Veneno de cristal (9 page)

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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

La mujer rodeó al niño con el brazo derecho para atraerlo hacia sí y se enjugó los ojos con la mano izquierda. Retiró la mano de la cara, señaló la librería de la pared de enfrente y dijo con brusca aspereza:

—Debí figurármelo, cuando empezó a leer esas cosas. ¿Cuándo fue? ¿Hace dos años? ¿Tres? No hace más que leer. Tiene ese trabajo tan mal pagado para poder pasarse la noche leyendo. Pero los niños han de comer, todos hemos de comer y, si yo no tuviera este apartamento y no me quedara en casa cuidando de los niños, sabe Dios lo que sería de ellos: Sonia no podría trabajar y, con lo que gana él, se morirían de hambre. —Tenía la voz tensa de indignación y frunció los labios como para escupir—. Y trate usted de conseguir ayuda de este Gobierno… Con todas las pruebas que tienen, con las cartas y los certificados médicos y los resultados de los tests del hospital, ¿qué es lo que les dan? Doscientos euros al mes. Y para mí, nada, a pesar de que tengo que estar aquí con ellos todo el día y no puedo salir a trabajar. Pruebe usted de criar a dos niños con doscientos euros al mes, y ya me dirá.

Los muñecos desaparecieron de la pantalla, y fue como si, de pronto, el niño saliera de un trance y percibiera la indignación de la abuela. Se volvió hacia ella y se abrazó a su cuello.

—Guapa,
nonna,
guapa,
nonna
—dijo acariciándole la cara y arrimándole la mejilla.

—¿Lo ve? —dijo ella mirando a Brunetti—. ¿Ve lo que me ha obligado a hacer?

Él, viendo que la mujer estaba muy alterada y que sería inútil seguir preguntando, dijo:

—De todos modos, me gustaría hablar con su yerno,
signora.
—Sacó la cartera, le entregó una tarjeta y, con el bolígrafo en la mano, preguntó—: ¿Querría darme su número, para que pueda ponerme en contacto con él?

—¿Se refiere al número de su
telefonino
? —preguntó ella con una risa repentina.

Brunetti asintió.

—Él no tiene
telefonino
—dijo la mujer, controlando la voz—. No lo usa porque cree que emite ondas que dañan al cerebro. —Su tono revelaba el poco crédito que daba a la opinión del yerno—. Ya no es sólo que crea que él está contaminado, ahora también piensa que los
telefonini
son peligrosos. ¿A usted qué le parece? —preguntó con verdadera curiosidad—. ¿Cree que esos aparatos estarían autorizados si de ellos salieran rayos que atacaran a las personas?

Volvió a hacer el gesto de ir a escupir, pero de sus labios salió poco más que un resoplido de incredulidad. Le dio el número de teléfono de la casa y Brunetti lo anotó.

Al fin, la agitación de la mujer se contagió a la niña, que empezó a revolverse en el sofá y lanzó un sonido que era muy distinto de los grititos con que su hermano acompañaba el baile de las figuras: parecía un balido, un lamento, la voz de la angustia en una nota muy aguda y sostenida.

—Vale más que se vaya —dijo la mujer—. Cuando empieza, puede estar así durante horas, y no es muy agradable al oído.

Brunetti le dio las gracias, no le tendió la mano ni acarició la cabeza del niño como habría hecho si la pequeña no hubiera empezado a llorar. Abandonó el apartamento, bajó la escalera y salió a la luz del día.

Capítulo 8

Mientras volvía andando a la
questura,
Brunetti iba pensando en un sonido y en una confusión. El sonido era el que salía de la garganta de la niña y que él no habría podido llamar voz, y la confusión, la que había envuelto la extraña conversación mantenida con la abuela: él hablaba de amenazas y ella decía que no tenían importancia, pero, al mismo tiempo, daba a entender que De Cal podía ser peligroso. Repasó todo lo dicho y sólo encontró una explicación: quien había lanzado las amenazas era Tassini, provocado quizá por la intemperancia de De Cal. O esto, o la mujer desvariaba, y Brunetti estaba convencido de que aquella mujer en particular nunca haría tal cosa. Mentir, quizá; disimular, sin duda; pero siempre con coherencia.

Sonó su móvil, y cuando se detuvo para contestar, oyó la voz de Pucetti que decía:

—¿Comisario?

—Sí. ¿Qué hay, Pucetti?

—¿Ya ha comido, señor?

—No —respondió Brunetti, y descubrió que tenía hambre.

—¿Puede ir a Murano a hablar con una persona?

—¿Familiar suyo? —preguntó Brunetti, complacido por la rapidez con que había actuado el joven.

—Sí, señor. Mi tío.

—Con mucho gusto —dijo Brunetti, cambiando de dirección y retrocediendo hacia Celestia, donde podría tomar un barco para Murano.

—Bien. ¿Cuándo calcula que llegará?

—No creo que tarde más de media hora.

—Entonces le diré que lo espere a la una y media.

—¿Dónde?

—En Nanni's —respondió Pucetti—. Está en Sacca Serenella, es donde comen los obreros de las fábricas. Cualquiera le indicará.

—¿Cómo se llama su tío?

—Navarro. Giulio. Estará esperándolo.

—¿Cómo sabré quién es?

—No se preocupe por eso. Él sabrá quién es usted.

—¿Cómo? —preguntó Brunetti.

—¿Lleva usted traje?

—Sí.

¿Se había reído Pucetti?

—Lo reconocerá, comisario —dijo y cortó la comunicación.

Tardó más de media hora en llegar a Murano, porque en Celestia se le escapó un barco y tuvo que esperar al siguiente y lo mismo le sucedió en Fondamenta Nuove. Cuando desembarcó en Sacca Serenella, abordó a un hombre que iba detrás de él y le preguntó dónde estaba la
trattoria.

—¿Se refiere a Nanni's? —preguntó el hombre.

—Sí, me esperan allí, pero sólo sé que es el sitio al que van los trabajadores.

—¿Y donde se come bien? —preguntó el otro con una sonrisa.

—Eso no me lo han dicho —respondió Brunetti—, pero no estaría de más.

—Venga conmigo —dijo el hombre, torciendo hacia la derecha y llevando a Brunetti por un muelle de cemento que discurría a lo largo del canal, en dirección a un astillero—. Hoy es miércoles —dijo el hombre—. Habrá hígado. Está bien.

—¿Con polenta? —preguntó Brunetti.

—Naturalmente —dijo el hombre mirando de soslayo a aquel hombre que hablaba veneciano y, no obstante, tenía que preguntar si el hígado se servía con polenta.

El hombre torció a la izquierda, dejando el agua a su espalda, y condujo a Brunetti por un camino de tierra que atravesaba un descampado. Al otro lado, Brunetti vio un edificio bajo, de cemento, con lo que parecían regueros de herrumbre que bajaban de los canalones mal ajustados. Delante, había unas cuantas mesas metálicas, oxidadas y cojas, con las patas hundidas en la tierra o afianzadas con trozos de cemento. El hombre llevó a Brunetti entre las mesas hasta la puerta del edificio, que empujó y sostuvo con deferencia.

Brunetti descubrió en el interior la
trattoria
de su infancia. Las mesas estaban cubiertas con papel de estraza blanco y en la mayoría había cuatro cubiertos. Los vasos habían estado limpios un día, y quizá aún lo estaban, pero los muchos años de uso los habían dejado casi esmerilados. Eran anchos y bajos y en ellos cabrían poco más de dos tragos de vino. Las servilletas eran de papel y en el centro de cada mesa había una bandejita metálica con un aceite de sospechosa palidez, vinagre claro, sal, pimienta y palillos en bolsitas individuales.

Brunetti se llevó una sorpresa al ver a Vianello, con pantalón y cazadora vaqueros, sentado a una de las mesas con un hombre mayor que en nada se parecía a Pucetti. Dio las gracias a su guía, le ofreció un
ombra
que el otro rechazó y se acercó a Vianello. Su acompañante se puso en pie y tendió la mano.

—Navarro —dijo estrechando la de Brunetti—. Giulio.

Corpulento, con cuello de toro y tórax poderoso, aquel hombre daba la impresión de haberse pasado la vida levantando pesas. Tenía las piernas un poco arqueadas, como si ya empezaran a ceder, al cabo de décadas de soportar cargas. Se había roto la nariz más de una vez y se la habían arreglado mal o no se la habían arreglado de ninguna manera, y tenía un diente mellado. Aunque ya habría cumplido los sesenta, parecía capaz de levantar en vilo a Brunetti o a Vianello y arrojarlos en mitad del comedor sin gran esfuerzo.

Brunetti se presentó y dijo:

—Gracias por venir a hablar con nosotros —incluyendo a Vianello, aunque no tenía idea de por qué estaba allí el inspector.

Navarro parecía un poco abrumado por esa gratitud tan sin motivo.

—Vivo aquí al lado. No tiene importancia.

—Su sobrino es un buen agente —dijo Brunetti—. Tenemos suerte de poder contar con él.

Esta vez fue el elogio lo que hizo que Navarro desviara la mirada, incómodo. Cuando miró a Brunetti, su expresión se había suavizado, casi enternecido.

—Es el hijo de mi hermana —explicó—. Un buen chico, sí.

—Supongo que él le habrá explicado que deseamos hacerle unas preguntas acerca de ciertas personas de aquí —dijo Brunetti mientras se sentaban.

—Me lo ha dicho, sí. ¿Quieren hablar sobre De Cal?

Antes de que Brunetti pudiera contestar, se acercó a la mesa un camarero. No traía bolígrafo ni bloc, recitó el menú de carrerilla y les preguntó qué querían.

Navarro dijo que aquellos señores eran amigos suyos, lo que hizo que el camarero repitiera el menú, ahora más despacio, con comentarios y hasta con recomendaciones.

Acabaron por pedir espaguetis con
vongole.
El camarero guiñó un ojo, dando a entender que las almejas habían sido pescadas, quizá ilegalmente, no antes de aquella misma noche, en la laguna. A Brunetti nunca le había gustado mucho el hígado y pidió
rombo
a la parrilla, mientras Vianello y Navarro se decidían por
coda di rospo.


Patate bullite?
—preguntó el camarero al marcharse.

Todos dijeron que sí.

Sin preguntar, el camarero volvió al cabo de un momento con un litro de agua mineral y un litro de vino blanco, que les dejó en la mesa, y se fue a la cocina, donde gritó la comanda.

Como si no hubiera habido interrupción, Brunetti preguntó:

—¿Qué puede decirnos? ¿Trabaja usted para él?

—No —respondió Navarro, que pareció sorprendido por la pregunta—. Pero lo conozco. Aquí todo el mundo lo conoce. Es un cerdo.

Navarro rompió una bolsa de
grissini.
Se puso uno en la boca y se lo comió de un tirón, como un conejo de dibujos animados se come la zanahoria.

—¿Quiere decir con eso que es difícil trabajar para él? —preguntó Brunetti.

—Y que lo diga. Los dos
maestri
que tiene ahora hace dos años que trabajan para él. Que yo sepa, hasta ahora nadie había aguantado tanto.

—¿Por qué? —preguntó Vianello sirviendo vino a todos.

—Porque es un cerdo. —El mismo Navarro advirtió que se estaba repitiendo y añadió—: Haría cualquier cosa para estafar a la gente.

—¿Por ejemplo? —preguntó Brunetti.

Navarro se quedó cortado, como si para él fuera una novedad tener que apoyar un juicio con argumentos. Bebió un vaso de vino, después otro y comió dos
grissini.
Finalmente, dijo:

—Contrata a
garzoni
y los despide antes de que pasen a
serventi,
para no tener que pagarles más. Los tiene un año sin ponerlos en nómina o con contratos de dos meses y cuando tienen que subir de categoría los echa. Se inventa una excusa y coge a otros.

—¿Durante cuánto tiempo puede seguir haciendo eso? —preguntó Vianello.

Navarro se encogió de hombros.

—Mientras haya chicos que necesiten trabajo.

—¿Qué más?

—Discute y se pelea con la gente.

—¿Con quién? —preguntó Vianello.

—Con los proveedores, con los trabajadores, con los hombres de los barcos que le traen la arena o se llevan la mercancía. Si hay dinero de por medio, y en todo esto siempre lo hay, bronca segura.

—Dicen que hace un par de años tuvo una pelea en un bar… —empezó Brunetti, y calló.

—Oh, eso —dijo Navarro—. Probablemente, ésa sea la única vez en que el viejo canalla no empezó la pelea.

Alguien dijo algo que le sentó mal, él contestó y el otro le pegó. Yo no estaba, pero mi hermano lo vio. Y él detesta a De Cal más que yo, de modo que si dice que el viejo no empezó, puede estar seguro.

—¿Y de su hija qué puede decirme? —preguntó Brunetti.

Antes de que Navarro pudiera responder, llegó el camarero con la pasta y les puso los platos delante. La conversación se interrumpió mientras los tres hombres atacaban los espaguetis. El camarero volvió con tres platos vacíos para las conchas.


Pepperoncino
—dijo Brunetti, con la boca llena.

—Bueno, ¿eh? —dijo Navarro.

Brunetti asintió, bebió un sorbo de vino y volvió a los espaguetis, que le parecían exquisitos. Tendría que decirle a Paola lo del
pepperoncino.
Tenía que echarle más, estaba muy sabroso.

Cuando los platos de la pasta estuvieron vacíos y los de las conchas llenos, el camarero se los llevó todos y les preguntó qué les había parecido el primer plato. Brunetti y Vianello hicieron entusiastas elogios; Navarro, que era cliente habitual, se consideró dispensado de todo comentario.

El camarero no tardó en volver con un bol de patatas y el pescado. El de Brunetti ya estaba fileteado. Navarro pidió aceite de oliva, y el camarero le trajo una botella de un aceite mucho mejor que el que estaba en la mesa. Con él regaron el pescado, pero no las patatas, que ya tenían su buena dosis en el fondo del bol. Ninguno de los tres habló en un rato.

Mientras Vianello se servía la última patata, Brunetti volvió a su pregunta:

—¿Y qué sabe de la hija?

Navarro terminó el vino y levantó la jarra vacía mirando al camarero.

—Es buena chica, pero se casó con un ingeniero.

Brunetti asintió.

—¿Lo conoce, sabe algo de él?

—Es ecologista —dijo Navarro en el tono que otro usaría para referirse a un pederasta o un cleptómano.

No había más que hablar. Brunetti optó por ahorrarse los comentarios y hacerse el ignorante.

—¿Trabaja aquí, en Murano? —preguntó.

—Ah, no, a Dios gracias —dijo Navarro, tomando el litro de vino blanco de manos del camarero y llenando los tres vasos—. Trabaja en el continente, buscando sitios en los que aún nos dejen echar la basura. —Bebió medio vaso, pensó quizá en las tareas profesionales de Ribetti, y lo vació del todo—. Aquí tenemos dos buenas incineradoras, ¿por qué no hemos de poder quemarlo todo? Y si son cosas peligrosas, enterrarlas por ahí, en el campo, o mandarlas a África o a China. Si pagas, esa gente acepta cualquier cosa. ¿Y por qué no? Allí hay sitio de sobra para enterrar de todo.

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