Sin esperar respuesta, trató de sortear a Brunetti, que fue primero hacia la derecha y después hacia la izquierda para cerrarle el paso.
El viejo se paró, levantó el índice hasta la altura de su propio hombro y hundiéndolo en el pecho de Brunetti dijo:
—Quítese de ahí, desgraciado. Quién es usted para meterse en mis asuntos. —Dio medio paso hacia la izquierda, pero Brunetti volvió a pararlo—. ¡Que se aparte le digo! —gritó el viejo, y ahora puso la mano en el brazo de Brunetti.
No se puede decir que lo agarrara ni que tirase de él, pero tampoco era el gesto del que trata de llamar la atención de un amigo. Vianello bajó dos escalones y se paró a la izquierda del viejo.
—Haga el favor de retirar su mano del brazo del comisario,
signore.
Pero al viejo la indignación ya no le dejaba oír. Apartó la mano con brusquedad y señaló a Vianello.
—¡Y usted no se meta, idiota! —Tenía la cara muy encendida y Brunetti pensó que podía darle un ataque.
Nunca había visto a una persona enfurecerse con tanta rapidez. Le sudaba la frente, le temblaban las manos, tenía saliva en las comisuras de los labios y sus ojillos oscuros parecían más pequeños todavía.
Entonces Brunetti oyó que Ribetti decía detrás de él:
—Por favor, comisario, déjelo. No causará problemas.
Vianello no pudo disimular la sorpresa. La de Brunetti tampoco le pasó desapercibida al viejo, que dijo:
—Es verdad,
signor
comisario o quien sea. No causaré problemas. Él es el que causa problemas. Estúpido de mierda. —Su mirada fue de Brunetti a Ribetti, que ahora estaba a la izquierda del comisario—. Él me conoce porque está casado con la tonta de mi hija. Fue derecho a donde sabía que había dinero y se casó con ella. Y luego le llenó la cabeza con esas estupideces. —El viejo hizo como si fuera a escupir a Ribetti pero cambió de idea—. Y ahora se deja arrestar —añadió mirando a Brunetti para que quedara claro que no había creído su explicación.
Ribetti puso la mano en el brazo de Brunetti para atraer su atención.
—Gracias, comisario —dijo. Y a Vianello—: Y a ti también, Lorenzo.
Sin mirar al viejo, se desvió hacia la izquierda y acabó de bajar la escalera. Cuando llegó a la acera, Brunetti vio que miraba al coche de la policía, pero siguió andando y desapareció por la primera esquina.
—Cobarde —gritó el viejo—. Sólo eres valiente para salvar a tus malditos animales o tus malditos árboles. Pero frente a un hombre de verdad…
De pronto, agotó los improperios. Miró a Vianello y a Brunetti como si quisiera grabarse sus caras en la memoria, pasó por su lado empujando, subió la escalera y entró en la
questura.
—¿Y eso? —preguntó Brunetti.
—Por el camino te contaré —dijo Vianello.
Los hechos que Vianello relató a Brunetti durante el viaje de vuelta a Venecia los había ido siguiendo durante los seis meses en que un antiguo compañero de clase, un tal Loreno, había trabajado de
maestro
en la vidriería de Giovanni de Cal, el viejo atrabiliario, antes de despedirse e ir a trabajar a otro
fornace.
En un principio, fue la clásica historia de amor que acaba en boda. Un día, en Rialto, a ella se le cayó una bolsa de naranjas que rodaron por el suelo, y un desconocido que compraba gambas la ayudó a recogerlas. Ella le dio las gracias riendo, le invitó a un café por su gentileza y estuvieron una hora charlando. Él la acompañó al barco, anotó su número de
telefonino,
la llamó, le preguntó si quería ver tal película y, cuatro meses después, vivían juntos. El padre de la muchacha, Giovanni de Cal, se oponía a la relación, insistiendo en que aquel joven era un desaprensivo que la quería por su dinero. Assunta ya no era joven, nunca había sido muy bonita y no había trabajado más que en la fábrica de su padre: ¿quién iba a quererla más que por el interés? Pero interiormente él se hacía otra pregunta, que guardaba para sí: ¿quién cuidaría de él, viudo y solo, siempre metido en la fábrica, y de la casa de diez habitaciones?
Amigo, ella se casó. Pero lo peor llegó cuando los principios y las actividades del yerno, su preocupación por el medio ambiente y su desconfianza hacia el actual gobierno, chocaron con las ideas del suegro: este mundo se rige por la ley del más fuerte, y los trabajadores han de trabajar y no estar cobrando de los patronos por no hacer nada; el crecimiento y el progreso siempre son buenos y cuanto más crecimiento y más progreso, mejor.
Pero lo peor de todo, desde el punto de vista del viejo, eran la carrera y la profesión del joven. No sólo tenía estudios universitarios, es decir, era uno de esos
«dottori»
inútiles que lo estudian todo y no saben nada, sino que, para colmo de males, era ingeniero de la empresa francesa que había obtenido el contrato para construir vertederos de residuos en el Veneto, y estaba encargado de realizar los estudios de los emplazamientos, tomando en consideración el curso de los ríos y las aguas subterráneas y la composición del suelo. Redactaba informes que obstaculizaban y encarecían la construcción de vertederos, que se hacían con dinero del bolsillo de gente como los dueños de las fábricas, que pagaban impuestos, para que los vagos y los débiles pudieran chupar de la teta del Estado, y para que los ingenieros pudieran obligar a las ciudades a gastar dinero a fin de que los peces y otros animales estuvieran limpios y sanos.
Ribetti y su esposa, Assunta de Cal, vivían en Murano, en una casa que ella había heredado de su madre. Atrapada entre el padre y el marido, Assunta trataba de mantener la paz y cuidar del hogar, empeño nada fácil, trabajando todo el día con su padre, un hombre colérico, como habían tenido ocasión de comprobar Brunetti y Vianello, en aquella fábrica que pertenecía a la familia desde hacía seis generaciones.
Vianello hizo un inciso en su relato para decir:
—Ahora, mientras hablaba, me he dado cuenta de que no sé cómo he podido enterarme de tantas cosas sobre esa familia. No creo que Loreno me las contara mientras trabajaba allí. Por otra parte, a pesar de que Marco y yo fuimos juntos al colegio, nos habíamos perdido de vista hasta hará unos tres años, y no me parece lógico que me diera tantos detalles. Tampoco somos amigos íntimos: él ni me había hablado del viejo. —Vianello, desde el asiento trasero del coche que los llevaba por el Ponte della Liberta, veía la cabeza de Brunetti recortarse sobre el fondo de las chimeneas de Marghera.
Brunetti pensaba que quizá Vianello, a pesar de sus años de servicio, aún no era consciente de su poder para inducir a la gente a entrar en conversación con él y hasta a hacerle confidencias. Quizá era un don innato, como el de la puntería o la predisposición para el baile, y el que lo poseía lo veía completamente natural.
Vianello volvió a atraer la atención de Brunetti señalando las fábricas de Marghera:
—Mira, yo estoy de acuerdo con él, ¿tú no?
—¿En la protesta?
—Sí —respondió Vianello—. Yo, por mi trabajo, no puedo unirme a ella, pero pienso que hay que protestar y deseo que sigan haciéndolo.
—¿Y qué te parece De Cal? —preguntó Brunetti, desviando la conversación, al ver que faltaba poco para llegar a
piazzale
Roma, a fin de evitar que Vianello se lanzara a una de sus diatribas sobre el futuro del planeta.
—Oh, ya lo has visto, es un energúmeno —dijo Vianello—. En Murano se ha peleado con todo el mundo: por las casas, por los sueldos, por… en fin por todo lo que la gente pueda reñir.
—¿Y cómo consigue retener a sus trabajadores? —preguntó Brunetti.
—Lo consigue y no lo consigue. Por lo menos, eso tengo entendido.
—¿Lo sabes por Ribetti?
—No. Por él no. Ya te he dicho que él no habla del viejo, ni tiene nada que ver con el
fornace.
Pero tengo parientes en Murano y un par de ellos trabajan en los
fornaci.
Y allí todo el mundo está enterado de la vida y milagros de todo el mundo.
—¿Y qué dicen?
—Hace un par de años que tiene a los dos mismos
maestri
—dijo Vianello, y añadió—: Para él es un récord, aunque no son muy buenos. De todos modos, tampoco importa mucho, me parece.
—¿Por qué no?
Detrás de la cabeza de Vianello, Brunetti vio el costado del autobús Panorama: pronto llegarían.
—No fabrican más que chorradas para turistas. Marsopas que saltan de las olas. Y toreros.
—¿Con capote y pantalón negro? —preguntó Brunetti.
—Sí; es demencial. Como si aquí tuviéramos toreros. O marsopas.
—Creí que ahora esas cosas ya las hacían en China o en Bohemia —dijo Brunetti, repitiendo lo que había oído a personas a las que suponía enteradas.
—Muchas, sí —dijo Vianello—. Las piezas grandes aún no pueden hacerlas. Pero dentro de cinco años ya todo vendrá de China.
—¿Y qué harán tus parientes?
Vianello levantó las manos con las palmas hacia arriba, en ademán de impotencia.
—Tendrán que aprender a hacer otra cosa, o acabarán como tu esposa dice que acabaremos todos: vestidos con ropa del siglo diecisiete, paseándonos por la ciudad y hablando en veneciano para divertir a los turistas.
—¿Nosotros también? —preguntó Brunetti—. ¿La policía?
—Sí —respondió Vianello—. ¿Te imaginas a Alvise con una ballesta?
La risa puso fin a la conversación y el tema quedó olvidado en la corriente de chismes que circula por Venecia, no mucho más clara que el agua de los canales.
Cuando llegaron a la
questura,
Brunetti fue al despacho de la
signorina
Elettra, para ver si ya tenía la lista de las guardias para las fiestas de Pascua.
—Ah, comisario —dijo ella al verle entrar—. Lo buscaba.
—¿Sí?
—Es por la lotería —dijo ella con naturalidad, dando por descontado que él sabía de qué le hablaba—. ¿Quiere un boleto?
Antes de tratar de adivinar de qué lotería se trataba, de si estaba relacionada con la Pascua o con alguno de los proyectos ecológicos de Vianello, Brunetti respondió:
—Por supuesto. —Y sacó la billetera del bolsillo de atrás—. ¿Cuánto vale?
—Sólo cinco euros, comisario —dijo ella—. Hemos pensado que, como íbamos a vender muchos boletos, podíamos darlos baratos.
—Muy bien —dijo él distraídamente, sacando un billete.
Ella le dio las gracias y se acercó un bloc.
—¿Qué fecha desea? —Buscó un bolígrafo en la mesa y, cuando lo encontró, miró al comisario—. Elija una a partir del primero de mayo.
Brunetti estuvo tentado de elegir el 10 de mayo, el cumpleaños de Paola, sin hacer más averiguaciones, pero se dejó vencer por la curiosidad.
—Me parece que no la entiendo,
signorina.
—Tiene que elegir una fecha, comisario. El que acierta se lleva el bote. —Ella sonrió y añadió—: Ah, sí, puede elegir más de una fecha, pagando cinco euros por cada una.
—Está bien —dijo Brunetti—. Reconozco que no sé de qué me habla.
La
signorina
Elettra se llevó la mano a los labios y a él le pareció ver un poco de rubor en sus mejillas.
—Ah… —ella dejó escapar un suspiro largo, como el de un balón de fútbol que se desinfla.
Él observó las expresiones que se sucedían en su cara, la vio buscar una mentira y luego optar por la verdad. Brunetti no entendía el porqué de su comportamiento ni sabía muy bien cómo es que lo veía tan claro.
—Se trata del
vicequestore,
señor.
—¿Qué le pasa al
vicequestore
? —preguntó Brunetti sin impaciencia.
—El puesto en la Interpol.
—¿Es que lo ha solicitado? —preguntó Brunetti sin poder contener la sorpresa que le causaba que Patta se hubiera decidido.
Quizá sea más exacto decir que lo sorprendía no haberse enterado de que Patta había solicitado el cargo. En el nivel de Patta, a los puestos se les llamaba cargos.
—Sí, señor. Hace cuatro meses.
Brunetti no recordaba cuál era exactamente la naturaleza del cargo que interesaba a su superior. Tenía la vaga idea de que una de las tareas —o «cometidos», como decían los cargos— consistía en colaborar con la policía de otro país, cuyo idioma Patta no hablaba, pero había olvidado de qué país se trataba.
Ella dio la respuesta a la pregunta contenida en el silencio.
—Londres, Scotland Yard, experto en la Mafia.
Como solía ocurrirle cuando de la trayectoria profesional de Patta se trataba, Brunetti se quedó sin palabras.
—¿Y la lotería? —preguntó al fin.
—La fecha de la carta en la que se le comunique que su solicitud ha sido desestimada —dijo ella con voz implacable.
Los detalles no importaban. Él deseaba saber. Pero ¿cómo preguntar?
—Parece estar muy segura de la respuesta,
signorina.
Sí. Ésa era la fórmula.
—Lo estoy —dijo ella sin más explicación. Sonriendo, llevó el bolígrafo al bloc—. ¿La fecha, señor?
—El diez de mayo, por favor.
Ella escribió la fecha en la parte superior de la pequeña hoja, que arrancó y le entregó.
—No la pierda, señor.
—¿Y si hay varios acertantes? —preguntó él, guardando el papel en la billetera.
—Oh, eso está previsto. Si varias personas han elegido la fecha exacta, se ha propuesto que el dinero se entregue a Greenpeace.
—Es típico de él.
—¿De quién, comisario? —preguntó ella con todos los síntomas del desconcierto.
Él resopló, dando a entender que hasta un ciego vería quién era el autor de la propuesta.
—Vianello.
—En realidad, comisario —dijo ella sin alterar la afabilidad de su sonrisa—, la idea fue mía.
—En tal caso —repuso él sin transición—, hago votos para ganar conjuntamente con otra persona, a fin de poder contribuir a que el dinero sea destinado a tan noble causa.
Ella lo miró inexpresivamente, pero enseguida recuperó la sonrisa para decir:
—Miren qué hombre más falso.
Brunetti se sorprendió por sentirse halagado y volvió a su despacho, olvidando la lista de las guardias para las fiestas.
La primavera avanzaba y Brunetti seguía midiéndola por la escala floral. En las floristerías aparecieron las primeras lilas, y él llevó a Paola un gran ramo; al otro lado del canal acabaron de salir las florecillas amarillas y rosas, después vinieron unos narcisos dispersos y, más adelante, ordenadas hileras de tulipanes bordearon el sendero que recorría el jardín. Y un sábado Paola le encargó la misión de bajar los grandes tiestos del oscuro y frío
sottotetto
donde habían pasado el invierno y sacarlos a la terraza
,
en la que estarían hasta noviembre. Desde la terraza, observó que en las jardineras del balcón del otro lado de la calle, un piso más abajo, habían plantado aquellos geranios rojos que tanto le desagradaban.