—Pero ¿está informado de ellas?
—Como le decía, me han hablado de sus cartas, pero lo que tengo es información de segunda mano. —Brunetti miró a Tassini y abrió mucho los ojos, para dar a entender que se le había ocurrido otra posibilidad—. ¿Podría usted explicármelo de palabra, para que yo me haga una idea? Eso podría ahorrar tiempo.
Al ver la expresión de alivio de Tassini, Brunetti se sintió un poco asqueado por lo que acababa de hacer. Nada más fácil ni más ruin que aprovecharse de la necesidad ajena. Levantó la taza y bebió varios sorbos de
cappuccino.
—Se trata de la fábrica —empezó Tassini—. Por lo menos eso ya lo sabe, ¿no?
—Desde luego —respondió Brunetti asintiendo ligeramente con hipocresía.
—Es una trampa mortal —dijo Tassini—. Allí hay de todo: potasio, ácido nítrico y ácido fluorhídrico, cadmio, hasta arsénico. En medio de todas esas cosas trabajamos nosotros, respirándolas, probablemente, hasta mascándolas.
Brunetti asintió. Todo veneciano sabía eso, pero ni siquiera Vianello había sugerido que en Murano existiera un serio peligro para los trabajadores. Y si alguien podía saberlo, ése era Vianello.
—Y por eso pasó lo que pasó —dijo Tassini.
—¿Qué pasó,
signor
Tassini?
Tassini entornó los ojos en una mirada cargada de lo que Brunetti sabía que era suspicacia. No obstante, respondió:
—Mi hija.
—¿Emma? —preguntó Brunetti de inmediato. Y luego, con algo muy parecido al desprecio de sí mismo, añadió—: Pobrecita.
Esto fue decisivo. Tassini ya era suyo. Vio cómo de la cara de Tassini desaparecían la reserva, el recelo, la discreción.
—Fue por eso —dijo Tassini con el calor de la convicción en la voz—. Por todas esas cosas con las que he trabajado todos estos años, respirándolas, tocándolas, impregnándome de ellas. —Juntó las manos apretando los puños—. Y por eso escribo esas cartas, aunque nadie las tome en consideración. —Miraba a Brunetti con la cara iluminada por la esperanza, o el amor, o una emoción que el comisario prefirió no identificar—. Usted es el primero que me ha hecho caso.
—Cuéntemelo todo —se obligó a decir Brunetti.
—Yo he leído mucho —empezó Tassini—. Siempre estoy leyendo. Tengo ordenador y busco cosas en internet, y he leído libros de química y de genética. Y ahí está todo, está todo. —Golpeó la mesa con el puño tres veces mientras repetía—: Está todo.
—Continúe.
—Esas cosas, especialmente los minerales, pueden atacar la estructura genética. Y una vez afectados los genes, nosotros transmitimos el daño a nuestros hijos. Sus genes están dañados. Usted ya está enterado de las cartas, sabe lo que describo en ellas. Pero si lee los informes médicos, verá que están equivocados. —Miró a Brunetti—. ¿Ha visto las fotos?
Aunque Brunetti había visto a la niña y hubiera podido seguir mintiendo, no quiso. Para todo había un límite.
—No.
—Bien —suspiró Tassini—. Quizá sea mejor. Además, como ya sabe lo que ocurre, tampoco hace falta que las vea.
—¿Y qué dicen los médicos?
La vehemencia de Tassini desapareció de repente, como si la mención de los médicos lo devolviera al mundo de los escépticos.
—No quieren complicarse la vida.
—¿Y eso?
—Ya vio lo que pasó en Marghera, con esa gente que protestaba y pedía que lo cerrasen todo. Imagine si se supiera lo que ocurre en Murano.
Brunetti asintió.
—Entonces ya ve por qué tienen que mentir —dijo Tassini con vehemencia—. He tratado de hablar con los del hospital, para que le hicieran pruebas a Emma. Y a mí. Yo sé dónde está la causa del mal. Sé por qué la niña está así. No tienen más que hacer la prueba adecuada y encontrarán lo que yo tengo y lo que tiene ella, y sabrán lo que ha pasado. Si admitieran lo que le ha pasado a Emma, tendrían que admitir los demás daños, las enfermedades, las muertes. —Hablaba con convicción y premura, invitando a Brunetti a comprender y asentir.
De pronto, Brunetti descubrió que se había metido en un atolladero del que no sabía cómo salir.
—¿Y su patrono?
—¿De Cal?
—¿Cree que él lo sabe?
Tassini volvió a mudar de expresión y esbozó un símil de sonrisa que no era tal.
—Sí, lo sabe. Los dos lo saben, pero tienen que taparlo, ¿verdad? —dijo, y Brunetti se preguntó cómo podía Assunta estar implicada en eso.
—¿Tiene usted pruebas? —preguntó Brunetti.
Tassini sonrió con malicia.
—Tengo una carpeta donde lo guardo todo. El nuevo trabajo me deja tiempo libre para buscar las pruebas definitivas. Estoy a punto de conseguirlas. —Miró a Brunetti con unos ojos encendidos con la luz del que ha encontrado la verdad—. Lo guardo todo en la carpeta. Leo mucho, y eso me ayuda a entender las cosas. Me mantengo al corriente de todo. —Con una mirada de astucia, añadió—: Pero tendremos que esperar acontecimientos, ¿no?
—¿Por qué?
Brunetti no estaba seguro de que Tassini hubiera oído su pregunta, porque, por toda respuesta, dijo:
—Nuestros hombres más grandes sabían estas cosas mucho antes que nosotros, y ahora también yo las sé.
Desde que se había mencionado a su hija, Tassini había ido alterándose. Cuando empezó a hablar de la carpeta y de la información que guardaba en ella, Brunetti, desconcertado, decidió que había llegado el momento de desviar la conversación otra vez hacia De Cal.
Inclinó la cabeza en una actitud que denotaba profunda concentración, miró a Tassini y dijo:
—En cuanto llegue a la
questura,
miraré nuestro expediente. —Movió un poco la taza hacia un lado para marcar el cambio de dirección de la conversación y prosiguió—: Me gustaría que me contestara unas preguntas acerca de su patrono, Giovanni de Cal.
Tassini se quedó cortado, sin disimular la sorpresa ni la decepción, justo cuando había empezado a hablar de los grandes hombres que coincidían con sus ideas. Sacó un pañuelo no muy limpio del bolsillo de la izquierda y se sonó. Guardó el pañuelo y preguntó:
—¿Qué quiere saber?
—Se nos ha informado de que el
signor
De Cal ha amenazado la vida de su yerno. ¿Sabe usted algo de esto?
—Bueno, tiene sentido, ¿no? —dijo Tassini.
Brunetti le dirigió una sonrisa de ligera confusión y dijo:
—Me parece que no le sigo. —Sonrió otra vez, para subrayar su creencia de que allí tenía que haber una línea de razonamiento, a pesar de que todo hacía sospechar que no.
—Para impedir que herede el
fornace.
—Pero ¿no debería ser la hija la que lo heredara? —preguntó Brunetti.
—Sí. Pero entonces Ribetti podría entrar y salir cuando quisiera —dijo Tassini, como si esto fuera una obviedad que no requería explicación.
—¿Es que ahora no va? —A su espalda sonó un teléfono, no un
telefonino
sino un teléfono de verdad.
Tassini se rió.
—Una vez oí decir al viejo cabrón que lo mataría. Eran sólo palabras, pero si lo viera en el
fornace,
probablemente, lo intentaría.
Cuando Brunetti iba a pedir a Tassini que le aclarara sus palabras, el camarero gritó:
—Giorgio, tu mujer. Quiere hablar contigo.
Tassini se levantó con cara de pánico y movimientos torpes, fue rápidamente hacia la barra y cogió el aparato que le tendían. Se inclinó sobre el teléfono, de espaldas al camarero y a Brunetti.
El comisario, que lo observaba, vio que al cabo de un momento se relajaba, pero sólo mínimamente. Escuchó, dijo unas palabras y volvió a escuchar, ahora más tiempo. A medida que avanzaba la conversación, él iba irguiendo el cuerpo hasta alcanzar su estatura normal.
Dijo algo más, colgó, miró al camarero y le dio las gracias. Sacó unas monedas y las dejó en el mostrador.
Al volver a la mesa, dijo:
—Tengo que irme. —La expresión de su cara decía que ya se había ido, que ya se había olvidado de Brunetti, o lo había descartado por insignificante.
Brunetti echó la silla hacia atrás y se levantó, pero Tassini ya estaba en la puerta. Abrió, salió y cerró.
La conversación, el interrogatorio o lo que fuera que había mantenido con Tassini, dejó descontento a Brunetti. Lo contrariaba la forma en que lo había inducido a hablar de su hija, con engaños. ¿Quién podía saber lo que el pobre hombre sufría por causa de la niña? ¿Y qué efecto le producía la presencia del hermano sano? ¿Era un consuelo que, por lo menos, uno de los dos no estuviera disminuido? ¿O su salud y vitalidad acentuaban el sufrimiento por contraste con la profunda minusvalidez de la pequeña?
Brunetti, sin ser religioso ni supersticioso, si en aquel momento hubiera sabido a qué divinidad dirigirse, le habría dado las gracias por la salud y seguridad de sus hijos. No obstante, nunca se sentía del todo libre del temor de que pudiera pasarles algo. La preocupación era constante. Unas veces, veía esta manera de ser con benevolencia, considerándola un componente femenino de su carácter; otras, por el contrario, le parecía una forma de cobardía que lo mortificaba. Paola, que no perdía ocasión de hacerle sentir el toque cáustico de su lengua, nunca hacía alusión a esta tendencia, señal de que la consideraba consustancial con su carácter y, por lo tanto, inatacable.
Brunetti llegó a la
questura
sumido en estas cavilaciones y, buscando la manera de ahuyentarlas, fue directamente al despacho de la
signorina
Elettra. Quizá el
vicequestore
había encontrado una nueva directriz que marcara la estrategia para tratar a los adolescentes reincidentes.
Ella sonrió al verlo entrar y preguntó:
—¿Se lo ha dicho Vianello?
—¿Decirme qué?
—Que viniera a verme cuando hubiera hablado con el
signor
Tassini.
—No, no lo he visto. ¿Qué ha encontrado?
Ella levantó un fajo de papeles, lo agitó en el aire, luego lo puso en la mesa y fue enumerándolos uno a uno:
—El informe del altercado del
signor
De Cal, sin arresto; el permiso de conducir de Ribetti y su expediente de conductor, es lo único que tenemos de él en el archivo; el informe del arresto de Bovo, por agresión, aunque data de hace seis años; las copias de las cartas que ha estado enviando Tassini desde hace más de un año y los historiales médicos de su esposa y su hija.
Aún quedaban encima de la mesa varios papeles cuando ella acabó de hablar.
—¿Y ésos? —preguntó Brunetti.
Ella lo miró con gesto de contrición.
—Son copias de las declaraciones de la renta de De Cal de los seis últimos años. Una vez me pongo a buscar, no sé parar. —Sonrió con lo que una persona menos sagaz hubiera podido tomar por sincero remordimiento.
Brunetti asintió dando a entender que también él sabía lo que era el espíritu del cazador.
—Lo más interesante son los informes médicos, especialmente si los coteja con las cartas de Tassini.
—¿Me explica lo que ha visto en ellos o prefiere que los lea y luego cambiamos impresiones? —preguntó él, muy serio.
—Creo que eso será lo mejor —dijo ella entregándole los papeles—. Pero ya subiré yo a su despacho cuando usted quiera que los comentemos. No estoy segura de que al
vicequestore
le hiciera mucha gracia encontrarnos leyendo documentos de un caso inexistente.
Él le dio las gracias, tomó los papeles y subió a su despacho a leerlos. Aunque Brunetti confiaba en el criterio de la joven, respecto a que los primeros documentos no encerraban gran interés, los leyó de todos modos, y sacó la misma conclusión. El informe de la policía exoneraba a De Cal de intento de agresión; el relacionado con Bovo indicaba todo lo contrario, pero el caso se archivó cuando la otra parte retiró los cargos; y el historial de Tráfico de Ribetti era impecable.
Brunetti pasó a los informes médicos. Vio varias anotaciones y, encima de la primera, en la letra de la
signorina
Elettra: «Barbara lo ha revisado.» Su hermana, por ser médico, estaba capacitada para valorar los informes y, a juzgar por las anotaciones que había hecho al margen en lápiz, los había examinado con atención.
El caso que revelaban los informes era muy triste. Una mujer embarazada decidía, de acuerdo con su marido, dar a luz en su domicilio. Aun a sabiendas de que era un parto doble, ambos mantuvieron su decisión. En el informe de los reconocimientos de obstetricia se leía
«tutto normale»
escrito en lápiz en el margen. Dos semanas antes de salir de cuentas, la mujer fue sometida a un examen no programado. En el informe se recomendaba una cesárea y se hacía constar la indicación: «Rechazada por la paciente.» En el margen había un signo de admiración.
Un intervalo de dos semanas y, al volver la hoja, Brunetti se encontró con el informe del nacimiento de dos criaturas, en el que se decía que una de ellas y la madre estaban en la
sala di rianimazione.
En una nota al margen se leía: «Adjunto informe 118 de llamada telefónica recibida a las 3.17 AM», lo que remitía a Brunetti a la última hoja, en la cual se describía brevemente la petición de asistencia médica, y se indicaba que el barco ambulancia había salido a las 3.21. Cuando, diecisiete minutos después, el equipo médico llegó a Murano, la
signora
Sonia Tassini ya había dado a luz una criatura. La segunda se había quedado atrapada en el canal del parto. La ambulancia llegó al Ospedale Civile a las 4.16, lo que denotaba una rapidez sorprendente.
Brunetti volvió al informe médico. El segundo alumbramiento, mediante cesárea, fue difícil tanto para la madre como para la criatura, que, al parecer, había estado sin oxígeno durante los minutos finales.
Sara Tassini permaneció en el hospital más de dos semanas, aunque al quinto día fue dada de alta. La segunda criatura, una niña a la que se impondría el nombre de Emma, había permanecido en
rianimazione
cuatro días más y había sido trasladada a una habitación con su madre y su hermano, donde estuvieron una semana. Cuando salieron se indicó a la madre que cada dos semanas debía llevar a la niña al hospital, donde se le harían pruebas y se seguiría su desarrollo tanto físico como neurológico.
Durante los seis primeros meses; los Tassini iban al hospital con la niña, pero no habían acudido a las diversas instituciones de asistencia a personas en circunstancias similares. Al leer «circunstancias similares», Brunetti murmuró
«Gesù
Bambino»
y volvió la página. Se decía en el informe que la niña era más pequeña de lo normal y que seguramente seguiría siéndolo toda su vida. Aunque su grado de discapacidad sólo podría apreciarse con el tiempo, todos los médicos que la habían examinado atribuían el daño a la falta de oxígeno que había padecido el cerebro durante el nacimiento, y afirmaban que era irreversible.