—Lo conozco. Está en Sacca Serenella.
—¿Y a él, lo conoce? —preguntó Brunetti.
—No, señor. Pero he oído hablar. ¿Desea saber algo en concreto?
—Sí. Tiene un yerno al que detesta y al que quizá haya amenazado. Me gustaría saber si alguien le cree capaz de cumplir sus amenazas o si son sólo palabras. Y también si se habla de que piense vender el
fornace.
Brunetti observó que Pucetti reprimía el impulso de saludar al decir:
—Sí, señor. —Y el joven preguntó entonces—: ¿Es urgente? ¿Quiere que llame ahora?
—No, prefiero que esto se haga con la mayor naturalidad posible. ¿Por qué no se marcha usted a su casa, se cambia y va a hablar con él? No quiero que esto parezca… —Brunetti dejó la frase sin terminar.
—¿Que parezca lo que es? —preguntó Pucetti con una sonrisa.
—Exactamente —dijo Brunetti—. Aunque no estoy seguro de saber lo que es.
L'uomo di notte,
pensaba Brunetti, por definición, trabaja de noche, de manera que, durante el día, se le puede suponer en su casa. Eran poco más de las once, una de las horas más agradables de un día de primavera, y Brunetti decidió ir andando hasta Castello para hablar con Giorgio Tassini y tratar de averiguar qué le había dicho De Cal. Brunetti era consciente de que quizá estuviera incurriendo en
abuso d'ufficio
al servirse de las atribuciones de su cargo para indagar en algo que le interesaba a él personalmente y no a las fuerzas del orden. La idea de que la alternativa a ir hasta Via Garibaldi, dando un paseo y tomando el sol, era volver a su despacho y ponerse a leer los expedientes de los agentes propuestos para un ascenso, le hizo encaminarse hacia la Riva degli Schiavoni.
Torció a la izquierda y bajó hacia Sant'Elena, avivando el paso a medida que el sol disipaba de su cuerpo el entumecimiento invernal. Días como éste ponían de manifiesto el detestable clima que afligía a la ciudad: frío y húmedo en invierno; caluroso y húmedo en verano. Ahuyentó el recuerdo del mal tiempo, vestigio de la melancolía invernal, y miró en derredor con una expresión tan radiante como el mismo día.
Entró en Via Garibaldi, dejando el calor del sol a su espalda. Assunta le había dicho que Tassini vivía frente a la iglesia de San Francesco di Paola, y cuando vio aparecer la iglesia a su izquierda, Brunetti acortó el paso. Encontró el número, leyó los nombres de los rótulos de los tres timbres y pulsó el de más arriba, debajo del cual se leía «Tassini». Como nadie contestaba, volvió a llamar, dejando el dedo en el pulsador el tiempo suficiente para despertar al que dormía. De pronto, sonó por el altavoz un fuerte graznido, seguido del áspero siseo de un mal contacto. Silencio. Llamó por tercera vez y ahora una voz ronca preguntó qué quería.
—Hablar con el
signor
Tassini —dijo él forzando la voz para hacerse oír sobre el siseo y los parásitos.
—¿Qué? —preguntó la voz acompañada de un nuevo chisporroteo.
—
Signor
Tassini —gritó él.
—… molestan… ¿quién…? basta… —dijo la voz.
Brunetti, abandonando todo intento de comunicación, volvió a apoyar el dedo en el botón del timbre y no lo retiró hasta oír el chasquido de la puerta al abrirse.
Subió la escalera y, en una puerta del rellano del tercer piso, vio a una mujer de pelo blanco. Tenía el cutis apergaminado típico de los grandes fumadores y el pelo corto, encrespado por una mala permanente, con un flequillo desigual que le caía sobre las cejas, bajo las que asomaban unos ojos de color verde oscuro, entrecerrados de forma permanente, secuela de décadas de mirar a través del humo. Su cuerpo achaparrado daba la impresión de robustez y vigor. No sonrió al ver a Brunetti, pero la fina malla de sus arrugas se distendió ligeramente junto a los ojos y la boca.
—¿Qué se le ofrece? —preguntó la mujer en puro dialecto de Castello, con una voz casi tan grave como la de él.
Brunetti respondió en dialecto, como parecía lo obligado.
—Me gustaría hablar con el
signor
Tassini, si está en casa —dijo.
—¿Ahora es el
signor
Tassini? —preguntó la mujer ladeando la cabeza—. ¿Qué habrá hecho mi yerno para que la policía se interese por él? —Parecía más intrigada que temerosa.
—¿Tanto se nota,
signora
? —preguntó Brunetti señalando su propia persona con un ademán—. ¿No podría ser el inspector del gas?
—Lo mismo que yo la reina de Saba —dijo ella con una risa que parecía llegar de más allá del estómago. Cuando calló, los dos oyeron lo que parecía un gañido de cachorro, que salía del apartamento. Ella volvió la cara, sin dejar de hablar a Brunetti—. Vale más que pase y hablaremos. He de vigilarlos mientras Sonia hace la compra, ¿comprende?
Mientras se presentaba y le estrechaba la mano, Brunetti se preguntó si una persona de Bolonia, por ejemplo, entendería mucho de lo que decía aquella mujer. Le faltaban unos dientes de arriba, en el lado izquierdo, lo que le hacía arrastrar las palabras, pero era su
veneziano stretto
lo que desafiaba el oído de todo el que no hubiera nacido a menos de cien kilómetros de la laguna. Pero qué bien sonaba a oídos de Brunetti aquel dialecto, tan parecido al que había hablado toda la vida su abuela, que nunca se molestó en usar el italiano, una lengua extranjera, según ella, que no merecía su atención.
La mujer, que tanto podía tener cincuenta años como sesenta, lo condujo a una sala escrupulosamente limpia, en un extremo de la cual había una librería, donde los libros estaban a su aire, de pie, inclinados o tumbados. Frente al sofá, en el que habría estado sentada la mujer, había un pequeño televisor con un ciclamen de invernadero encima, en un tiesto de plástico. En la pantalla, unos personajes de dibujos animados de colores pastel danzaban en silencio, sin el sonido.
Una manta a cuadros cubría el sofá, que en tiempos pudo ser blanco y ahora tiraba a beige. En el centro estaba sentado un niño de unos dos años. Él era el autor del sonido, un gorjeo de júbilo con el que llevaba el compás de las cabriolas que hacían los dibujos de color pastel. Al acercarse los mayores, el niño sonrió a su abuela y dio unas palmadas en el asiento del sofá, a su lado.
La mujer se sentó, puso al niño en su regazo y le dio un beso en la coronilla, que provocó una risita de placer. El niño se volvió de espaldas a la pantalla, se puso de pie y plantó un húmedo beso en la nariz de la mujer. Ella miró a Brunetti, sonrió y arrimó la mejilla a la del niño. Luego, hundiendo la cara en la pequeña nuca, susurró:
—
Zogia mia, vedo mio, ti xei beo.
—Miró a Brunetti con cara de gozo y le preguntó—:
E beo mió puteo?
Brunetti sonrió y convino en que el niño era un sol, precioso como ninguno y que se parecía mucho a la abuela. Ella entornó los ojos y clavó en Brunetti una mirada larga y reflexiva.
—Los míos ya son mayores —dijo él—, pero recuerdo que cuando tenían esa edad yo me inventaba excusas para poder estar con ellos. Decía que tenía que interrogar a alguien, y me iba a casa a jugar con mis niños.
Ella amplió su sonrisa en un gesto de aprobación. Del fondo del apartamento llegó un sonido ahogado, el inconfundible quejido de un bebé, y Brunetti miró a la mujer, desconcertado.
—Es Emma —dijo ella. Hizo saltar al niño en su regazo y añadió—: Su hermanita gemela. —Estudiando a Brunetti con mirada astuta preguntó—: ¿Cree que podría traerla? Éste se echará a llorar si lo dejo aunque sólo sea un minuto.
Brunetti miró hacia el pasillo.
—El quejido lo guiará —dijo ella, y volvió a hacer saltar al niño.
Él, poniendo en práctica la indicación de la mujer, llegó a una habitación situada a la derecha del pasillo, en la que había dos cunas, cabecera con cabecera. Del techo colgaban sobre ellas móviles de colores vivos y, detrás de los barrotes de las cunas, se veía todo un zoo de peluche. En una de las cunas había una niña, al lado de un elefante casi tan grande como ella. Él se acercó y le dijo:
—Hola, Emma, ¿cómo estás? Qué niña más guapa. Ven, vamos a buscar a la
nonna,
¿eh?
Brunetti se inclinó y tomó en brazos a la niña. Lo sorprendió sentirla inerte, como un animalito asustado. En aquel momento, volvió a activarse en él un hábito no perdido del todo. Se apoyó en un hombro a la pequeña, advirtiendo su poco peso, y empezó a darle palmaditas en la espalda caliente con la mano derecha mientras la llevaba a la sala, murmurando palabras cariñosas.
—Póngala aquí, a mi lado —dijo la mujer.
Él sentó en el sofá a la niña, que dobló el tronco y cayó de lado. La pequeña emitió un sonido ahogado, pero no se movió.
Antes de que Brunetti tuviera tiempo de enderezarla, la mujer dijo.
—No, déjela. Aún no puede estar sentada.
A los dos años, sus hijos ya corrían, y Raffi había declarado la guerra a todos los objetos que encontraba a su alcance. Brunetti respondió como si la explicación no le pareciera sorprendente.
—¿La ha visto el médico?
—Ah, los médicos —dijo la mujer utilizando la entonación con la que los venecianos suelen hablar de los médicos.
Se puso en pie, sentó al niño al lado de su hermana, le puso un almohadón al otro lado y sacó un paquete de Nazionale blu del bolsillo del delantal.
—¿Me los vigila mientras salgo a fumar un cigarrillo? Sonia y Giorgio me tienen prohibido fumar dentro de casa, de manera que tengo que salir al descansillo y abrir la ventana —dijo con una amplia sonrisa—. Es justo, supongo. Yo se lo prohibí a Sonia durante años. —Suavizando la sonrisa, añadió—: Por lo menos, con ella dio resultado, no fuma. Tendría que sentirme satisfecha.
Antes de que Brunetti pudiera asentir, la mujer salió a la escalera, dejando la puerta entornada. Él decidió sentarse en la silla situada a la izquierda del sofá para no molestar a los niños. El chico pareció olvidar a su abuela en cuanto ella se fue, y volvió a extasiarse con los regordetes personajes de la pantalla, que ahora saltaban a un río de flores azules. La niña seguía en la misma postura. Brunetti comprobó con asombro la diferencia de tamaño que había entre los gemelos, mientras lanzaba miradas de ansiedad a la puerta, temiendo no saber qué hacer si a uno de los pequeños le ocurría un percance en ausencia de la abuela.
Al cabo de varios minutos, la mujer entró en el apartamento, trayendo consigo olor a tabaco.
—Giorgio no se cansa de repetirme el daño que me hacen los cigarrillos —dijo dando unas palmadas en el paquete, que había vuelto al bolsillo—. Supongo que tiene razón, pero antes de que naciera él yo ya fumaba, de modo que no debe de ser tan malo como dice. —Al ver la sonrisa de escepticismo de Brunetti, añadió—: Cada vez que él me machaca con eso, yo le digo que seguramente la lechuga que él se come es tan peligrosa como mis cigarrillos. —Alzó los hombros, los bajó y suspiró—: Seguramente los dos tenemos razón, pero a estas alturas ya tendría que conocerme lo bastante para saber que no va a conseguir nada, y dejarme fumar en paz. —Otro suspiro y otro encogimiento de hombros—. Pero él va a lo suyo. Como todo el mundo.
Pazienza.
La mujer volvió a sentarse en el sofá, pero ahora tomó en brazos a la niña y se la sentó en el regazo sosteniéndola por la cintura. Entonces el niño se puso de pie en el asiento y abrazándose al cuello de la abuela le decía secretos al oído entre risas.
—Oh, mira, mira —dijo la mujer señalando a la pantalla y usando esa voz de fingido entusiasmo que siempre parece engañar a los niños —. Mira lo que ponen ahora.
El niño se dejó distraer, se despegó del oído de la abuela y volvió a mirar a la pantalla. Aunque mantenía el brazo alrededor de los hombros de ella, parecía haberla olvidado.
—¿De qué quiere hablar con él? —preguntó la mujer al comisario; la niña permanecía inerte en su regazo.
—Tengo entendido que su yerno trabaja en el
fornace
De Cal —dijo él.
—¿En la fábrica?
—Sí.
—¿Qué desea saber? Es sólo el vigilante.
A Brunetti le sorprendió la reacción de la mujer a lo que parecía una pregunta intrascendente.
—Tengo entendido que allí se han proferido amenazas y me gustaría hablar de eso con su yerno —dijo Brunetti, que no creyó necesario dar más explicaciones.
—Habrá sido sólo un modo de hablar, estoy segura de que fue sin intención.
—¿Usted conoce al
signor
De Cal? —preguntó Brunetti.
La mano que la mujer tenía libre fue automáticamente al paquete de cigarrillos, como buscando apoyo.
—De vista, nunca he hablado con él. Dice la gente que es difícil de tratar. En Murano todo el mundo está enterado de aquella pelea que tuvo en el bar hace un par de años.
—Así pues, ¿su yerno le ha hablado de las amenazas? —preguntó Brunetti.
La mujer dio unas palmadas en el trasero del niño y lo atrajo hacia sí, pero él estaba pendiente de las figuras de la pantalla y no se dejó distraer. Al fin, ella dijo:
—Sí, pero ya le he dicho que fueron sólo palabras. Estoy segura de que no lo dijo en serio.
Entonces, ¿por qué había mencionado la pelea?
—¿Le dijo su yerno cuáles fueron exactamente las palabras?
A Brunetti le pareció que la mujer lo miraba como si se sintiera atrapada, como si él la hubiera obligado a decir lo que no debía y ahora se arrepintiera de haber accedido a hablar con él.
—Él siempre le ha echado la culpa a De Cal —empezó, hablando en voz baja—. Ya sé, ya sé, no hay pruebas, pero Giorgio está convencido. Es lo mismo que con los cigarrillos. Él lo cree así y basta. Hablar no sirve de nada.
Ella miró a la niña y le puso la palma de la mano en la espalda, de forma que se la cubrió por completo.
—Yo he tratado de razonar con él. Sonia también. Y los médicos. Pero no hay nada que hacer. Él lo cree así, y punto.
Brunetti se sentía como si hubiera estado mirando un programa de televisión y, en un momento de distracción, alguien hubiera cambiado de canal con el mando a distancia y ahora se encontrara viendo otra cosa sin saber de qué se trataba.
—¿Y la amenaza? —fue lo único que supo preguntar.
—No sé qué le haría decir aquello. Siempre había sido muy prudente, procuraba no decir las cosas directamente. Pero estoy segura de que todos saben cómo piensa. Allí nadie guarda secretos, y él había hablado con los compañeros. —Levantó las manos con las palmas hacia arriba, como pidiendo la ayuda del cielo—. Hace dos semanas le dijo a Sonia que estaba a punto de conseguir la prueba definitiva. Pero lo había dicho ya tantas veces —añadió la mujer, con tristeza en la cara y en la voz—. Además, todos sabemos que no hay pruebas.