era mezcla de exasperación y afecto—. Siempre estaba tropezando con las cosas, poniéndose en medio, dando traspiés. Un día pidió a De Cal que le dejara trabajar el vidrio, pero ninguno de nosotros lo quería. Llevábamos años viendo cómo se le caían las cosas de las manos; imagine los destrozos. Él no es un vidriero ni lo será nunca. —Grassi pareció darse cuenta de que hablaba en presente y se interrumpió—. De todos modos, era un buen hombre, honrado y cumplidor. Hacía su trabajo.

—¿Cuál era exactamente su trabajo? —preguntó Brunetti tomando el vaso y arriesgándose a beber otro sorbo de agua.

—Limpiaba las naves y vigilaba los
fornaci
por la noche.

Brunetti dijo agitando una mano:

—No estoy seguro de haberlo entendido bien,
signore.
Es decir, aparte lo de barrer el suelo.

Grassi sonrió.

—Ésa era una de sus tareas: barrer nuestra fábrica y la de Fasano. Es decir, desde que empezó a trabajar también para él. Asegurarse de que los sacos de arena no perdían una vez abiertos. —Se interrumpió, como si nunca se hubiera parado a pensar cuáles eran las obligaciones del
uomo di notte
—. Y controlar la temperatura y la
miscela
durante la noche —prosiguió—. También tenía que vigilar que los sacos no se volcaran ni se mezclara el contenido. —Grassi pidió otro café y, mientras esperaba, preguntó—: ¿Usted sabe lo que es la
miscela,
verdad?

Brunetti recordaba la palabra, pero poco más.

—Sólo sé que está compuesta de arena y otras cosas —dijo.

Llegó el café y Grassi echó otros tres terrones.

—Arena, sí —dijo—. Y los minerales correspondientes. Si el color que deseamos es el amatista, le echamos manganeso, o cadmio para el rojo. Algunos sacos se parecen, y hay que tenerlos separados y bien derechos. El contenido no puede caer al suelo, o tendríamos un buen pastel y habría que tirarlo todo. —Miró a Brunetti, que movió la cabeza de arriba abajo para indicar que lo seguía—. Cuando nosotros nos vamos,
l'uomo di notte
echa los ingredientes de la
miscela
en el
crogiolo,
de acuerdo con la fórmula, la remueve y deja que se caliente durante toda la noche, para que a las siete de la mañana, cuando nosotros entramos, esté a punto y podamos empezar a trabajar.

—¿Qué más tenía que hacer?

De nuevo, Grassi hizo un esfuerzo para recordar cuáles podían ser las tareas del muerto.

—Comprobar los filtros y, quizá, llevar los barriles de un lado al otro.

—¿Qué filtros? —preguntó Brunetti.

—Los de las muelas de pulir. El agua que usan los pulidores se filtra y el desperdicio se mete en barriles y se vuelve a filtrar un par de veces —dijo Grassi con indiferencia—. Pero de eso no sé nada, yo sólo entiendo de vidrio. —Miró a Brunetti fijamente, como el orador que evalúa a su auditorio, y añadió—: Es de locos, Marghera echa al aire y a la laguna toda la mierda que le da la gana: cadmio, dioxina, petrotal y petrocual y nadie dice ni pío. Pero a la que nosotros dejamos caer a la laguna una taza de polvo de vidrio, ya los tenemos encima con inspecciones y multas. Y unas multas como para obligarte a cerrar. —Reflexionó un momento y añadió—: No es de extrañar que De Cal piense vender la fábrica.

Brunetti tomó nota del comentario y volvió a Tassini.

—¿Esas cosas decía Tassini? ¿Sobre la contaminación?

Grassi miró al techo.

—No hablaba de otra cosa. A la mínima, te largaba uno de sus discursos. A veces, tenías que decirle que se callara. Que si este veneno y ese otro veneno estaban intoxicándonos a todos, y que el veneno no sólo viene de Marghera, sino también de aquí. —Calló un momento, haciendo memoria—. Yo traté de hablar con él un par de veces. Pero no quería escuchar. —Se inclinó y puso una mano en el brazo de Brunetti—. Yo he visto los números y sé que aquí no muere tanta gente como en Marghera. Allí sí que caen como moscas. —Se irguió y retiró la mano—. Quizá las corrientes se lleven de aquí esas cosas. No sé. Traté de decírselo a Giorgio, pero no quiso escucharme. Se le había metido en la cabeza que estaban envenenándonos a todos, y por más que le dijeras, no se dejaba convencer.

Grassi calló y, al cabo de un momento, añadió con sincera tristeza en la voz:

—El pobre tenía que creerlo así, desde luego. Después de lo de la niña…

Meneó la cabeza, pensando en la niña, o pensando en la debilidad humana. Brunetti no lo sabría decir. Grassi hablaba sin reproche; al contrario, Brunetti no percibía en su tono más que afecto, ese afecto que nos inspira la persona que se las ingenia para equivocarse siempre en todo sin despertar la animadversión de nadie.

—Me parece que ahí llega su barco —dijo Grassi.

Brunetti ladeó la cabeza con gesto interrogativo.

—No reconozco el motor, y viene de la ciudad, de prisa —dijo el
maestro.

Sacó dinero de bolsillo y lo dejó en el mostrador. Brunetti le dio las gracias y juntos fueron hacia la puerta.

Cuando llegaron al canal, vieron que Grassi no se había equivocado. La lancha de la policía estaba atracando en el embarcadero de la ACTV. A bordo venían Bocchese y el equipo de criminalística.

Capítulo 15

Brunetti los saludó con la mano desde el otro lado del canal y cruzó el puente para ir a su encuentro. Además de Bocchese venían dos fotógrafos y dos técnicos que estaban desembarcando el equipo habitual.

Brunetti hizo las presentaciones y explicó a Bocchese que Grassi era uno de los
maestri
que trabajaban en el
fornace
donde se había encontrado el cadáver. Los dos hombres se estrecharon la mano y Bocchese se volvió a decir unas palabras a uno, que se dio por enterado agitando una mano. En el muelle iban apilándose las cajas y las bolsas. Cuando le pareció que todo había sido descargado, Brunetti los llevó por el camino de tierra que conducía a las puertas metálicas de la fábrica. Le sorprendió ver junto a ellas a dos hombres, uno con uniforme de la policía, en el que reconoció a Lazzari, del puesto de Murano. El otro era De Cal, que gritaba y gesticulaba.

Al ver a Brunetti, De Cal lo embistió vociferando:

—¿Se puede saber qué demonios pasa ahora? Primero saca del calabozo a ese canalla y ahora me impide entrar en mi propia fábrica.

Más acostumbrado que los otros a los arrebatos de De Cal, Grassi se adelantó y, señalando a los técnicos que estaban poniéndose sus monos desechables, le dijo:

—Me parece que quieren entrar solos, señor.

—Recuerda para quién trabajas, Grassi —escupió De Cal con la cara roja de ira—. Trabajas para mí. No para la policía. Aquí las órdenes las doy yo, no la policía. —Acercó la cara a la de Grassi. Brunetti observó que tenía hinchados los tendones del cuello—. ¿Está claro?

El comisario se situó al lado de Grassi.

—Su fábrica ha sido escenario de una muerte,
signor
De Cal —dijo, observando que Lazzari parecía contento de ver que él tomaba el relevo—. Los técnicos estarán ahí dentro unas horas. Cuando ellos terminen, sus hombres podrán volver al trabajo.

De Cal arremetió bruscamente contra Brunetti, obligándolo a dar un paso atrás:

—Yo no puedo perder unas horas. —Miró a los técnicos y a sus aparatos como si hasta entonces no hubiera advertido su presencia—. Esos payasos se pasarán ahí dentro todo el día —dijo—. ¿Cómo van mis hombres a trabajar en medio de toda esa gente?

—Si lo prefiere,
signor
—dijo Brunetti en su tono más oficial—, pediremos una orden judicial y clausuraremos la fábrica durante una o dos semanas. —Sonrió observando que Grassi había aprovechado la oportunidad para desaparecer.

De Cal abrió la boca, la cerró y se alejó rezongando. Brunetti captó más de un «hijo de puta» y cosas peores, pero optó por desentenderse del viejo.

Los técnicos, que durante la escena habían dejado las bolsas en el suelo, las recogieron y fueron hacia las puertas. Brunetti los detuvo con un ademán y dijo a Bocchese:

—Si traen mascarillas, pónganselas.

Los hombres volvieron a dejar las bolsas en el suelo y uno sacó varias mascarillas quirúrgicas que repartió entre sus compañeros. Brunetti extendió la mano, tomó una, rompió el envoltorio, se pasó la goma por detrás de las orejas y se ajustó la mascarilla a la nariz y la boca, luego, del mismo hombre, aceptó unos guantes de plástico y se los puso.

Uno de los técnicos acarreaba sobre el hombro una bolsa alargada que contenía lámparas y trípodes. Fue el primero en entrar y se puso a buscar un enchufe. Sin dirigirse a nadie en particular, Brunetti dijo:

—Está al fondo, delante del horno central —y siguió a los técnicos al interior del edificio.

Aún no se le habían acostumbrado los ojos a la relativa oscuridad de la nave interior, cuando Brunetti oyó que lo llamaban desde la puerta. Se volvió y vio a Vianello, con guantes pero sin mascarilla. Brunetti levantó una mano, se acercó al técnico, le pidió otra mascarilla y la llevó al inspector diciendo:

—La necesitarás.

Andando uno al lado del otro —Brunetti se sentía fortalecido por la presencia de Vianello—, fueron hacia el tercer horno, pero se pararon unos metros antes de llegar para esperar a que el fotógrafo terminara su trabajo. Brunetti miró los termómetros y vio que el
Forno
III había subido a 1.348 grados. Ignoraba qué temperatura podía haber delante y debajo de la boca.

Cuando hubo tomado una serie de fotografías del suelo, el fotógrafo se acercó al muerto y lo enfocó desde todos los ángulos.

—¿Qué médico viene? —preguntó Brunetti.

—Venturi —respondió Vianello con apreciable falta de entusiasmo.

A la derecha de Brunetti había una hilera de los útiles de hierro que utilizan los sopladores de vidrio: cañas y tubos de longitudes y diámetros varios. En el banco de trabajo del
maestro
se alineaban pinzas, tenazas y paletas, ninguna de las cuales tenía marcas de sangre. Desde unos carteles clavados en la pared, mujeres desnudas, de pechos enormes, lanzaban miradas provocativas al muerto y a los hombres que se movían en silencio alrededor de él.

Brunetti, situado en diagonal a la escena, miró el rostro barbudo de Tassini, pero enseguida volvió la cara, porque no quería ver aquel cuerpo bañado en sus propios detritus más de lo imprescindible. El flash del fotógrafo atrajo su mirada, y vio que el extremo de una de las cañas de soplar había quedado aprisionado debajo del cuerpo de Tassini.

El comisario oyó ruido a su espalda y, al volverse, vio al
dottor
Venturi, que acababa de dejar el maletín en el banco de trabajo del
maestro.
Cayeron al suelo unas tenazas. Brunetti las recogió y las dejó en el banco sin decir nada a Venturi. El médico abrió el maletín, sacó unos guantes y se los puso. Miró al muerto, aspiró por la nariz e hizo una mueca de repugnancia. Brunetti observó que las solapas del abrigo de Venturi estaban cosidas a mano. Sus zapatos negros reflejaban la luz del horno.

—¿Es él? —preguntó el joven médico señalando al muerto.

Nadie contestó. Venturi metió la mano en el maletín y sacó una mascarilla de gasa y un frasco de colonia 4711 con la que roció profusamente la mascarilla. Cerró el frasco y lo guardó en el maletín. Se acercó la mascarilla a la cara y se pasó la goma por detrás de las orejas.

Un jersey verde oscuro colgaba del respaldo de la silla del
maestro.
Venturi lo tomó y lo dejó caer al suelo, al lado del muerto. Se levantó la pernera izquierda del pantalón, se agachó y apoyó la rodilla en el jersey. Palpó la muñeca del muerto, la sostuvo un segundo y la dejó caer al suelo.

—Aún no está asado del todo, diría yo —murmuró, pero no con un susurro sino con el volumen de voz que usaría un estudiante para decir algo del profesor durante la clase.

El médico se puso en pie, miró a Brunetti y se sacó los guantes, dejándolos caer en el banco del
maestro,
al lado del maletín.

—Está muerto —dijo. Cerró el maletín y lo agarró por el asa. Fue hacia la puerta—. Con su permiso —murmuró y, al cabo de un momento, añadió—: Caballeros.

—Se olvida del jersey —dijo Brunetti y, haciendo una pausa aún más larga, añadió—:
Dottore.

—¿Qué? —inquirió Venturi, en un tono anormalmente alto, incluso pese a la feroz competencia del rugido de los hornos.

—El jersey —repitió Brunetti—. Ha olvidado recoger el jersey. —Mientras hablaba, Brunetti notó que Bocchese se situaba a su derecha y Vianello a su izquierda.

Venturi los miró, vio el sudor en la frente de Vianello y el ceño fruncido de Bocchese. Retrocedió, se agachó, levantó el jersey por una manga e hizo ademán de arrojarlo al banco de trabajo, pero Vianello inició un movimiento, y el médico rectificó y colgó el jersey del respaldo de la silla. Luego, volvió a empuñar el maletín.

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