Vigilar y Castigar (40 page)

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Authors: Michael Foucault

En esta fiesta de los condenados que parten, hay un poco de los ritos del chivo expiatorio al que se hiere al echarlo, un poco de la fiesta de los locos en la que se practicaba la inversión de papeles, una parte de las viejas ceremonias de patíbulo en las que la verdad debía manifestarse a la luz del día, una parte también de esos espectáculos populares, en los que se reconoce a los personajes célebres o a los tipos tradicionales, juego de la verdad y de la infamia, desfile de la notoriedad y de la vergüenza, invectivas contra los culpables a los que se desenmascara, y, del otro lado, alegre confesión de crímenes. Se trata de recordar el rostro de los criminales que tuvieron su hora de gloria; las hojas sueltas recuerdan los crímenes de aquellos a quienes se está viendo pasar; los periódicos, de antemano, dan su nombre y cuentan su vida; a veces indican su señalización, y describen su vestido, para que su identidad no pase inadvertida: programas para los espectadores.
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Se acude también a contemplar tipos de criminales, tratando de distinguir por la ropa o el rostro la "profesión" del condenado, si es asesino o ladrón: juego de máscaras y de fantoches, pero en el que, para las miradas más educadas, se desliza también algo así como una etnografía empírica del crimen. Espectáculos de tablado de feria con la frenología de Gall, se ponen en práctica, según el medio al que se pertenece, las semiologías del crimen de que se dispone: "Las fisonomías son tan variadas como los trajes: aquí, una cabeza majestuosa, como las figuras de Murillo; allá, un rostro vicioso de gruesas cejas, que revela una energía de criminal decidido. .. Acullá una cabeza de árabe se dibuja sobre un cuerpo de chiquillo. He aquí unas facciones femeninas y suaves: son unos cómplices; contémplense esas caras brillantes de libertinaje: son los preceptores."
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Los condenados responden por sí mismos a este juego, exhibiendo su crimen y ofreciendo la representación de sus fechorías: tal es una de las funciones del tatuaje, viñeta de su hazaña o de su destino: "Llevan sus insignias, ya sea una guillotina tatuada sobre el brazo izquierdo, ya sea en el pecho un puñal clavado en un corazón chorreando sangre." Remedan al pasar la escena de su crimen, se burlan de los jueces o de la policía, se jactan de fechorías que no han sido descubiertas. François, el ex cómplice de Lacenaire, refiere que es el inventor de un método para matar a un hombre sin que grite, y sin derramar una gota de sangre. La gran feria ambulante del crimen tenía sus juglares y sus fantoches, cuya afirmación cómica de la verdad respondía a la curiosidad y a las invectivas. Una serie entera de escenas, en aquel verano de 1836, en torno de Delacollonge. Su calidad de sacerdote había dado mucha resonancia a su crimen (había cortado en pedazos a su amante encinta); asimismo le había permitido sustraerse al cadalso. Parece ser que lo perseguía un gran aborrecimiento popular. Ya en el carro que lo había conducido a París, en el mes de junio de 1836, había sido insultado, y no pudo contener las lágrimas; sin embargo, no quiso ser llevado en coche, por considerar que la humillación formaba parte de su castigo. A la salida de París, "no puede hacerse una idea de todo lo que la multitud ha derrochado de indignación virtuosa, de cólera moral y de cobardía sobre este hombre; ha sido cubierto de tierra y de lodo; las piedras llovían sobre él a la par que los gritos de la indignación pública... Era una explosión de furor inaudito; las mujeres sobre todo, convertidas en verdaderas fieras, mostraban una increíble exaltación de odio".
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Para protegerlo, se le hace cambiar de ropa. Algunos espectadores, engañados, creen reconocerlo en François. Este, por juego, acepta el papel; pero a la comedia del crimen que no ha cometido, agrega la del sacerdote que no es; al relato de "su" crimen, mezcla oraciones y amplios gestos de bendición dirigidos a la multitud que lo insulta y ríe. A unos pasos de allí, el verdadero Delacollonge, "que parecía un mártir", sufría la doble afrenta de los insultos que no recibía pero que iban dirigidos a él, y de la irrisión que hacía reaparecer, bajo las especies de otro criminal, el sacerdote que él era y que hubiera querido ocultar. Representábase ante sus ojos su propia pasión, por un farandulero asesino a quien estaba encadenado.

A todas las ciudades por donde pasaba, la cadena de forzados llevaba su fiesta. Eran las saturnales del castigo; la pena se tornaba en ellas privilegio. Y por una tradición muy curiosa que parece sustraerse a los ritos ordinarios de los suplicios, provocaba menos entre los condenados las muestras obligadas del arrepentimiento, que la explosión de una alegría loca que negaba el castigo. Al adorno del collar de hierro y de las cadenas, los presidiarios, por sí mismos, agregaban el aderezo de cintas, de paja trenzada, de flores o de una lencería preciosa. La cadena es el corro y la danza; es también el apareamiento, el maridaje forzado en el amor prohibido. Bodas, fiesta y consagración bajo las cadenas: "Acuden al encuentro de los hierros con un ramillete en la mano; unas cintas o unas espigas adornan sus gorros y los más hábiles se han aderezado unos cascos con cimera... Otros llevan medias caladas bajo unos zuecos o un chaleco de fantasía bajo una blusa de trabajador."
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Y durante toda la tarde que seguía al aherrojamiento, la cadena formaba una gran farandola, que giraba sin descanso en el patio de Bicêtre: "Pobres de los vigilantes si la cadena los reconocía. Los envolvía y los ahogaba en sus anillos. Los forzados eran dueños del campo de batalla hasta que anochecía."
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El aquelarre de los condenados respondía al ceremonial de la justicia por los fastos que inventaba. Invertía los esplendores, el orden del poder y sus signos, las formas del placer. Pero no estaba lejos algo del aquelarre político. Había que ser sordo para no oír un poco de aquellos acentos nuevos. Los forzados cantaban canciones de marcha, cuya celebridad era rápida y que durante mucho tiempo se repitieron por doquier. En ellas se encuentra sin duda el eco de las jácaras que las hojas sueltas atribuían a los criminales: afirmación del crimen, heroificación negra, evocación de los castigos terribles y del odio general que los rodea: "Fama, hagamos sonar las trompetas... Valor, hijos, suframos sin temblar la suerte horrible que se cierne sobre nuestras cabezas... Pesados son nuestros hierros, pero los soportaremos. Por los forzados, no se eleva voz ninguna: aliviémoslos." Sin embargo, hay en estos cantos colectivos otra tonalidad; el código moral al que obedecían en su mayor parte las viejas endechas está invertido. El suplicio, en lugar de incitar al remordimiento, agudiza el orgullo; se recusa la justicia que ha condenado, y se censura la multitud que acude a contemplar lo que ella cree arrepentimientos o humillaciones: "Si lejos de nuestros hogares, a veces, gemimos... Nuestras frentes siempre severas harán palidecer a nuestros jueces... Ávidas de desdichas, vuestras miradas quieren encontrar entre nosotros a una casta infamada que llora y se humilla. Pero nuestras miradas son altivas." También se encuentra en ellas la afirmación de que la vida de presidio, con su camaradería, reserva unos placeres que no son conocidos en la libertad. "Con el tiempo encadenamos los placeres. Tras los cerrojos nacerán días de fiesta... Los placeres son trásfugas. Huirán los verdugos, siguen las canciones." Y, sobre todo, el orden actual no durará siempre; no sólo los condenados serán liberados y recobrarán sus derechos, sino que sus acusadores vendrán a ocupar su lugar. Entre los criminales y sus jueces, vendrá el día del gran juicio rectificado: "Venga a nosotros, los forzados, el desprecio de los humanos. Venga a nosotros también todo el oro que deifican. Ese oro pasará un día a nuestras manos. Lo compramos a costa de nuestra vida. Otros tomarán de nuevo estas cadenas que hoy se nos hace llevar, y se convertirán en esclavos. Nosotros, rotas las trabas, veremos brillar el astro de la libertad para nosotros... Adiós, porque desafiamos vuestros hierros y vuestras leyes."
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El piadoso teatro que las hojas volantes imaginaban, y donde el condenado exhortaba a la multitud a no imitarlo jamás se está convirtiendo en una escena amenazadora en la que la multitud se ve conminada a elegir entre la barbarie de los verdugos, la injusticia de los jueces y la desdicha de los condenados vencidos hoy, pero que triunfarán un día.

Él gran espectáculo de la cadena se relacionaba con la vieja tradición de los suplicios públicos y también con esa múltiple representación del crimen que daban en la época los periódicos, las hojas sueltas, los charlatanes de plazuela, los teatros de bulevar;
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pero se relacionaba también con unos enfrentamientos y unas luchas el eco de cuyo fragor se oye en él, y de los cuales es como el desenlace simbólico: el ejército del desorden vencido por la ley promete volver; lo que la violencia del orden ha ahuyentado aportará a su regreso el trastorno liberador. "Quedé espantado al ver reaparecer en aquella ceniza tantas centellas."
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La agitación que había rodeado siempre los suplicios entra en resonancia con unas amenazas precisas. Se comprende que la monarquía de Julio haya decidido suprimir la cadena por las mismas razones —pero más apremiantes— que exigieron, en el siglo XVIII, la abolición de los suplicios: "No va con nuestras costumbres conducir así a unos hombres; hay que evitar que en las ciudades que atraviesa el convoy se dé un espectáculo tan horrible, que por lo demás no ofrece enseñanza alguna a la población."
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Necesidad, pues, de romper con esos ritos públicos; de hacer que los traslados de los condenados sufran el mismo cambio que los propios castigos, y de colocarlos, a ellos también, bajo el signo del pudor administrativo.

Ahora bien, lo que, en junio de 1837, se adoptó para remplazar la cadena, no fue el simple carro cubierto de que se había hablado por un tiempo, sino un artefacto que había sido elaborado muy cuidadosamente. Se trataba de un coche concebido como una prisión con ruedas. Un equivalente móvil del Panóptico. Dividido en toda su longitud por un pasillo central, lleva, de una parte y de otra, seis celdas en las que los detenidos van sentados de frente. Se les hacen pasar los pies por unos anillos forrados interiormente de lana y unidos unos a otros por unas cadenas de 18 pulgadas; las piernas van también metidas en unas rodilleras de metal. El detenido va sentado sobre "una especie de embudo de zinc y de roble con el derrame a la vía pública". La celda no tiene ventana alguna al exterior, y está forrada por completo de chapa; únicamente un tragaluz, también de chapa horadada, da paso a "una corriente de aire regular". Por el lado del pasillo, la puerta de cada celda está provista de un ventanillo de doble compartimiento: uno para los alimentos, y el otro, enrejado, para la vigilancia. "La abertura y la dirección oblicua de los ventanillos están combinados de tal modo que los guardianes tienen incesantemente a los presos ante los ojos, y oyen sus menores palabras, sin que éstos puedan lograr verse u oírse entre ellos." De tal modo que "el mismo coche puede, sin el menor inconveniente, llevar a la vez a un presidiario y a un simple detenido, a hombres y a mujeres, a niños y adultos. Cualquiera que sea la distancia, unos y otros llegan a su destino sin haber podido verse ni hablarse". En fin, la vigilancia constante de los dos guardianes que van armados con una pequeña maza de roble, "provista de gruesos clavos de cabeza de diamante romos", permite poner en juego un sistema entero de castigos, conformes con el reglamento interior del coche: régimen de pan y agua, empulgueras, privación del cojín que permite dormir, encadenamiento de ambos brazos. "Está prohibida toda lectura que no sea la de libros de moral."

Sólo por su blandura y su rapidez, este artefacto "habría hecho honor a la sensibilidad de su autor"; pero su mérito es el de ser un verdadero coche penitenciario. Por sus efectos exteriores tiene una perfección completamente benthamiana: "En el paso rápido de esta prisión ambulante, que sobre sus costados silenciosos y oscuros no lleva más inscripción que estas palabras: Trasporte de Forzados, hay algo misterioso y lúgubre que Bentham pide a la ejecución de las sentencias criminales y que deja en el ánimo de los espectadores una impresión más saludable y más duradera que la visión de esos cínicos y alegres viajeros."
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También ofrece efectos interiores; ya en las escasas jornadas del trasporte (durante las cuales no se devuelve a los detenidos su libertad de movimientos un solo instante) funciona como un aparato de corrección. Los forzados salen de allí asombrosamente apaciguados: "Desde el punto de vista moral, este trasporte, a pesar de que no dura más de setenta y dos horas, es un suplicio espantoso cuyo efecto actúa durante largo tiempo, según parece, sobre el preso." Los propios forzados lo atestiguan: "En el coche celular, cuando no se duerme, sólo se puede pensar. A fuerza de pensar, me parece que me provoca el pesar de lo que he hecho; a la larga, sépalo usted, tendría miedo de volverme mejor, y no quiero."
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Pobre historia la del coche panóptico. Sin embargo, la manera en que sustituyó la cadena, y los motivos de esta sustitución, compendian todo el proceso por el cual en ochenta años la detención penal ha remplazado los suplicios: como una técnica pensada para modificar a los individuos. El coche celular es un aparato de reforma. Lo que ha remplazado el suplicio no es un encierro masivo, es un dispositivo disciplinario cuidadosamente articulado. En principio al menos.

Porque inmediatamente la prisión, en su realidad y sus efectos visibles, ha sido denunciada como el gran fracaso de la justicia penal. De una manera muy extraña, la historia del encarcelamiento no obedece a una cronología a lo largo de la cual se asistiera a la sucesión sosegada: primeramente, del establecimiento de una penalidad de detención, seguida del registro de su fracaso; después la lenta acumulación de los proyectos de reforma, que darían como resultado la definición más o menos coherente de técnica penitenciaria; luego, la utilización de este proyecto, y finalmente la comprobación de su éxito o de su fracaso. Ha habido de hecho un "telescopaje" o, en todo caso, una distribución distinta de esos elementos. Y como el proyecto de una técnica correctiva ha acompañado el principio de una detención punitiva, la crítica de la prisión y de sus métodos aparece muy pronto, en esos mismos años 1820-1845. Por lo demás, cristaliza en cierto número de formulaciones que —salvo las cifras— se repiten hoy casi sin ningún cambio.

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