Vigilar y Castigar (37 page)

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Authors: Michael Foucault

Varias polémicas bajo la Restauración o la monarquía de Julio ilustran la función que se atribuye al trabajo penal. Discusión en primer lugar sobre el salario. El trabajo de los detenidos estaba remunerado en Francia. Problema: si una retribución recompensa el trabajo en la prisión, quiere decir que éste no forma realmente parte de la pena, y el detenido puede, por lo tanto, negarse a realizarlo. Además el beneficio recompensa la habilidad del obrero y no la enmienda del culpable: "Los individuos peores suelen ser en todas partes los obreros más hábiles; son los mejor retribuidos, por consiguiente los más intemperantes y los menos propicios al arrepentimiento."
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La discusión, que jamás se había extinguido, se reanuda y con gran vivacidad hacia los años 1840-1845, época de crisis económica, época de agitación obrera, época también en que comienza a cristalizar la oposición del obrero y del delincuente.
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Hay huelgas contra los talleres de las prisiones: cuando a un guantero de Chaumont se le concede la organización de un taller en Clairvaux, los obreros protestan, declaran que se deshonra su trabajo, ocupan la manufactura y obligan al patrón a renunciar a su proyecto.
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Hay también toda una campaña de prensa en los periódicos obreros: sobre el tema de que el gobierno favorece el trabajo en las prisiones para hacer que bajen los salarios "libres"; sobre el tema de que los inconvenientes de estos talleres de prisión son todavía mayores para las mujeres, a las cuales quitan su trabajo, empujan a la prostitución, y por lo tanto a la prisión, donde esas mismas mujeres, que no podían trabajar ya cuando eran libres, vienen entonces a hacer la competencia a las que aún tienen trabajo;
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sobre el tema de que se reservan para los detenidos los trabajos más seguros —"los ladrones ejecutan con mucho ardor y a cubierto los trabajos de sombrerería y de ebanistería", en tanto que el sombrerero reducido a la inactividad tiene que ir "al matadero humano a fabricar albayalde a 2 francos al día"—;
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sobre el tema de que la filantropía se ocupa con el mayor cuidado de las condiciones de trabajo de los detenidos, pero descuida las del obrero libre: "Estamos seguros de que si los presos trabajaran el mercurio, por ejemplo, la ciencia encontraría más rápidamente los medios de preservar a los trabajadores del peligro de sus emanaciones: '¡Esos pobres reclusos!', diría aquel que apenas si habla de los obreros doradores. Porque, ¡qué quieren ustedes!, hay que haber matado o robado para despertar la compasión o el interés." Sobre el tema, más que nada, de que si la prisión tiende a convertirse en un taller, pronto se habrá enviado allí a los mendigos y a los desempleados, reconstituyendo de este modo los viejos hospitales generales de Francia o las
workhouses
de Inglaterra.
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Ha habido también, sobre todo después de votada la ley de 1844, peticiones y cartas. Una petición ha sido rechazada por la Cámara de París, que "ha juzgado inhumano que se propusiera emplear a los asesinos, a los homicidas y a los ladrones en unos trabajos que desempeñan hoy unos miles de obreros"; "La Cámara ha preferido Barrabás a nosotros";
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unos obreros tipógrafos envían una carta al ministro al enterarse de que se ha instalado una imprenta en la prisión central de Melun: "Tiene usted que decidir entre unos réprobos castigados justamente por la ley y unos ciudadanos que sacrifican sus días, en la abnegación y la probidad, a la existencia de sus familias no menos que a la riqueza de su patria."
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Ahora bien, las respuestas dadas por el gobierno y la administración a toda esta campaña son muy constantes. El trabajo penal no puede ser criticado en función del paro que podría provocar. Por su poca extensión y escaso rendimiento, no puede tener incidencia general sobre la economía. No es como actividad de producción por lo que se considera intrínsecamente útil, sino por los efectos que ejerce en la mecánica humana Es un principio de orden y de regularidad; por las exigencias que le son propias, acarrea de manera insensible las formas de un poder riguroso; pliega los cuerpos a unos movimientos regulares, excluye la agitación y la distracción, impone una jerarquía y una vigilancia que son tanto más aceptadas, y se inscribirán tanto más profundamente en el comportamiento de los penados, cuanto que forman parte de su lógica: con el trabajo, "se introduce la regla en una prisión, donde reina sin esfuerzo, sin el empleo de ningún medio represivo y violento. Al tener ocupado al recluso, se le dan hábitos de orden y de obediencia; se le hace diligente y activo, de perezoso que era... con el tiempo, encuentra en el movimiento regular de la casa, en los trabajos manuales a los que se le ha sometido... un remedio seguro contra los desvíos de su imaginación".
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El trabajo de la prisión debe ser concebido como si fuera de por sí una maquinaria que trasforma al penado violento, agitado, irreflexivo, en una pieza que desempeña su papel con una regularidad perfecta. La prisión no es un taller; es —es preciso que sea en sí misma— una máquina de la que los detenidos-obreros son a la vez los engranajes y los productos; la máquina los "ocupa" y esto "continuamente, así sea tan sólo con el fin de llenar su tiempo. Cuando el cuerpo se agita, cuando el ánimo se aplica a un objeto determinado, las ideas importunas se alejan, el sosiego renace en el alma".
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Si, a fin de cuentas, el trabajo de la prisión tiene un efecto económico, es al producir unos individuos mecanizados según las normas generales de una sociedad industrial: "El trabajo es la providencia de los pueblos modernos; hace en ellos las veces de moral, llena el vacío de las creencias y pasa por ser el principio de todo bien. El trabajo debía ser la religión de las prisiones. A una sociedad-máquina le eran precisos medios de reforma puramente mecánicos."
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Fabricación de individuos-máquina pero también de proletarios; en efecto, cuando no se tienen más que "los brazos por todo bien", no se puede vivir más que "del producto del propio trabajo, por el ejercicio de una profesión, o del producto del trabajo de los demás, por el oficio del robo"; ahora bien, si la prisión no forzara a los malhechores al trabajo, prolongaría en su institución misma y por el camino indirecto de la tributación, esta exacción de los unos sobre el trabajo de los otros: "La cuestión de la ociosidad es la misma que en la sociedad; los reclusos tienen que vivir del trabajo de los demás, si no se mantienen del suyo."
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El trabajo por el cual el recluso subviene a sus propias necesidades convierte al ladrón en obrero dócil. Y aquí es donde interviene la utilidad de una retribución por el trabajo penal; impone al detenido la forma "moral" del salario como condición de su existencia. El salario hace adquirir "el amor y el hábito" del trabajo;
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da a esos malhechores que ignoran la diferencia de lo mío y de lo tuyo, el sentido de la propiedad, de "la que se ha ganado con el sudor de la frente";
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les enseña también, a ellos que han vivido en la disipación, lo que es la previsión, el ahorro, el cálculo del porvenir;
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en fin, al proponer una medida del trabajo hecho, permite traducir cuantitativamente el celo del recluso y los progresos de su enmienda.
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El salario del trabajo en la prisión no retribuye una producción; funciona como motor y punto de referencia de las trasformaciones individuales: una ficción jurídica, ya que no representa la "libre" cesión de una fuerza de trabajo, sino un artificio que se supone eficaz en las técnicas de corrección.

¿La utilidad del trabajo penal? No un provecho, ni aun la formación de una habilidad útil; sino la constitución de una relación de poder, de una forma económica vacía, de un esquema de la sumisión individual y de su ajuste a un aparato de producción.

Imagen perfecta del trabajo de prisión: el taller de las mujeres en Clairvaux; la exactitud silenciosa de la maquinaria humana coincide allí con el rigor reglamentario del convento: "En un pulpito, sobre el cual hay un crucifijo, está sentada una religiosa. Ante ella, y alineadas en dos filas, las presas realizan la tarea que se les ha impuesto, y como el trabajo de aguja domina casi exclusivamente, resulta de ello que se mantiene constantemente el silencio más riguroso... Se diría que en aquellas salas todo respira penitencia y expiación. Como por un movimiento espontáneo nos trasladamos a los tiempos de las venerables costumbres de esta antigua morada, y recordamos aquellos penitentes voluntarios que se encerraban en ella para decir adiós al mundo."
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3)
Pero la prisión excede la simple privación de libertad de una manera más importante. Tiende a convertirse en un instrumento de modulación de la pena: un aparato que a través de la ejecución de la sentencia de que se halla encargado, estaría en el derecho de recuperar, al menos en parte, su principio. Naturalmente, la institución carcelaria no ha recibido este "derecho en el siglo XIX ni aun todavía en el xx, excepto bajo una forma fragmentaria (por la vía indirecta de las libertades condicionales de las semi-libertades, de la organización de las centrales de reforma). Pero hay que advertir que fue reclamado desde hora muy temprana por los responsables de la administración penitenciaria como la condición misma de un buen funcionamiento de la prisión, y de su eficacia en la labor de enmienda que la propia justicia le confía.

Así en cuanto a la duración del castigo, que permite cuantificar exactamente las penas, graduarlas de acuerdo con las circunstancias y dar al castigo legal la forma más o menos explícita de un salario; pero corre el peligro de perder todo valor correctivo, si se fija de una vez para siempre al nivel de la sentencia. La longitud de la pena no debe medir el "valor de cambio" de la infracción; debe ajustarse a la trasformación "útil" del recluso en el curso de su pena. No un tiempo-medida, sino un tiempo finalizado. Más que la forma del salario, la forma de la operación. "Así como el médico prudente interrumpe su medicación o la continúa según que el enfermo haya o no llegado a una perfecta curación, así también, en la primera de estas dos hipótesis, la expiación debería cesar en presencia de la enmienda completa del condenado, ya que en este caso toda detención se ha vuelto inútil, y por consiguiente tan inhumana para con el enmendado como vanamente onerosa para el Estado."
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La justa duración de la pena debe, por lo tanto, variar no sólo con el acto y sus circunstancias, sino con la pena misma, tal como se desarrolla concretamente. Lo que equivale a decir que si la pena debe ser individualizada, no es a partir del individuo-infractor, sujeto jurídico de su acto, autor responsable del delito, sino a partir del individuo castigado, objeto de una materia controlada de trasformación, el individuo en detención inserto en el aparato carcelario, modificado por él o reaccionando a él. "No se trata más que de reformar al malo. Una vez operada esta reforma, el criminal debe reintegrarse a la sociedad."
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La calidad y el contenido de la detención no deberían estar determinados tampoco por la sola índole de la infracción. La gravedad jurídica de un delito no tiene en absoluto valor de signo unívoco por el carácter corregible o no del condenado. En particular la distinción crimen-delito, a la cual el código ha hecho que corresponda la distinción entre prisión y reclusión o trabajos forzados, no es operatoria en términos de enmienda. Es la opinión casi general formulada por los directores de casas centrales, con ocasión de una información hecha por el ministerio en 1836: "Los reclusos del correccional son en general los más viciosos... Entre los criminales, hay muchos hombres que han sucumbido a la violencia de sus pasiones y a las necesidades de una numerosa familia." "La conducta de los criminales es mucho mejor que la de los delincuentes juveniles; los primeros son más sumisos, más trabajadores que los últimos, rateros, libertinos, perezosos."
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De donde la opinión de que el rigor punitivo no debe estar en proporción directa de la importancia penal del acto condenado. Ni determinado de una vez para siempre.

Operación correctiva, el encarcelamiento tiene sus exigencias y sus peripecias propias. Son sus efectos los que deben determinar sus etapas, sus agravaciones temporales, sus alivios sucesivos, lo que Charles Lucas llamaba "la clasificación móvil de las moralidades". El sistema progresivo aplicado en Ginebra desde 1825
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fue reclamado con frecuencia en Francia. Bajo la forma, por ejemplo, de las tres secciones; la de prueba, para la generalidad de los detenidos; la de castigo y la de recompensa para aquellos que están en el camino de la enmienda.
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O bajo la forma de las cuatro fases: periodo de intimidación (privación de trabajo y de toda relación interior o exterior); periodo de trabajo (aislamiento pero trabajo que tras de la faz de ociosidad forzada será acogido como un beneficio); régimen de moralización ("conferencias" más o menos frecuentes con los directores y los visitantes oficiales); periodo de trabajo en común.
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Si el principio de la pena es realmente una decisión de justicia, su gestión, su calidad y sus rigores deben depender de un mecanismo autónomo que controla los efectos del castigo en el interior mismo del aparato que los produce. Todo un régimen de castigos y de recompensas que no es simplemente una manera de hacer respetar el reglamento de la prisión, sino de hacer efectiva la acción de la prisión sobre los reclusos. En cuanto a esto, ocurre que la autoridad judicial misma está de acuerdo en ello: "No hay que asombrarse", decía el Tribunal Supremo consultado con motivo del proyecto de ley sobre las prisiones, "no hay que asombrarse de la ocurrencia de conceder recompensas que podrán consistir ya sea en una mayor parte de peculio, ya sea en un mejor régimen alimenticio, ya incluso en abreviaciones de pena. Si algo puede despertar en el ánimo de los reclusos las nociones de bien y de mal, conducirlos a reflexiones morales y realzarlos un poco a sus propios ojos, es la posibilidad de alcanzar algunas recompensas".
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Y para todos estos procedimientos que rectifican la pena, a medida que se desarrolla, hay que admitir que las instancias judiciales no pueden tener autoridad inmediata. Se trata, en efecto, de medidas que por definición no podrían intervenir hasta después de la sentencia y no pueden actuar sino sobre las infracciones. Indispensable autonomía, por consiguiente, del personal que administra la detención cuando se trata de individualizar y de variar la aplicación de la pena: unos vigilantes, un director, un capellán

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