Brunetti lanzó una rápida mirada a Vianello, que terminaba sus patatas. El inspector puso el cuchillo y el tenedor en el plato y, tal como temía Brunetti, se dispuso a contestar a Navarro.
—Si construyésemos centrales nucleares, podríamos hacer lo mismo con los residuos y así no tendríamos que importar la electricidad de Suiza y de Francia. —Vianello sonrió valerosamente, primero a Navarro y después a Brunetti.
—Es verdad —dijo Navarro—. No se me había ocurrido, y es buena idea. —Miró a Brunetti sonriendo—. ¿Qué más quiere saber de De Cal?
—Tengo entendido que corre el rumor de que piensa vender el
fornace
—se adelantó a decir Vianello, ahora que se había granjeado las simpatías de Navarro.
—Sí, yo también lo he oído decir —afirmó Navarro, sin mucho interés—. Pero es lo que se dice siempre. —Se encogió de hombros, desechando las habladurías y añadió—: Además, si alguien se lo compra será Fasano. Es el dueño de la fábrica de al lado y, si comprara la de De Cal, no tendría más que unir los dos edificios para duplicar la producción. —Navarro meditó la posibilidad y asintió.
—¿No preside Fasano la Asociación de Vidrieros? —preguntó Vianello en el momento en que llegaba el camarero con otro bol de patatas.
Vianello dejó que le sirviera unas cuantas, pero Navarro y Brunetti no quisieron más.
Navarro sonrió al camarero y, respondiendo a la pregunta de Vianello, dijo:
—Eso es ahora, pero ¿quién sabe lo que se ha propuesto llegar a ser? —Al oír esto, el camarero movió la cabeza de arriba abajo y se fue.
Brunetti, temiendo que la conversación se alejara de De Cal, decidió reconducirla.
—También se dice que De Cal ha amenazado a su yerno.
—¿Se refiere a que ha dicho que lo matará?
—Sí —respondió Brunetti.
—Va diciéndolo por los bares, pero sólo cuando está borracho. Bebe mucho, el muy imbécil —dijo Navarro volviendo a llenarse el vaso—. Es diabético y no debería, pero… —Se interrumpió, pensó un momento y añadió—: Es curioso, pero de unos meses acá se le ha puesto muy mala cara, como si estuviera peor de su enfermedad.
Brunetti, que había visto al viejo una sola vez, hacía varias semanas, no tenía un punto de referencia: le había parecido un anciano debilitado, quizá perturbado, por años de bebida.
—No sé si tengo derecho a hacerle esta pregunta,
signor
Navarro —dijo Brunetti y tomó un sorbo de vino sin ganas—. ¿Usted cree que se trata de una amenaza real?
—¿Se refiere a que realmente vaya a matarlo?
—Sí.
Navarro apuró el vino y dejó el vaso en la mesa. No volvió a servirse y pidió al camarero tres cafés. Después miró a Brunetti y al fin dijo:
—Prefiero no responder a eso, comisario.
El camarero se llevó los platos. Tanto Brunetti como Vianello dijeron que la comida había sido excelente, y Navarro pareció alegrarse de oírlo más que el camarero. Cuando llegaron los cafés, él echó dos bolsitas de azúcar en su taza, lo removió, miró el reloj y dijo:
—Tengo que volver al trabajo, señores.
Se puso de pie y les estrechó la mano, gritó al camarero que la comida era por su cuenta y que se la pagaría al día siguiente. Brunetti fue a protestar, pero Vianello se levantó, extendió la mano otra vez y dio las gracias al hombre. Brunetti hizo otro tanto.
Navarro sonrió al despedirse y dijo:
—Cuiden bien del chico de mi hermana, ¿de acuerdo? —Fue hacia la puerta, la abrió y desapareció.
Brunetti y Vianello volvieron a sentarse. El comisario se terminó el café, miró a Vianello y preguntó:
—¿Te ha llamado Pucetti?
—Sí.
—¿Qué te ha dicho?
—Que venías a Murano y que quizá yo debería venir también.
Sin saber si eso le complacía o no, Brunetti dijo:
—Me ha gustado eso que has dicho de los residuos nucleares.
—Estoy seguro de que en el Gobierno hay muchos que piensan así.
—Vaya, vaya, vaya —dijo Vianello mirando hacia la puerta de la
trattoria.
Brunetti, intrigado, fue a darse la vuelta, pero Vianello le puso la mano en el brazo—. No, no mires. —Cuando el comisario volvió a estar de cara a él, Vianello dijo, sin poder disimular la sorpresa—: Lo que ha dicho Navarro es verdad; De Cal tiene mucho peor aspecto que la última vez.
—¿Dónde está?
—Acaba de entrar y ya está tomando un trago.
—¿Solo o con alguien?
—Está con alguien —respondió Vianello—. Y eso es lo más interesante.
—¿Por qué?
—Porque el otro es Gianluca Fasano.
Brunetti profirió un «ah» involuntario y dijo:
—No sólo presidente de la Asociación de Vidrieros de Murano sino, como he oído decir a más de uno y como hasta Navarro parece saber, el hombre que aspira a ser nuestro próximo alcalde.
—Vaya carambola —dijo Vianello levantando el vaso, pero sin beber—.
Complimenti.
Mantenía la mirada fija en la cara de Brunetti, pero de vez en cuando ladeaba la cabeza para observar. Brunetti se decía que, aunque mirasen en dirección a su mesa, no sería fácil que los reconocieran: él estaba de espaldas y Vianello iba de paisano. La única vez que De Cal lo había visto, vestía de uniforme, y no podría identificarlo sin él. El inspector dijo, moviendo la cabeza hacia los dos hombres:
—Sería interesante saber de qué hablan, ¿verdad?
—De Cal es un fabricante de vidrio y Fasano es el jefe de la asociación —dijo Brunetti—. No creo que haya mucho misterio.
—En la isla hay más de cien
fornaci
—dijo Vianello—. El de De Cal es de los más pequeños.
—Pero De Cal tiene un
fornace
que vender —apuntó Brunetti.
—Y también una hija que puede heredarlo —replicó Vianello. El inspector metió la mano en el bolsillo de la chaqueta y sacó cinco euros—. Por lo menos, podemos dejar propina —dijo, poniendo el billete en la mesa.
—Probablemente, en un sitio como éste, eso puede hacer que al camarero le dé un ataque —dijo Brunetti. Al ver que Vianello se revolvía en su asiento preguntó—: ¿Aún siguen ahí?
—De Cal está pagando. —Al cabo de un minuto, Vianello se levantó de repente—. Quiero ver adónde van.
Brunetti dudaba que De Cal, que estaba fuera de sí la única vez que se habían visto, se acordara de él, pero se quedó en la mesa, dejando que Vianello fuera solo.
Vianello volvió a los pocos minutos. Brunetti se levantó y se reunió con él en la puerta.
—¿Bien? —le preguntó.
—Han ido hasta la
riva,
han girado a la izquierda y, al llegar a un camino de tierra, otra vez han tirado a la izquierda. Luego se han metido en unos edificios que están al otro lado de un descampado.
—¿Llevas el
telefonino
? —preguntó Brunetti.
Vianello sacó el móvil del bolsillo de la chaqueta y lo sostuvo en alto.
—¿Por qué no llamas a ese compañero de clase tuyo que te contó la historia de amor de Assunta y le preguntas dónde está la fábrica De Cal?
Vianello abrió el móvil, buscó el número y llamó. Brunetti le oyó preguntar y luego decir que estaban en el Nanni's. Vio que Vianello asentía a las explicaciones de su amigo, y que le daba las gracias antes de colgar.
—Ahí está la fábrica De Cal: al final de ese camino, los edificios de la derecha. Al lado de la de Fasano.
—¿Crees que eso es importante? —preguntó Brunetti.
Vianello se encogió de hombros.
—En realidad, no lo sé. Si me interesa es por lo que he leído en los periódicos: que, de repente, Fasano ha descubierto la ecología, o su pasión por ella.
Brunetti tenía la vaga idea de haber leído algo similar hacía meses y de que su reacción no fue menos cínica, pero se limitó a preguntar:
—¿No es eso lo que le pasa a la mayoría de la gente con la ecología? —No dijo más, dejando que Vianello cayera, o no, en la cuenta de que así le había ocurrido a él.
—Sí —admitió Vianello a regañadientes—. Quizá sea a causa de su interés por la política. En cuanto alguien dice que piensa optar a un cargo público, yo empiezo a desconfiar de todo lo que hace o dice.
Brunetti, que ya había andado varios pasos por la senda del cinismo, aunque sin llegar tan lejos, dijo:
—Eso mismo dicen de él otras personas, según tengo entendido.
—Es lo que más les gusta a los políticos: dar que hablar —repuso Vianello.
—Vamos, vamos, Lorenzo —dijo Brunetti, que no quería seguir con el tema.
Recordando otra cosa útil que podía hacer en Murano, mencionó la visita de Assunta, añadió que aprovecharía para hablar con uno de los hombres que habían oído al padre amenazar a Ribetti. Le dijo a Vianello que se verían en la
questura.
Fueron juntos hasta la
riva,
y Vianello se desvió hacia la parada de Sacca Serenella, a esperar el 41.
Assunta había dicho que Bovo vivía justo al otro lado del puente, en la calle Drio i Orti, que Brunetti encontró sin dificultad. Llegó hasta la calle Leonarducci sin dar con la casa y retrocedió mirando con más atención. Esta vez encontró el número y vio el nombre de Bovo junto a uno de los timbres. Llamó, esperó y volvió a llamar. Oyó que se abría una ventana y se apartó de la casa para mirar hacia arriba. En una ventana del tercer piso apareció la cabeza de una criatura de edad y sexo indefinidos a aquella distancia, que gritó:
—¿Sí?
—¿Está tu padre? —preguntó Brunetti.
—Está en el bar —fue la respuesta de una voz tan aguda que tanto podía ser de niño como de niña.
—¿En qué bar?
Una mano pequeña señaló hacia la izquierda de Brunetti.
—Ahí abajo —gritó la voz, y la cabeza desapareció.
La ventana seguía abierta, y Brunetti gritó un gracias y dio media vuelta para regresar a la calle Leonarducci. En la esquina había una ventana cubierta hasta media altura con una cortina que había tenido una juventud a cuadros blancos y rojos y ahora tenía una vejez hepática y arrugada. Empujó la puerta de al lado y entró en un local en el que había más humo que en cualquiera de los que había pisado en muchos años. Se acercó a la barra y pidió un café. Hizo como si no viera los tatuajes del camarero, unas serpientes entrelazadas que le rodeaban las muñecas con las colas, le subían por los brazos y desaparecían bajo las mangas de la camiseta. Cuando llegó el café, Brunetti dijo:
—Busco a Paolo Bovo. En su casa me han dicho que lo encontraría aquí.
—Paolo —gritó el camarero hacia una mesa del fondo en la que tres hombres charlaban alrededor de una botella de vino tinto—, aquí el poli quiere hablar contigo.
Brunetti sonrió y preguntó:
—¿Tanto se nota?
La sonrisa del camarero igualaba a la de Brunetti en afabilidad, pero no en el número de los dientes que descubría.
—Todo el que hable tan bien como usted tiene que ser poli.
—Mucha gente habla como yo —dijo Brunetti.
—Pero no preguntan por Paolo —dijo el hombre, frotando el mostrador con un paño sorprendentemente limpio.
Brunetti notó un movimiento a su izquierda y al volverse se encontró frente a un hombre de su misma estatura pero con veinte kilos menos que él. Había perdido todo el pelo, hasta el de las cejas y las pestañas, lo que daba a su piel un tinte pálido y una tersura satinada.
Brunetti tendió la mano diciendo:
—¿
Signor
Bovo? —Al ver que el hombre asentía, preguntó—: ¿Desea beber algo?
Bovo negó con un movimiento de la cabeza. Con voz recia, seguramente, reliquia de su antiguo cuerpo, dijo:
—Estoy bebiendo con unos amigos.
Estrechó la mano de Brunetti, que advirtió en su cara el esfuerzo que le costaba dar firmeza al apretón. Hablaba veneciano con acento muranés, como el que solían imitar Brunetti y sus amigos para bromear.
—¿Qué desea? —preguntó Bovo.
Apoyó un codo en el mostrador y consiguió hacer que el movimiento pareciera natural más que necesario. Brunetti comprendía que, antes de la enfermedad, esta situación hubiera podido estar cargada de agresividad, incluso de peligro; pero, ahora, lo más que ese hombre podía oponer era hosquedad.
—Usted conoce a Giovanni de Cal —afirmó Brunetti, y no dijo más.
Bovo no respondió. Miró al camarero, que fingía no interesarse por la conversación y luego a los hombres que seguían en la mesa. Brunetti lo veía sopesar las posibilidades de impresionar a sus amigos haciéndose el duro, ahora que ya no le quedaba más fuerza que la de las palabras.
—Ese hijo de puta no quiso darme trabajo.
—¿Cuándo fue eso?
—Cuando el hijo de puta del otro
fornace
me despidió —dijo sin más explicaciones.
—¿Por qué lo despidió?
Brunetti observó que la pregunta afectaba vivamente al hombre, vio confusión en sus ojos, como si nunca se hubiera parado a pensar en la causa del despido.
Al fin, Bovo dijo:
—Porque ya no podía levantar las cosas.
—¿Qué cosas?
—Los sacos de arena, los productos químicos, los barriles, las cosas que hemos de llevar de un lado al otro. ¿Cómo voy a levantarlas, si ni soy capaz de atarme los zapatos?
—Lo siento —dijo Brunetti. Esperó un tiempo antes de preguntar—: ¿Y qué pasó?
—Que me marché. ¿Qué iba a hacer? —Bovo se arrimó a la barra para apoyarse en el otro codo.
La conversación no parecía llevar a ninguna parte, y Brunetti decidió volver al punto de partida.
—Me gustaría saber qué oyó decir a De Cal sobre Ribetti y cuáles eran las circunstancias.
Bovo llamó al camarero y le pidió un vaso de agua. Cuando lo tuvo en la mano, lo levantó hacia Brunetti y bebió. Después puso el vaso en el mostrador y dijo:
—Él estaba aquí una noche, después del trabajo. No viene mucho, él suele ir a un bar que está en Colonna, pero aquella noche debía de estar cerrado. —Miró a Brunetti, para ver si le seguía, y Brunetti asintió.
»Lo vi sentado ahí detrás cuando entré. Estaba bebiendo con sus amigos, y presumiendo de los muchos pedidos que tenía, de que la gente siempre prefería sus piezas y que los del museo le habían pedido una para una exposición. —Miró a Brunetti frunciendo los labios, como preguntando si alguna vez había oído algo tan ridículo.
—¿Él lo vio a usted?
—Claro que me vio —respondió Bovo—. Fue hace seis meses. —Lo dijo con orgullo, ufanándose de una presencia, perdida, que no pasaba inadvertida.