Veneno de cristal (13 page)

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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

Como eran muchos los cuidados que precisaba la niña, cuando los gemelos tenían seis meses, la familia se mudó a casa de la madre de la
signora
Tassini, viuda y con domicilio en Castello. A partir de entonces, la
signora
Tassini dejó de llevar a su hija al hospital, y las cartas de Tassini empezaron a llegar a la policía y a otras varias oficinas municipales. Meses después, la
signora
Tassini se sometió a un tratamiento contra la depresión en Palazzo Boldù. Padecía ansiedad, provocada por un sentimiento de culpabilidad por haber consentido en dar a luz en casa, a instancias de su marido.

Se acompañaba un informe de Palazzo Boldù en el que se reflejaba su gradual recuperación de la depresión. Aunque seguía culpándose, decía el informe, el sentimiento ya no la incapacitaba. Por otra parte, la
signora
Tassini manifestaba que su marido estaba todavía muy afectado, pero que él trataba de combatir la depresión buscando otras explicaciones a la desgracia de la niña. Decía que, durante algún tiempo, la había atribuido a la contaminación de los alimentos que constituían su dieta vegetariana, después a la incompetencia de los médicos y, más adelante, a un defecto genético. Durante sus conversaciones con el médico, ella en ningún momento aludió a las cartas que escribía su marido, lo que hizo pensar a Brunetti que quizá ignoraba su existencia.

Brunetti pasó a las cartas de Tassini casi con alivio. En ellas aparecían los distintos presuntos culpables de los que había hablado la esposa, y se mencionaba, además, la negligencia de los sanitarios del barco y del personal de la sala de partos. Luego salían a relucir los genes y las enfermedades genéticas que, afirmaba, estaban agravadas por el transformador instalado a una travesía de distancia de su casa de Murano. Tassini atribuía el estado de su hija también al aire que llegaba a la ciudad desde Marghera, pero más adelante afirmaba que la discapacidad se debía a la circunstancia de que él trabajaba en una fábrica de vidrio de Murano. Sorprendía la aparente lucidez de las primeras cartas, el estilo claro y coherente, con múltiples referencias a informes y documentos científicos concretos que ofrecían pruebas en apoyo de sus aseveraciones.

El mal responsable de la desgracia de los Tassini tenía propiedades camaleónicas: cambiaba y volvía a cambiar a medida que Tassini leía libros y más libros e indagaba en internet. Pero el culpable siempre estaba fuera, siempre era otro; nunca sus ideas ni su comportamiento. Brunetti no sabía si llorar por él o agarrarlo de los hombros y sacudirlo hasta que reconociera lo que había hecho.

La última carta estaba fechada hacía más de tres semanas y aludía a nueva información que Tassini estaba recopilando, nuevas pruebas que pronto podría aportar, para demostrar que él había sido la víctima inconsciente de la conducta delictiva de dos personas. Decía que ahora podía probar sus afirmaciones y que no tenía que hacer más que lo que él llamaba dos «comprobaciones» para confirmar sus sospechas.

Brunetti releyó las cartas y se reafirmó en la impresión que le había producido la primera lectura: que, con el tiempo, el estilo se había deteriorado, la redacción había perdido coherencia, y las últimas le recordaban las acusaciones anónimas que solía recibir la policía. La relación a la que se había referido la
signorina
Elettra era sin duda la existente entre la progresiva manifestación de la discapacidad de la niña y la creciente obcecación que reflejaban las cartas de Tassini.

Cuando terminó la segunda lectura, Brunetti dejó caer las cartas en la mesa. Paola le había hablado una vez de una epopeya medieval rusa que había leído cuando estudiaba en la universidad y que tenía por título el nombre del protagonista:
Amargo Sinsuerte Malaventura.
Pues eso.

La lectura de los papeles le hizo olvidar la recomendación de la
signorina
Elettra de que debían comentarlos en el despacho de él, y sin darse cuenta los recogió y bajó a hablar con ella. Si la sorprendió verlo entrar con los papeles en la mano, no lo demostró. Sólo dijo:

—Horrible, ¿verdad?

—Yo he visto a la niña.

El gesto de cabeza con que ella respondió tanto podía significar que ya lo sabía como que ahora se enteraba.

—Pobre gente.

Brunetti dejó que se prolongara el silencio antes de preguntar:

—¿Qué opina de las cartas?

—Él tiene que culpar a otro, ¿no cree?

—La mujer no parece sentir esa necesidad —dijo Brunetti con cierta aspereza—. Ella comprende que los responsables de lo ocurrido son ellos dos y nadie más.

—Las mujeres tenemos… —empezó a decir ella, pero se interrumpió.

Brunetti esperaba, y como ella permanecía en silencio, la azuzó:

—¿Tienen qué?

Ella, con una mirada, puso al comisario en una balanza, lo pesó y luego dijo:

—Tenemos menos dificultad para aceptar la realidad, supongo.

—Posiblemente —respondió él, oyendo en su propia voz ese tono de media duda con el que los obstinados reciben una explicación cargada de sentido común—. Probablemente —rectificó, y ella suavizó el gesto.

—¿Y ahora qué? —preguntó la joven.

—Me parece que lo único que puedo hacer es esperar a que él se ponga en contacto conmigo y me dé esas pruebas de que habla.

—No parece muy convencido.

Con una mirada de escepticismo, Brunetti respondió:

—¿Usted lo estaría?

—Recuerde que yo no he hablado con él. No he podido formarme un concepto de su persona. Sólo he leído las cartas que… que no parecen tener mucha credibilidad. Por lo menos, las que ha escrito últimamente. Las primeras, quizá. —Calló y, después de una larga pausa, no pudo sino repetir—: Pobre gente.

—¿Qué gente? —preguntó Patta desde detrás de Brunetti.

Ninguno de los dos le había oído acercarse, y fue la
signorina
la primera en reaccionar. Muy al quite, respondió:

—Los
extracomunitari
que solicitan el permiso de residencia y no vuelven a saber nada de él.

—Usted perdone —dijo Patta parándose frente a su propia puerta. Aunque miraba a la
signorina
Elettra señaló con el dedo a Brunetti y a su despacho—, pero una vez han presentado la solicitud, han de tener paciencia y esperar. Es el proceso administrativo.

—¿Esperar tres años? —preguntó ella.

Esto lo hizo detenerse.

—No, tres años no. —Siguió andando, pero en el umbral se paró y la miró—. ¿Quién ha tenido que esperar tres años?

—La mujer que limpia el apartamento de mi padre, señor.

—¿Tres años?

Ella asintió.

—¿Por qué tanto tiempo?

Brunetti se preguntó si ella le daría la respuesta evidente, de que eso era precisamente lo que le gustaría saber, pero, optando por la moderación, la
signorina
Elettra dijo:

—Lo ignoro, señor. Hace tres años que lo solicitó, pagó las tasas y no le han dicho nada más. Pensaba que se beneficiaría de la amnistía, pero no ha tenido más noticias. Me ha preguntado si me parecía que debía volver a presentar la solicitud. Y volver a pagar.

—¿Usted qué le dijo?

—No supe qué contestarle,
vicequestore.
Para ella es mucho dinero. Lo es para cualquiera, y no quiere volver a hacer la solicitud y volver a pagar si aún hay esperanza de que la anterior prospere. Por eso le decía al comisario, refiriéndome a ella y a su marido, lo desmoralizada que está esa pobre gente.

—Ya —dijo Patta volviéndose para indicar a Brunetti con un ademán que entrara delante de él, luego miró otra vez a la
signorina
Elettra y dijo—: Déme su nombre y, si es posible, el número de expediente, y veré qué puedo hacer.

—Es muy amable, señor —dijo ella como si de verdad lo creyera.

Una vez dentro, Patta no esperó para volverse hacia Brunetti y preguntar:

—¿Qué historia es esa de que ha ido usted a Murano?

¿Negarlo? ¿Preguntar a Patta cómo lo sabía? ¿Repetir la pregunta para ganar tiempo? ¿De Cal? ¿Fasano? ¿Quién de Murano se lo había dicho?

Brunetti decidió decir la verdad.

—Una conocida mía que vive en Murano —explicó, dando a entender que se trataba de una mujer a la que conocía desde hacía tiempo, con lo que constató que le era imposible decir a Patta toda la verdad de cosa alguna— me dijo que su padre había amenazado a su marido, mejor dicho, que había hecho comentarios amenazadores, aunque no a él directamente. Me pidió que averiguara si había razones para temer que su padre hiciera algo.

Brunetti vio a Patta sopesar sus explicaciones y se preguntó cuál sería la reacción de su superior ante esta insólita franqueza. Tal como temía Brunetti, triunfó el hábito de la suspicacia.

—Supongo que eso explica por qué fue usted a Murano a mantener una especie de reunión secreta en una
trattoria,
¿eh? —preguntó Patta sin poder disimular la satisfacción que le producía la sorpresa de Brunetti.

Habiendo empezado con la verdad, pese a que no parecía haber servido de mucho, Brunetti siguió por el mismo camino.

—Fui a hablar con una persona que conoce al hombre que hizo las amenazas —explicó Brunetti, observando con alivio que Patta no parecía estar al corriente de la relación que existía entre Navarro y Pucetti, y con mayor alivio todavía que su superior no mencionaba la presencia de Vianello en la reunión—. Le pregunté si le parecía que las amenazas encerraban peligro.

—¿Y él qué le dijo?

—Rehuyó contestar a mi pregunta.

—¿Ha hablado con alguien más?

Puesto que decir a Patta la verdad había resultado una mala estrategia, Brunetti decidió volver a la cierta senda del engaño, de probada eficacia, y dijo:

—No, señor.

A Patta le había llegado la información a través de alguien que los había visto en el restaurante, por lo que era de suponer que nada sabía de las visitas de Brunetti a Bovo y a Tassini.

—Así pues, ¿no existen tales amenazas? —inquirió Patta.

—Yo diría que no, señor. Ese hombre, Giovanni de Cal, es violento, pero me parece que todo queda en palabras.

—¿Entonces? —preguntó Patta.

—Entonces me dedicaré otra vez a ver qué podemos hacer con los gitanos —respondió Brunetti, tratando de mostrarse contrito.

—Romaníes —le rectificó Patta.

—Exactamente —dijo Brunetti, aceptando la concesión de Patta al lenguaje políticamente correcto, y salió del despacho.

Capítulo 12

Brunetti llamó a Paola después de la una para decir que no iría a comer a casa, y le dolió que su mujer acogiera la noticia sin inmutarse. No obstante, al oírle añadir que, puesto que él decía que la llamaba desde el despacho y había esperado hasta ahora para avisar, ella ya había sacado tan triste deducción, él se sintió consolado, por muy sarcásticos que fueran los términos con los que ella expresaba su decepción.

A continuación, el comisario marcó el número del
telefonino
de Assunta de Cal y le dijo que le gustaría hablar con ella, en Murano. No, le aseguró, no tenía nada que temer de las amenazas de su padre. Él no creía que encerrasen peligro alguno. A pesar de todo, deseaba hablar con ella, si era posible.

Assunta le preguntó cuánto tardaría en llegar, él le pidió que esperase un momento, se acercó a la ventana y vio a Foa en la
riva
hablando con otro agente. Volvió al teléfono y dijo que no tardaría más de veinte minutos. La oyó responder que lo esperaría en el
fornace
y colgó.

Cuando, cinco minutos después, Brunetti salió por la puerta principal de la
questura,
Foa y la lancha habían desaparecido. Preguntó por el piloto al agente de la puerta, que le dijo que Foa había llevado al
vicequestore
a una reunión. De manera que Brunetti tuvo que encaminarse a Fondamenta Nuove en busca del 41.

Por esta razón, tardó más de cuarenta minutos en llegar a la fábrica De Cal. Al no encontrar a Assunta en la oficina, llamó a una puerta de lo que, a juzgar por el rótulo, era el despacho del padre, pero no recibió respuesta. Brunetti salió al patio y se dirigió al
fornace,
esperando encontrarla allí.

Las puertas correderas metálicas del enorme edificio de ladrillo estaban entreabiertas, dejando hueco suficiente para permitir el paso de un hombre. Brunetti entró y se encontró casi a oscuras. Cuando sus ojos se habituaron a la penumbra, atrajo su mirada lo que, durante un instante, le pareció un enorme Caravaggio situado al fondo de la nave: seis hombres inmóviles frente a la boca redonda de un horno, bañados por la luz natural que se filtraba por las claraboyas del techo y el resplandor del fuego. Los hombres se movieron y el cuadro se animó con los intrincados movimientos que Brunetti tenía grabados en lo más hondo de la memoria.

Había dos hornos rectangulares junto a la pared de la derecha, pero el
forno di lavoro
estaba en el centro de la nave. Al parecer, no había más que dos
piazze
funcionando porque sólo se veía a dos hombres haciendo girar porciones de vidrio fundido suspendidas del extremo de las
canne.
Uno estaba trabajando en lo que parecía una fuente, porque, mientras hacía girar la
canna,
la fuerza centrífuga transformaba la porción de vidrio, primero, en un platillo y, después, en una especie de pizza. Los recuerdos hicieron regresar a Brunetti a la fábrica en la que había trabajado su padre —no de
maestro
sino de
servente
— hacía décadas. Ante sus ojos, ese
maestro
se convirtió en el
maestro
para el que había trabajado su padre. Y, después, se convirtió en cada uno de los maestros que habían trabajado el vidrio durante más de mil años. De no ser por el pantalón vaquero y las Nike, hubiera podido pertenecer a cualquiera de los siglos durante los que los hombres habían hecho ese trabajo.

No era el ballet un arte por el que Brunetti sintiera gran afición, pero en los movimientos de esos hombres veía él la belleza que otros ven en la danza. Sin dejar de hacer girar la
canna,
el
maestro
se acercó a la boca del horno. Volvió hacia ella el costado izquierdo del cuerpo y Brunetti observó el grueso guante y el manguito que lo protegían del brutal calor. La
canna
entró en el horno, y el borde de la fuente pasó a menos de un centímetro de la puerta.

Brunetti se acercó a mirar las llamas: allí estaba el
inferno
de su niñez, al que, según las buenas monjitas, irían él y todos sus compañeros de clase por sus pecados, por pequeños que ésos fueran. Llamas blancas, amarillas, rojas y, en medio de ellas, el plato que giraba, cambiaba de color, crecía.

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