Read Vigilar y Castigar Online
Authors: Michael Foucault
La penalidad de detención fabricaría, pues —de ahí sin duda su longevidad—, un ilegalismo cerrado, separado y útil. El circuito de la delincuencia no sería el subproducto de una prisión que al castigar no lograría corregir; sería el efecto directo de una penalidad que, para administrar las prácticas ilegalistas, introduciría algunas en un mecanismo de "castigo-reproducción" del que la prisión formaría uno de los elementos principales. Pero, ¿por qué y cómo la prisión sería llamada a desempeñar el trabajo de fabricación de una delincuencia a la cual se supone que combate?
El establecimiento de una delincuencia que constituye como un ilegalismo cerrado ofrece, en efecto, cierto número de ventajas. Es posible en primer lugar controlarla (señalando los individuos, operando infiltraciones en el grupo, organizando la delación mutua). Al hormigueo impreciso de una población que practica un ilegalismo ocasional, susceptible siempre de propagarse, o también a esas partidas indeterminadas de vagabundos que, al azar de sus correrías y de las circunstancias, van reclutando obreros sin empleo, mendigos y rebeldes, y que aumentan a veces —se vio a fines del siglo XVIII— hasta el punto de formar unas fuerzas terribles de saqueo y de rebelión, los sustituye un grupo relativamente restringido y cerrado de individuos sobre los cuales es posible efectuar una vigilancia constante. Además, puede orientarse a esta delincuencia replegada sobre sí misma hacia formas de ilegalismo que son las menos peligrosas: mantenida por la presión de los controles en el límite de la sociedad, reducida a unas condiciones de existencia precarias, sin vínculo con una población que hubiera podido sostenerla (como se hacía hasta no ha mucho con los contrabandistas o ciertas formas de bandidismo),
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los delincuentes se vuelven fatalmente hacia una criminalidad localizada, sin poder de atracción, políticamente sin peligro y económicamente sin consecuencias. Ahora bien, este ilegalismo concentrado, controlado y desarmado es directamente útil. Puede serlo con relación a otros ilegalismos: aislado junto a ellos, replegado sobre sus propias organizaciones internas, concentrado en una criminalidad violenta cuyas primeras víctimas suelen ser las clases pobres, cercado por todas partes por la policía, expuesto a largas penas de prisión, y después a una vida definitivamente "especializada", la delincuencia, ese mundo distinto, peligroso y a menudo hostil, bloquea o al menos mantiene a un nivel bastante bajo las prácticas ilegalistas corrientes (pequeños robos, pequeñas violencias, rechazos o rodeos cotidianos de la ley), y les impide desembocar en formas amplias y manifiestas, algo así como si el efecto de ejemplo que en otro tiempo se le pedía a la resonancia de los suplicios se buscara ahora menos en el rigor de los castigos que en la existencia visible, marcada, de la propia delincuencia. Al diferenciarse de los otros ilegalismos populares, la delincuencia pesa sobre ellos.
Pero la delincuencia es además susceptible de una utilización directa. El ejemplo de la colonización acude al pensamiento. No es, sin embargo, el más convincente. En efecto, si la deportación de los criminales fue pedida repetidas veces bajo la Restauración, ya sea por la Cámara de Diputados, ya por los Consejos generales, era esencialmente para aliviar las cargas financieras exigidas por todo el aparato de la detención; y a pesar de todos los proyectos que pudieron hacerse bajo la monarquía de Julio para que los delincuentes, los soldados indisciplinados, las prostitutas y los niños expósitos pudieran participar en la colonización de Argelia, ésta fue formalmente excluida por la ley de 1854, que creaba los presidios coloniales. De hecho, la deportación a la Guayana o más tarde a Nueva Caledonia no tuvo importancia económica real, a pesar de la obligación para los condenados de permanecer en la colonia en que habían purgado su pena un número de años igual por lo menos al de su tiempo de detención (en algunos casos, debían incluso permanecer allí toda la vida).
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De hecho, la utilización de la delincuencia como medio a la vez separado y manejable se ha realizado sobre todo en los márgenes de la legalidad. Es decir que allí se ha establecido también en el siglo XIX una especie de ilegalismo subordinado, y cuya organización en delincuencia, con todas las vigilancias que ello implica, garantiza la docilidad. La delincuencia, ilegalismo sometido, es un agente para el ilegalismo de los grupos dominantes. El establecimiento de los sistemas de prostitución en el siglo XIX es característico a este respecto:
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los controles de policía y de sanidad sobre las prostitutas, su paso regular por la prisión, la organización en gran escala de las mancebías, la jerarquía puntual que se mantenía en el medio de la prostitución, su encuadramiento por los delincuentes-confidente; todo esto permitía canalizar y recuperar por una serie entera de intermediarios los enormes provechos sobre un placer sexual que una moralización cotidiana cada vez más insistente condenaba a una semiclandestinidad y volvía naturalmente costoso. En la formación de un precio del placer, en la constitución de un provecho de la sexualidad reprimida y en la recuperación de este provecho, el medio delincuente ha sido cómplice de un puritanismo interesado: un agente fiscal ilícito sobre prácticas ilegales.
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Los tráficos de armas, los de alcohol en los países de prohibición, o más recientemente los de la droga demostrarían de la misma manera este funcionamiento de la "delincuencia útil": la existencia de una prohibición legal crea en torno suyo un campo de prácticas ¡legalistas sobre el cual se llega a ejercer un control y a obtener un provecho ilícito por el enlace de elementos, ¡legalistas ellos también, pero que su organización en la delincuencia ha vuelto manejables. La delincuencia es un instrumento para administrar y explotar los ilegalismos.
Es también un instrumento para el ilegalismo que forma en torno suyo el ejercicio mismo del poder. La utilización política de los delincuentes —en forma de soplones, de confidentes, de provocadores— era un hecho admitido mucho antes del siglo XIX
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Pero después de la Revolución, esta práctica ha adquirido unas dimensiones completamente distintas: la infiltración de los partidos políticos y de las asociaciones obreras, el reclutamiento de hombres de mano contra los huelguistas y los promotores de motines, la organización de una subpolicía —trabajando en relación directa con la policía legal y capaz en el límite de convertirse en una especie de ejército paralelo—, todo un funcionamiento extralegal del poder ha sido llevada a cabo de una parte por la masa de maniobra constituida por los delincuentes: policía clandestina y ejército de reserva del poder. Parece ser que en Francia haya sido en torno de la Revolución de 1848 y de la toma del poder por Luis Napoleón cuando esas prácticas llegaron a su pleno florecimiento.
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Puede decirse que la delincuencia, solidificada por un sistema penal centrado sobre la prisión, representa una desviación de ilegalismo para los circuitos de provecho y de poder ilícitos de la clase dominante.
La organización de un ilegalismo aislado y cerrado sobre la delincuencia no habría sido posible sin el desarrollo de los controles policíacos. Vigilancia general de la población, vigilancia "muda, misteriosa, inadvertida... son los ojos del gobierno abiertos incesantemente y velando de manera indistinta sobre todos los ciudadanos, sin someterlos por eso a ninguna medida de coerción cualquiera... Esta vigilancia no necesita estar escrita en la ley".
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Vigilancia particular y prevista por el Código de 1810 de los criminales liberados y de todos aquellos que, habiendo pasado ya ante la justicia por hechos graves, se presume legalmente que hayan de atentar de nuevo al reposo de la sociedad. Pero vigilancia también de medios y de grupos considerados como peligrosos por los soplones o los confidentes casi todos los cuales son antiguos delincuentes, controlados a tal título por la policía: la delincuencia, objeto entre otros de la vigilancia policíaca, es uno de sus instrumentos privilegiados. Todas estas vigilancias suponen la organización de una jerarquía en parte oficial, en parte secreta (era esencialmente en la policía parisiense el "servicio de seguridad" el que contaba, aparte de los "agentes ostensibles" —inspectores y brigadieres—, con los "agentes secretos" y con los confidentes a quienes mueve el temor del castigo o el señuelo de una recompensa).
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Suponen también la disposición de un sistema documental cuyo centro lo constituyen la localización y la identificación de los criminales: señalización obligatoria unida a las órdenes de captura y a las sentencias de los tribunales, señalización consignada en los registros de encarcelamiento de las prisiones, copia de registros de audiencias y de tribunales correccionales enviada cada tres meses a los ministerios de Justicia y de la Policía general, organización algo más tarde en el ministerio del Interior de un "fichero" con repertorio alfabético que recapitula aquellos registros, utilización hacia 1833 según el método de los "naturalistas, de los bibliotecarios, de los comerciantes, de los hombres de negocios" de un sistema de fichas o boletines individuales, que permite integrar fácilmente los datos nuevos, y al mismo tiempo, con el nombre del individuo buscado, todos los datos que pudieran aplicársele.
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La delincuencia, con los agentes ocultos que procura, pero también con el rastrillado generalizado que autoriza, constituye un medio de vigilancia perpetua sobre la población: un aparato que permite controlar, a través de los propios delincuentes, todo el campo social. La delincuencia funciona como un observatorio político. A su vez, los estadísticos y los sociólogos han hecho uso de él, mucho después que los policías.
Pero esta vigilancia no ha podido funcionar sino emparejada con la prisión. Porque ésta facilita un control de los individuos cuando quedan en libertad, porque ésta permite el reclutamiento de confidentes y multiplica las denuncias mutuas, porque ésta pone a los infractores en contacto unos con otros, precipita la organización de un medio delincuente cerrado sobre sí mismo, pero que es fácil de controlar; y todos los efectos de desinserción que provoca (desempleo, prohibición de residencia, residencia forzada, puestas a disposición) abren ampliamente la posibilidad de imponer a los antiguos detenidos las obligaciones que se les asignan. Prisión y policía forman un dispositivo acoplado; entre las dos garantizan en todo el campo de los ilegalismos la diferenciación, el aislamiento y la utilización de una delincuencia. En los ilegalismos, el sistema policía-prisión aisla una delincuencia manejable. Ésta, con su especificidad, es un efecto del sistema; pero pasa a ser también uno de sus engranajes y de sus instrumentos. De suerte que habría que hablar de un conjunto cuyos tres términos (policía-prisión-delincuencia) se apoyan unos sobre otros y forman un circuito que jamás se interrumpe. La vigilancia policíaca suministra a la prisión los infractores que ésta trasforma en delincuentes, que además de ser el blanco de los controles policíacos, son sus auxiliares, y estos últimos devuelven regularmente algunos de ellos a la prisión.
No hay una justicia penal destinada a perseguir todas las prácticas ilegales y que, para hacerlo, utilice la policía como auxiliar, y como instrumento punitivo la prisión, a costa de dejar como rastro de su acción el residuo inasimilable de la "delincuencia". Hay que ver en esta justicia un instrumento para el control diferencial de los ilegalismos. Respecto de él, la justicia criminal desempeña el papel de garantía legal y de principio de trasmisión. Es un enlace en una economía general de los ilegalismos, cuyos otros elementos son (no por bajo de ella, sino al lado de ella) la policía, la prisión y la delincuencia. El rebasamiento de la justicia por la policía, la fuerza de inercia que la institución carcelaria opone a la justicia no es cosa nueva, ni el efecto de una esclerosis o de un progresivo desplazamiento del poder; es una característica de estructura que marca los mecanismos punitivos en las sociedades modernas. Por más que digan los magistrados, la justicia penal con todo su aparato de espectáculo está hecha para responder a la demanda cotidiana de un aparato de control sumido a medias en la sombra que tiende a engranar, una con otra, policía y delincuencia. Los jueces son sus empleados apenas reacios.
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Ayudan en la medida de sus medios a la constitución de la delincuencia, es decir, a la diferenciación de los ilegalismos, al control, a la colonización y a la utilización de algunos de ellos por el ilegalismo de la clase dominante.
De este proceso que se desarrolló en los treinta o cuarenta primeros años del siglo XIX, son testimonio dos figuras. Vidocq en primer lugar. Fue
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el hombre de los viejos ilegalismos, un Gil Blas del otro extremo del siglo y que se desliza rápidamente hacia lo peor: turbulencias, aventuras, engaños, de los que con la mayor frecuencia fue víctima, riñas y duelos; alistamientos y deserciones en cadena, encuentros con el medio de la prostitución, del juego y de la ratería, y pronto del gran bandolerismo. Pero la importancia casi mítica que ha adquirido a los ojos mismos de sus contemporáneos no se debe a ese pasado, quizá embellecido; no se debe siquiera al hecho de que, por primera vez en la historia, un antiguo presidiario, rescatado o comprado, haya llegado a jefe de policía, sino más bien al hecho de que, en él, la delincuencia ha asumido visiblemente su estatuto ambiguo de objeto y de instrumento para un aparato de policía que trabaja contra ella y con ella. Vi-docq marca el momento en que la delincuencia, desgajada de los otros ilegalismos, se encuentra investida por el poder, y convertida. Entonces es cuando se opera el acoplamiento directo e institucional de la policía y la delincuencia. Momento inquietante en que la criminalidad se convierte en uno de los engranajes del poder. Una figura había llenado las épocas precedentes: la del rey monstruoso, fuente de toda justicia y, sin embargo, manchado de crímenes; otro temor aparece, el de un entendimiento misterioso turbio entre quienes hacen valer la ley y quienes la violan. Se acabó la época shakespeariana en que la soberanía se enfrentaba con la abominación en un mismo personaje; pronto comenzará el melodrama cotidiano del poder policíaco y de las complicidades que el crimen establece con el poder.