Vigilar y Castigar (46 page)

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Authors: Michael Foucault

Pero, ¿por qué haber elegido este momento como punto de llegada en la formación de cierto arte de castigar, que es todavía casi el nuestro? Precisamente porque esta elección es un poco "injusta". Porque sitúa el "término" del proceso en las naves laterales del derecho criminal. Porque Mettray es una prisión, pero defectuosa: prisión, puesto que en ella se encerraba a los jóvenes delincuentes condenados por los tribunales; y sin embargo, había en cierto modo otra cosa, ya que se encerraba allí a unos menores que habían sido inculpados pero absueltos en virtud del artículo 66 del Código, y a unos detenidos internados, como en el siglo XVIII, invocando la corrección paternal. Mettray, modelo punitivo, se halla en el límite de la penalidad estricta. Ha sido la más famosa de toda una serie de instituciones que, mucho más allá de las fronteras del derecho criminal, han constituido lo que pudiera llamarse el archipiélago carcelario.

Los principios generales, los grandes códigos y las legislaciones lo habían dicho en efecto, sin embargo; no hay prisión "fuera de la ley", no hay detención que no haya sido decidida por una institución judicial calificada, se acabaron esos encierros arbitrarios y, no obstante, masivos. Ahora bien, el principio mismo del encarcelamiento extrapenal jamás fue abandonado en la realidad.
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Y si bien el aparato del gran encierro clásico fue desmantelado en parte (y en parte solamente), muy pronto fue reactivado, reorganizado, desarrollado en ciertos puntos. Pero lo que es más importante todavía es que fue homogeneizado por intermedio de la prisión, de una parte con los castigos legales, y de otra parte con los mecanismos disciplinarios. Las fronteras, que ya estaban confundidas en la época clásica entre el encierro, los castigos judiciales y las instituciones de disciplina, tienden a borrarse para constituir un gran continuo carcelario que difunde las técnicas penitenciarias hasta las más inocentes disciplinas, trasmite las normas disciplinarias hasta el corazón del sistema penal y hace pesar sobre el menor ilegalismo, sobre la más pequeña irregularidad, desviación o anomalía, la amenaza de la delincuencia. Una red carcelaria sutil, desvanecida, con unas instituciones compactas pero también unos procedimientos carcelarios y difusos, ha tomado a su cargo el encierro arbitrario, masivo, mal integrado, de la época clásica.

No procede reconstituir aquí todo ese tejido que forma el entorno primero y mediato y luego cada vez más lejano de la prisión. Basten algunos puntos de referencia para apreciar la amplitud, y algunos datos para medir la precocidad.

Ha habido las secciones agrícolas de las casas centrales (el primer ejemplo de las cuales fue Gaillon en 1824, seguido más tarde por Fontevrault, Les Douaires, Le Boulard); ha habido las colonias para niños pobres, abandonados y vagabundos (Petit-Bourg en 1840, Ostwald en 1842); ha habido los refugios, las casas de caridad, las de misericordia destinadas a las mujeres culpables que "retroceden ante el pensamiento de volver a una vida de desorden", para las "pobres inocentes a quienes la inmoralidad de su madre expone a una perversidad precoz", o para las muchachas pobres a quienes se encuentra a la puerta de los hospitales y de las habitaciones que se alquilan amuebladas. Ha habido las colonias penitenciarias previstas por la ley de 1850: los menores, absueltos, o condenados, debían ser allí "educados en común bajo una disciplina severa, y aplicados a los trabajos de la agricultura, así como a las principales industrias que se relacionan con ella", y más tarde vendrían a reunirse con ellos los menores confinables y "los pupilos viciosos y prófugos de la Asistencia pública".
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Y, alejándose cada vez más de la penalidad propiamente dicha, los círculos carcelarios se ensanchan y la forma de la prisión se atenúa lentamente antes de desaparecer por completo: las instituciones para niños abandonados o indigentes, los orfanatos (como Neuhof o el Mesnil-Firmin), los establecimientos para aprendices (como el Bethléem de Reims o la Maison de Nancy); más lejos todavía las fábricas-convento, como la de La Sauvagère, y después la de Tarare y de Jujurieu (donde las obreras entran hacia la edad de trece años, viven encerradas durante unos cuantos y no salen sino bajo vigilancia; no reciben salario, sino gajes modificados por primas de celo y de buena conducta, que no cobran hasta su salida). Y todavía ha habido además una serie entera de dispositivos que no reproducen la prisión "compacta", pero utilizan algunos de los mecanismos carcelarios: sociedades de patronato, obras de moralización, oficinas que a la vez distribuyen los socorros y establecen la vigilancia, ciudades y alojamientos obreros, cuyas formas primitivas y más toscas llevan aún de manera muy legible las marcas del sistema penitenciario.
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Y finalmente, esta gran trama carcelaria coincide con todos los dispositivos disciplinarios, que funcionan diseminados en la sociedad.

Se ha visto que la prisión trasformaba, en la justicia penal, el procedimiento punitivo en técnica penitenciaria; en cuanto al archipiélago carcelario, trasporta esta técnica de institución penal al cuerpo social entero. Y ello con varios efectos importantes.

1) Este vasto dispositivo establece una gradación lenta, continua, imperceptible, que permite pasar como de una manera natural del desorden a la infracción y en sentido inverso de la trasgresión de la ley a la desviación respecto de una regla, de una media, de una exigencia, de una norma. En la época clásica, a pesar de cierta referencia común a la falta en general,
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el orden de la infracción, el orden del pecado y el de la mala conducta se mantenían separados en la medida en que dependían de criterios y de instancias distintos (la penitencia, el tribunal, el encierro). El encarcelamiento con sus mecanismos de vigilancia y de castigo funciona por el contrario según un principio de relativa continuidad. Continuidad de las propias instituciones que remiten las unas a las otras (de la asistencia al orfanato, a la ¿asa de corrección, a la penitenciaría, al batallón disciplinario, a la prisión; de la escuela a la sociedad de patronato, al obrador, al refugio, al convento penitenciario; de la ciudad obrera al hospital, a la prisión). Continuidad de los criterios y de los mecanismos punitivos que a partir de la simple desviación hacen progresivamente más pesada la regla y agravan la sanción. Gradación continua de las autoridades instituidas, especializadas y competentes (en el orden del saber y en el orden del poder) que, sin arbitrariedad, pero según los términos de reglamentos, por vía de atestiguación y de medida jerarquizan, diferencian, sancionan, castigan, y conducen poco a poco de la sanción de las desviaciones al castigo de los crímenes. Lo "carcelario", con sus formas múltiples, difusas o compactas, sus instituciones de control o de coacción, de vigilancia discreta y de coerción insistente, establece la comunicación cualitativa y cuantitativa de los castigos; pone en serie o dispone según unos empalmes sutiles las pequeñas y las grandes penas, los premios
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los rigores, las malas notas y las menores condenas. Tú acabarás en presidio, puede decir la menor de las disciplinas; y la más severa de las prisiones dice al sentenciado a perpetuidad: yo advertiré la menor desviación de tu conducta. La generalidad de la función punitiva que el siglo XVIII buscaba en la técnica "ideológica" de las representaciones y de los signos tiene ahora como soporte la extensión, la armazón material, compleja, dispersa pero coherente, de los distintos dispositivos carcelarios. Por ello mismo, cierto significado común circula entre la primera de las irregularidades y el último de los crímenes: ya no es la falta, tampoco es ya el atentado al interés común, es la desviación y la anomalía; esto es lo que obsesiona a la escuela, al tribunal, al asilo o a la prisión. Generaliza del lado del sentido la función que lo carcelario generaliza del lado de la táctica. El adversario del soberano, y después el enemigo social se ha trasformado en un desviacionista que lleva consigo el peligro múltiple del desorden, del crimen, de la locura. El sistema carcelario empareja, según unas relaciones múltiples, las dos series, largas y múltiples, de lo punitivo y de lo anormal.

2) Lo carcelario, con sus canales, permite el reclutamiento de los grandes "delincuentes". Organiza lo que podría llamarse las "carreras disciplinarias" en las que, bajo el aspecto de las exclusiones y de los rechazos, se opera un trabajo completo de elaboración. En la época clásica, se abría en los confines o los intersticios de la sociedad el dominio confuso, tolerante y peligroso del "fuera de la ley" o al menos de lo que se sustraía a las presas directas del poder: espacio vago que era para la criminalidad un lugar de formación y una región de refugio; en él se encontraban, en idas y venidas aventuradas, la pobreza, el desempleo, la inocencia perseguida, el ardid, la lucha contra los poderosos, el rechazo de las obligaciones y de las leyes, el crimen organizado; era el espacio de la aventura que Gil Blas, Sheppard o Mandrin recorrían minuciosamente cada uno a su manera. El siglo XIX, por medio del juego de las diferenciaciones y de las ramificaciones disciplinarias, ha construido unos canales rigurosos que, en el corazón del sistema, encauzan la docilidad y fabrican la delincuencia por los mismos mecanismos. Ha habido una especie de "formación" disciplinaria, continua y coactiva, que tiene cierta relación con el curso pedagógico y con el escalafón profesional. Diséñanse de este modo unas carreras tan seguras, tan fatales, como las de la función pública: patronatos y sociedades de socorros, colocaciones a domicilio, colonias penitenciarias, batallones de disciplina, prisiones, hospitales, hospicios. Estos escalafones estaban ya muy bien localizados a principios del siglo XIX: "Nuestros establecimientos de beneficencia presentan un conjunto admirablemente coordinado por medio del cual el indigente no permanece un momento sin socorro desde su nacimiento hasta la tumba. Seguid al infortunado: lo veréis nacer en medio de los expósitos; de ahí pasa al hospicio y después a las salas del asilo, de donde sale a los seis años para entrar en la escuela primaria y más tarde en las escuelas de adultos. Si no puede trabajar, se le inscribe en las oficinas de beneficencia de su distrito, y si cae enfermo puede elegir entre 12 hospitales... En fin, cuando el pobre de París llega al fin de su carrera, 7 hospicios aguardan su vejez y a menudo su régimen sano prolonga sus días inútiles bastante más allá del término a que llega el rico."
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El sistema carcelario no rechaza lo inasimilable arrojándolo a un infierno confuso: no tiene exterior. Toma de un lado lo que parece excluir del otro. Lo economiza todo, incluido lo que sanciona. No consiente en perder siquiera lo que ha querido descalificar. En esta sociedad panóptica de la que el encarcelamiento es la armadura omnipresente, el delincuente no está fuera de la ley; está, y aun desde el comienzo, en la ley, en el corazón mismo de la ley, o al menos en pleno centro de esos mecanismos que hacen pasar insensiblemente de la disciplina a la ley, de la desviación a la infracción. Si bien es cierto que la prisión sanciona la delincuencia, ésta, en cuanto a lo esencial, se fabrica en y por un encarcelamiento que la prisión, a fin de cuentas, prolonga a su vez. La prisión no es sino la continuación natural, nada más que un grado superior de esa jerarquía recorrida paso a paso. El delincuente es un producto de institución. Es inútil por consiguiente asombrarse de que, en una proporción considerable, la biografía de los condenados pase por todos esos mecanismos y establecimientos de los que fingimos creer que estaban destinados a evitar la prisión. Puede encontrarse en esto, si se quiere, el indicio de un "carácter" delincuente irreductible: el recluso de Mende ha sido cuidadosamente producido a partir del niño de correccional, de acuerdo con las líneas de fuerza del sistema carcelario generalizado. E inversamente, el lirismo de la marginalidad puede muy bien encantarse con la imagen del "fuera de la ley", gran nómada social que merodea en los confines del orden dócil y amedrentado. No es en los márgenes, y por un efecto de destierros sucesivos como nace la criminalidad, sino gracias a inserciones cada vez más compactas, bajo unas vigilancias cada vez más insistentes, por una acumulación de las coerciones disciplinarías. En una palabra, el archipiélago carcelario asegura, en las profundidades del cuerpo social, la formación de la delincuencia a partir de los ilegalismos leves, la recuperación de éstos por aquélla y el establecimiento de una criminalidad especificada.

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Pero el efecto más importante quizá del sistema carcelario y de su extensión mucho más allá de la prisión legal, es que logra volver natural y legítimo el poder de castigar, y rebajar al menos el umbral de tolerancia a la penalidad. Tiende a borrar lo que puede haber de exorbitante en el ejercicio del castigo. Y esto haciendo jugar uno con respecto del otro los dos registros en que se despliega: el —legal— de la justicia, y el —extralegal— de la disciplina. En efecto, la gran continuidad del sistema carcelario de una y otra parte de la ley y de sus sentencias procura una especie de garantía legal a los mecanismos disciplinarios, a las decisiones y a las sanciones que emplean. De un extremo a otro de este sistema, que comprende tantas instituciones "regionales", relativamente autónomas e independientes, se trasmite, con la "forma-prisión", el modelo de la gran justicia. Los reglamentos de las casas de disciplina pueden reproducir la ley, las sanciones imitar los veredictos y las penas, la vigilancia repetir el modelo policiaco; y por encima de todos estos establecimientos múltiples, la prisión, que es respecto de todos ellos una forma pura, sin mezcla ni atenuación, les da una especie de garantía estatal. Lo carcelario, con su largo desvanecido que se extiende del presidio o de la reclusión criminal hasta los encuadramientos difusos y ligeros, comunica un tipo de poder que la ley valida y que la justicia utiliza como su arma preferida. ¿Cómo las disciplinas y el poder que en ellas funciona podrían aparecer como arbitrarios, cuando no hacen sino poner en acción los mecanismos de la propia justicia, a reserva de atenuar su intensidad? ¿Cuando que, si generalizan los efectos, si ¡os trasmiten hasta los últimos escalones, es para evitar sus rigores? La continuidad carcelaria y la difusión de la forma-prisión permiten legalizar, o en todo caso legitimar, el poder disciplinario que de esta manera elude lo que puede llevar en sí de exceso o de abuso.

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