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Authors: Antonio Orejudo

Ventajas de viajar en tren (4 page)

Amelia empezó a llorar otra vez, y yo, que estaba, perdone la expresión, bastante cachondo, no se me ocurrió otro modo de consolarla que seguir con los besos. Y como los besos siempre se acompañan de caricias, pues qué quiere, yo toqué y palpé hasta que mi mano topó con un apéndice que no había previsto encontrar. Quiero decir que cuando me quise dar cuenta tenía mi lengua dentro de la boca de un hombre. Yo no sé si usted se lo había imaginado, pero yo desde luego ni siquiera había sospechado que Amelia pudiera ser un hombre. Cuando me di cuenta, traté de retirarme, a mí no me gustan los hombres; pero no pude, me había cogido la lengua con los dientes. Por un momento pensé que me la iba a arrancar, porque el tío tiraba y tiraba; pero gracias a Dios empezó a reírse a carcajadas, con una textura de voz muy diferente a la que había empleado hasta ese momento, y yo aproveché su risa para separarme. Me dice:

—Perdone la broma, don Ángel, quizás la he prolongado demasiado; pero es que llevo tanto tiempo viviendo solo y esperando que llegara, que necesitaba un poquito de diversión. Perdone.

Yo iba a hablar, pero él entonces se puso el índice en los labios para pedirme silencio. Se despojó de postizos y maquillajes hasta transformarse en lo que era, un hombre corpulento. En un hombre corpulento y manco; le faltaba el antebrazo izquierdo, y yo no lo había advertido. Ahí radicaba en buena medida, me di cuenta, la rareza que destilaba su figura y todo lo que la rodeaba. Cuando terminó su metamorfosis se introdujo dos algodones en las fosas nasales, y se protegió el cráneo con una chichonera de ciclista. Ahí, en esos dos gestos, reconocí al paranoico que era, y quise irme. Me dice:

—Y una polla como una olla.

Perdone otra vez la expresión, pero es que me lo dijo así, textualmente, una polla como una olla. Me dice:

—Quieto ahí, no me obligue a amordazarlo; me ha costado un huevo traerlo hasta aquí y no voy a dejarle marchar así como así. Ahora que ya me he tapado los micrófonos, podemos hablar.

Digo:

—Tendría que haberme imaginado quién eras.

Dice:

—No se subestime, don Ángel; ellos son mucho más poderosos que usted y todavía no han dado conmigo.

Digo:

—¿Ellos quiénes?

Dice:

—Ellos los basureros.

No me dio tiempo a sorprenderme por la respuesta porque en ese preciso instante se oyó un ruido fuera, y yo, que estaba al lado de la ventana, me asomé y vi, efectivamente, un camión de basura en la puerta. En cuanto él lo vio, me agarró, me tapó la boca con una mano, abrió una trampilla disimulada en la gigantesca pantalla de la televisión, y se lanzó conmigo en los brazos. Dice por el aire:

—Le han seguido.

Caímos sobre blando, sobre plástico me pareció que era. Y cuando encendió la luz de lo que parecía ser el sótano, comprobé que habíamos aterrizado sobre bolsas repletas de basura. Lo que allí había era indescriptible; aquel tipo había acumulado toneladas y toneladas de desperdicios; de allí provenía el nauseabundo olor que impregnaba toda la vivienda. Me dice:

—Imagínese, don Ángel, ocho años sin tirar la basura, ya me dirá; no querrá que huela a rosas. Y ahora, por favor, guarde silencio si no quiere que le mate de una hostia.

Estuvimos media hora en silencio. Él me miraba fijamente; pero yo evitaba el contacto visual; prefería mirar las ratas, las cucarachas, y unos bichos muy raros, cruces o mutaciones genéticas que no es el momento de describir ahora. Cuando juzgó que ya podíamos hablar, me preguntó si yo sabía quiénes eran los del camión. Digo:

—Los basureros.

Se me queda mirando y me dice:

—Don Ángel, no tiene usted ni puta idea de lo que se cuece en el mundo.

Digo:

—Ah, ¿no?

Dice:

—No; por eso le he hecho venir.

Digo:

—¿Que me has hecho venir? Tú no sabes lo que me ha costado encontrarte.

Dice:

—Qué presuntuoso es usted, don Ángel; o sea, que la carta que le he mandado haciéndome pasar por mi hermana no ha tenido nada que ver en su decisión de buscarme por todo Madrid; o sea, que los silencios que he guardado, las contradicciones en las que he incurrido para intrigarlo, las pistas que le he ido dejando por el camino, y los besos con lengua que le he metido, todo eso es papel mojado. ¡Hombre, por favor, don Ángel, no me joda!

Digo:

—Bueno, vale, suponiendo que sea así, ¿para qué me has traído?

Dice:


Traído
no es la palabra:
atraído
sería más apropiado.

Digo:

—Bueno,
atraído;
¿para qué me has
atraído?

Dice:

—Para que sepa de una vez por todas quiénes son sus enemigos; para abrirle los ojos, y porque tengo puestas en usted, don Ángel, todas mis esperanzas. De cuantas personas he conocido, y he conocido muchas, es usted la más adecuada.

Digo:

—La más adecuada para qué.

Dice:

—La más adecuada para acabar con el omnímodo poder de los basureros. Usted es íntegro, lo sé porque utiliza desde hace años maquinillas de afeitar desechables por más que se lancen al mercado otras de doble y triple apurado; es idealista porque no consume alimentos transgénicos, aunque sí he encontrado cáscaras de pipas de calabaza, lo que significa que es usted tenaz y perseverante; y sobre todo es usted arrojado porque bebe mucho café, aun sabiendo que le perjudica. Como ve, llevo años clasificando su basura.

Digo:

—¿Qué es eso de que has clasificado mi basura?

Dice:

—Luego se lo cuento.

Digo:

—No entiendo para qué tanto misterio.

Dice:

—¿Que no entiende para qué tanto misterio? Pero, hombre, por favor, ¿no ha visto usted, don Ángel, lo que han tardado en localizarme tomando, como he tomado, todas las precauciones? Hombre, por favor, como para no andarme con mil ojos; usted se cree que llevo algodones en la nariz y chichonera en la cabeza porque estoy majareta; pero no estoy loco; los basureros me han implantado micrófonos en los agujeros de la nariz y un chip identificativo en la corteza cerebral.

Digo:

—Venga, vale; ábreme los ojos, pero hazlo rápido, por favor.

Eso le molestó, y me dio una bofetada.

Dice:

—Un poquito de respeto.

Digo:

—Perdona.

Dice:

—¿Sabe quiénes estaban ahí arriba?

Digo:

—¿Otra vez?

Dice:

—Sí, otra vez.

Digo:

—Los basureros, los he visto con mis propios ojos; pero no quiero decirlo, porque parece que te molesta.

Dice:

—Lo que me molesta es su seguridad, don Ángel; ésos de ahí arriba no son basureros.

Digo:

—Ah, ¿no? ¿Qué son?

Dice:

—Policía política.

Yo me tuve que reír. Dice:

—Vaya, parece que me he equivocado con usted también; bueno es saber que el examen de la mierda no es perfecto; la soberbia de sus certezas, don Ángel, le impide escuchar a la gente, como a casi todo el mundo.

Le digo:

—Venga, vale, no me río más.

Dice:

—¿Va a tener usted la humildad suficiente para escucharme por lo menos?

Digo:

—Te lo prometo.

Dice:

—A ver si es verdad.

Digo:

—¿Y ahora qué?

Dice:

—Ahora olvídese de todo lo que le ha dicho mi hermana Amelia, y ponga la mente en blanco.

Digo:

—Venga, ya la tengo en blanco.

Dice:

—Entonces escuche. Yo he sido cinco años basurero...

Digo:

—Pero, vamos a ver, ¿no hemos quedado en que todo lo de tu hermana es mentira?

Dice:

—No, no hemos quedado en eso; he dicho que
se olvide
de todo lo relacionado con mi hermana Amelia y que ahora me preste
a mí mucha
atención. ¿Me va a prestar mucha atención?

Digo:

—Sí.

Dice:

—Bien; entonces comienzo otra vez.

Y dice:

—Yo he sido cinco años basurero. Cuando ingresé en el cuerpo me asignaron un camión y un par de compañeros, Paco Platero y el Gota. Platero era pequeño, peludo, suave, tan blando por fuera que se diría todo de algodón, que no lleva huesos. El Gota era todo lo contrario. El trabajo no podía ser más rutinario: hacíamos nuestro recorrido deteniéndonos en los puntos de contenedor, fijados de antemano, cogíamos los cubos y los volcábamos en el interior del camión. Hay gente muy hija de puta que no cierra bien las bolsas, y cuando vas a volcar el cubo, se te cae toda la mierda encima, los yogures naturales te besan la frente y las raspas de pescado se te enredan en el pelo como un peine grasiento. Al principio es asqueroso, repugnante; pero a todo se acostumbra el ser humano. Luego descubres que quienes han mal atado las bolsas no son los ciudadanos, sino tus propios compañeros. Los jefes quieren que te vayas quemando poco a poco, lo cual no es difícil, porque, como digo, se trata de un trabajo rutinario y mecánico, que deja mucho tiempo para pensar. Y por si fuera poco, los compañeros también se encargan de calentarte la cabeza. Que si estamos hasta los cojones de recoger la mierda de la gente; que si esto no es vida; que si éste es el trabajo más repugnante que existe; que si es el peor pagado; que si está poco reconocido socialmente; que a ver qué pasa si un día nos declaramos en huelga, etcétera. Luego está el olor; aunque uses guantes y ropa especial, la peste de los desechos se impregna de tal modo en el pelo y en la piel, que no hay modo de eliminarla; ya te puedes duchar treinta veces, que no dejas de oler a basura en descomposición. Las dos primeras semanas son muy malas; uno cree que va a volverse loco por esto del olor, ya le digo, pero luego te acostumbras. Luego descubres que es la propia empresa la que se encarga de rociar con un spray indeleble los contenedores que tú tocas para marginarte socialmente y cultivar tu resentimiento; se supone que así, llegado el momento, abrazarás sin reservas sus propuestas, la verdadera tarea que un buen día los jefes deciden confiarte en el mayor de los secretos. ¿Y cuál es la verdadera tarea? Que los camiones no trituran la basura, por más que los engranajes hagan un ruido estremecedor, sino que la trasladan a un sofisticado centro de inteligencia y control. Antes de entregarla para su análisis, la patrulla de cada camión tiene que identificar cada bolsa. Hay un margen de error, desde luego; pero normalmente la última persona que toca una bolsa de basura suele ser siempre su dueño. No obstante, cuando las huellas, que el plástico del que están fabricadas conserva maravillosamente, coinciden con las que se han impregnado en los desechos que contienen, estamos ante el dueño de la basura. Cada vecino tiene asignado un chip, que se adhiere a cada bolsa antes de enviarla al laboratorio. Por eso no le recogían la basura a usted, don Ángel, porque eso hubiera falseado su ficha y se hubieran bloqueado los programas. En el laboratorio los analistas llevan a cabo una minuciosa tarea; en primer lugar identifican y registran cada desecho: monda de naranja, raspa de lenguado, yogur natural, compresa, envase vacío de Bisolvón, cáscara de nuez, poso de café molido mitad natural mitad torrefacto, etcétera. Algunas veces es difícil, no se crea, y siempre repugnante.

En los países más avanzados esta tarea la llevan a cabo los propios ciudadanos, que separan y clasifican su propia basura, creyendo que con ello mejoran el medio ambiente, la gente es cada vez más sensible a estas cosillas y hace caso; pero aquí en España nosotros estamos a años luz de todo eso. La gente es muy bestia, y sin quererlo se lo ponen difícil a la central de inteligencia. Alguna ventaja habría de tener el tercermundismo. Ahora, de todos modos, están intentando implantar en toda España el mismo programa que en Galapagar, que ahorra mucho tiempo y mucho dinero. Toda esta información se va procesando. Cada vivienda tiene su propia ficha informática, y en ella se van añadiendo día a día los desechos que se detectan. Con la ayuda de sofisticados programas informáticos, se puede trazar al minuto la vida de una familia y de sus individuos; pueden saber cómo van de dinero a fin de mes, sus gustos, sus fobias, la frecuencia de sus relaciones sexuales; sus tendencias de voto, sus ilusiones, sus planes, y sus estados de ánimo; todo puede medirse por la cantidad y frecuencia de yogures edulcorados que consumen o por los paquetes de galletitas, eso ya depende de los hábitos alimentarios de cada cual, que hay que estudiar minuciosamente antes de extraer conclusiones. La empresa de recogida de basuras ha tejido una espesa tela de araña, una red de información perfectamente urdida en la que participan no sólo los basureros, sino también las limpiadoras de edificios públicos y privados, las únicas que tienen acceso a todos los despachos con su llave maestra, así como las inocentes y leales asistentas que nos dejan la casa como los chorros del oro, sacando de ella los restos portadores de nuestros más inconfesables secretos, problemas, deseos e intimidades. Y encima las pagamos. Yo soy el único basurero que ha desertado de la empresa, y desde entonces mi vida es una perpetua huida. Descubrí que me habían implantado micrófonos en las fosas nasales y metales magnéticos en la corteza cerebral. No puedo entrar en el Museo del Prado porque pito en los detectores, aparte de que me localizarían; por eso llevo esta chichonera de ciclista, para que absorba las emulsiones. Decidí cambiar mi aspecto y hacerme pasar por mujer, por mi hermana, y así llevo viviendo varios años, sin hacer una sola compra en el súper, sin consumir fungibles, sin generar vertidos para no ser detectado, reciclando mi basura y alimentándome lo mejor que puedo con mis propias heces. ¿A que estaba buena la cerveza, el puré y la longaniza que se ha metido? Pues claro, don Ángel, si es que tenemos muchos prejuicios; la mierda humana es la gran desconocida de nuestra cocina. Cuando termine todo esto, a ver si lleno este vacío, y escribo un libro con un plato para cada día. No sé si titularlo
Las semanas del jardín o 1.080 recetas de mierda,
ya veremos.

El caso es que cuando estaba diciendo esto, debió de ver que yo ponía cara rara, la misma exactamente que está poniendo usted, no sé, el caso es que de repente se puso en pie y me dijo que estaba harto de que lo mirara como lo estaba mirando, y que ahora mismo íbamos a ir los dos y nos íbamos a meter dentro de un camión de la basura para que yo comprobara que él tenía razón, que si algo no soportaba era que lo tomaran por loco. Así que me ató, me amordazó, me sacó a la calle por una puerta trasera, y nos agazapamos detrás de unos contenedores. Cuando llegó el camión de la basura, y los basureros que van en el estribo trasero se bajaron a por el primer contenedor, Martín me cogió en brazos y corrió hacia el camión. Me vi muerto, triturado por aquellas fauces de acero. Yo no sé qué hice, de dónde me agarré, la adrenalina es maravillosa; el caso es que en el último momento, él tropezó y me soltó; yo caí fuera y él cayó dentro; yo aún estoy vivo y él desapareció para siempre.

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