Read Vigilar y Castigar Online
Authors: Michael Foucault
De ahí una utilización de la nota roja que no tiene simplemente por objetivo volver contra el adversario el reproche de inmoralidad, sino hacer que aparezca el juego de fuerzas que se oponen entre sí.
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analiza los casos penales como un enfrenta-miento codificado por la "civilización", los grandes crímenes no como monstruosidades sino como la reacción fatal y la rebelión de lo reprimido,
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y los pequeños ilegalismos no como los márgenes necesarios de la sociedad sino como el fragor central de la batalla que se desarrolla.
Coloquemos ahí, después de Vidocq y Lacenaire, un personaje más. Éste no ha hecho más que una breve aparición; su notoriedad apenas si ha durado más de un día. No era sino la figura pasajera de los ilegalismos menores: un niño de trece años, sin domicilio ni familia, inculpado de vagancia y a quien una sentencia de dos años de correccional colocó por largo tiempo sin duda en los circuitos de la delincuencia. Habría indudablemente pasado sin dejar rastro, de no haber opuesto al discurso de la ley que lo convertía en delincuente (en nombre de las disciplinas más todavía que según los términos del código) el discurso de un ilegalismo que se mantenía reacio a estas coerciones. Y que hacía valer la indisciplina de una manera sistemáticamente ambigua como el orden desordenado de la sociedad y como la afirmación de derechos irreductibles. Todos los ilegalismos que el tribunal codifica como infracciones, el acusado los reformuló como la afirmación de una fuerza viva: la ausencia de habitat como vagabundeo, la ausencia de amo como autonomía, la ausencia de trabajo como libertad, la ausencia de empleo del tiempo como plenitud de los días y de las noches. Este enfrentamiento del ilegalismo con el sistema disciplina-penalidad-delincuencia fue percibido por los contemporáneos o más bien por el periodista que se encontraba allí como el efecto cómico de la ley criminal frente a frente de los hechos menudos de la indisciplina. Y era exacto: el caso mismo y el veredicto que siguió se hallan realmente en el corazón del problema de los castigos legales en el siglo XIX. La ironía por la cual trata el juez de envolver la indisciplina en la majestad de la ley y la insolencia por la cual reinscribe el acusado la indisciplina en los derechos fundamentales constituyen para la penalidad una escena ejemplar.
Lo cual nos ha valido sin duda la información de la
Gazette des tribunaux:
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"El presidente: Se debe dormir en casa. Béasse: ¿Acaso tengo yo casa? —Vive usted en una vagancia perpetua. —Trabajo para ganarme la vida. —¿Cuál es su profesión? —Mi profesión ... En primer lugar tengo treinta y seis por lo menos, pero no trabajo en casa de nadie. Hace ya algún tiempo que trabajo para mí. Tengo mis profesiones de día y de noche. Así, por ejemplo, de día, distribuyo pequeños impresos gratis a los transeúntes; corro detrás de las diligencias, a su llegada, para llevar los paquetes; me paseo por la avenida de Neuilly; por la noche, tengo los espectáculos; abro las portezuelas, vendo contraseñas; estoy bastante ocupado. —Más le valdría estar colocado en una buena casa y hacer en ella su aprendizaje. —Caramba, una buena casa, un aprendizaje... ¡Es muy fastidioso! Además, el señor de la casa siempre está gruñendo, y luego no hay libertad. —¿No lo reclama a usted su padre? —No hay tal padre. —¿Y su madre? —Tampoco, ni parientes, ni amigos: libre e independiente." Al oír su sentencia a dos años de correccional, Béasse "hace una mueca muy fea, y después, recobrando su buen humor: 'Dos años no son, después de todo, más que veinticuatro meses. En marcha.' "
Esta escena es la que
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ha reproducido. Y la importancia que le concede, el desmontaje muy lento, muy escrupuloso que hace de ella, demuestra que los fourieristas veían en un caso tan cotidiano un juego de fuerzas fundamentales. De un lado la de la "civilización", representada por el presidente, "legalidad viva, espíritu y letra de la ley". Tiene su sistema de coerción que parece ser el Código y que de hecho es la disciplina. Es preciso tener un lugar, una localización, una inserción coactiva: "Se duerme en casa, dice el presidente; porque en efecto, para él, todo debe tener un domicilio, una morada espléndida o ínfima, poco le importa; no está encargado de ocuparse de ello; de lo que está encargado es de obligar a ello a todo individuo." Es preciso además tener una profesión, una identidad reconocible, una individualidad fijada de una vez para siempre: "¿Cuál es su profesión? Esta pregunta es la expresión más simple del orden que se establece en la sociedad; la vagancia le repugna y la perturba; es preciso tener una profesión estable, continua, de larga duración, pensamientos de porvenir, de establecimiento futuro, para tranquilizarla contra todo ataque." Es preciso en fin tener un amo, hallarse inserto y situado en el interior de una jerarquía; no se existe sino fijo en unas relaciones definidas de dominación: "¿En casa de quién trabaja usted? Es decir, puesto que no es usted amo, preciso es que sea servidor, cualesquiera que sean las condiciones; no se trata de la satisfacción de la persona de usted; se trata del orden que hay que mantener." Frente a la disciplina con rostro de ley, se tiene el ilegalismo que se hace pasar por un derecho; más que por la infracción, es por la indisciplina por lo que ocurre la ruptura. Indisciplina del lenguaje: la incorrección de la gramática y el tono de las réplicas "indican una escisión violenta entre el acusado y la sociedad que por medio del presidente se dirige a él en términos correctos". Indisciplina que es la de la libertad nativa e inmediata: "Comprende que el aprendiz, el obrero es esclavo y que la esclavitud es triste ... Esta libertad, esta necesidad de movimiento de que está poseído, comprende que no seguiría gozando de ella en el orden ordinario... Prefiere la libertad, aunque fuera desorden; ¿qué le importa? Es la libertad, es decir el desarrollo más espontáneo de su individualidad, desarrollo salvaje, y por consiguiente brutal y limitado, pero desarrollo natural e instintivo." Indisciplina en las relaciones familiares: poco importa que el niño perdido haya sido abandonado o se haya liberado voluntariamente, porque "no ha podido tampoco soportar la esclavitud de la educación en casa de los padres o de unos extraños". Y a través de todas estas pequeñas indisciplinas, es finalmente, la "civilización" entera la que se encuentra recusada, y el "salvajismo" lo que sale a la luz: "Es trabajo, es holgazanería, es despreocupación, es libertinaje: es todo, excepto el orden; salvo la diferencia de las ocupaciones y de los excesos, es la vida del salvaje, al día y sin un mañana."
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Indudablemente los análisis de
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no pueden ser considerados como representativos de las discusiones que los periódicos populares tenían entabladas en aquella época respecto de los crímenes y la penalidad. Pero se sitúan, no obstante, en el contexto de dicha polémica. Las lecciones de
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no han sido perdidas por completo. Ellas son las que fueron despertadas por el eco muy amplio que respondió a los anarquistas cuando, en la segunda mitad del siglo XIX, y tomando como punto de ataque el aparato penal, plantearon el problema político de la delincuencia; cuando pensaron reconocer en ella la forma más combativa del rechazo de la ley; cuando intentaron menos heroificar la rebelión de los delincuentes que desanexionar la delincuencia con relación a la legalidad y al ilegalismo burgués que la habían colonizado; cuando quisieron restablecer o constituir la unidad política de los ilegalismos populares.
Si tuviera que fijar la fecha en que termina la formación del sistema carcelario, no eligiría la de 1810 y el Código penal, ni aun la de 1844, con la ley que fijaba el principio del internamiento celular. No elegiría quizá la de 1838, en que fueron publicados, sin embargo, los libros de Charles Lucas, de Moreau-Christophe y de Faucher sobre la reforma de las prisiones. Sino el 22 de enero de 1840, fecha de la apertura oficial de Mettray. O quizá mejor, aquel día, de una gloria sin calendario, en que un niño de Mettray agonizaba diciendo: "¡Qué lastima tener que dejar tan pronto la colonial"
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Era la muerte del primer santo penitenciario. Muchos bienaventurados han ido sin duda a reunirse con él, si es cierto que los colonos solían decir, para cantar las alabanzas de la nueva política punitiva del cuerpo: "Preferiríamos los golpes, pero la celda nos conviene más."
¿Por qué Mettray? Porque es la forma disciplinaria en el estado más intenso, el modelo en el que se concentran todas las tecnologías coercitivas del comportamiento. Hay en él algo "del claustro, de la prisión, del colegio, del regimiento". Los pequeños grupos, fuertemente jerarquizados, entre los que se hallan repartidos los detenidos, se reducen simultáneamente a cinco modelos: el de la familia (cada grupo es una "familia" compuesta de "hermanos" y de dos "mayores"); el del ejército (cada familia, mandada por un jefe, está dividida en dos secciones cada una de las cuales tiene un subjefe; cada detenido tiene un número de matrícula y debe aprender los ejercicios militares esenciales; todos los días se pasa una revista de aseo, y todas las semanas una revista de indumentaria; lista tres veces al día); el del taller, con jefes y contramaestres que aseguran el encuadramiento en el trabajo y el aprendizaje de los más jóvenes; el de la escuela (una hora y media de clase al día; la enseñanza la dan el maestro y los subjefes); y finalmente, el modelo judicial: todos los días se hace en el locutorio una "distribución de justicia". "La menor desobediencia tiene su castigo y el mejor medio de evitar delitos graves es castigar muy severamente las faltas más ligeras: una palabra inútil se reprime en Mettray." El principal de los castigos que se infligen es el encierro en celda; porque "el aislamiento es el mejor medio de obrar sobre la moral de los niños; ahí es sobre todo donde la voz de la religión, aunque jamás haya hablado a su corazón, recobra todo su poder emotivo";
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toda la institución parapenal, que está pensada para no ser la prisión, culmina en la celda, sobre cuyas paredes está escrito en letras negras: "Dios os ve."
Esta superposición de modelos diferentes permite circunscribir, en lo que tiene de específico, la función de encauzamiento de la conducta. Los jefes y subjefes de Mettray no deben ser del todo ni jueces, ni profesores, ni contramaestres, ni suboficiales, ni "padres", sino un poco de todo esto y con un modo de intervención que es específico. Son en cierta manera unos técnicos del comportamiento: ingenieros de la conducta, ortopedistas de la individualidad. Tienen que fabricar unos cuerpos dóciles y capaces a la vez: controlan las nueve o diez horas de trabajo cotidiano (artesanal o agrícola); dirigen los desfiles, los ejercicios físicos, la escuela de pelotón, el acto de levantarse, el de acostarse, las marchas ritmadas por el clarín o el silbato; organizan la gimnasia,
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inspeccionan la limpieza, asisten a los baños. Educación que va acompañada de una observación permanente; sobre la conducta cotidiana de los colonos, se obtiene sin cesar un conocimiento; se la organiza como instrumento de apreciación perpetua: "A su entrada en la colonia, se somete al niño a una especie de interrogatorio para enterarse de su origen, de la situación de su familia, de la falta que lo ha conducido ante los tribunales y de todos los delitos que componen su breve y a menudo bien triste existencia. Estos informes se inscriben en un cuadro en el que se anotan sucesivamente todo cuanto concierne a cada colono, su estancia en la colonia y su colocación después de haber salido de ella."
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El modelado del cuerpo da lugar a un conocimiento del individuo, el aprendizaje de las técnicas induce modos de comportamiento y la adquisición de aptitudes se entrecruza con la fijación de relaciones de poder; se forman buenos agricultores vigorosos y hábiles; en este trabajo mismo, con tal de que se halle técnicamente controlado, se fabrican individuos sumisos, y se constituye sobre ellos un saber en el cual es posible fiarse. Doble efecto de esta técnica disciplinaria que se ejerce sobre los cuerpos: un "alma" que conocer y una sujeción que mantener. Un resultado autentifica este trabajo de encauzamiento
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la conducta: en 1848, en el momento en que "la fiebre revolucionaria apasionaba todas las imaginaciones, en el momento en que las escuelas de Angers, de La Fleche, de Alfort, y hasta los colegios se amotinaron, la apacibilidad de los colonos de Mettray pareció aumentar".
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Donde Mettray es ejemplar sobre todo es en la especificidad que allí se reconoce a esta operación de encauzamiento de la conducta. Coexiste junto a otras formas de control sobre las cuales se apoya: la medicina, la educación general, la dirección religiosa. Pero no se confunde en absoluto con ellas. Ni tampoco con la administración propiamente dicha. Jefes o subjefes de familia, instructores o contramaestres, los directivos vivían lo más cerca posible de los colonos; llevaban una indumentaria "casi tan humilde" como la suya; no se separaban de ellos prácticamente jamás, vigilándolos noche y día, y constituían entre ellos un sistema de observación permanente. Y para formarlos por sí mismos, se había organizado en la colonia una escuela especializada. El elemento esencial de su programa era someter a los directivos futuros a los mismos aprendizajes y a las mismas coerciones que a los propios detenidos: estaban "sometidos como alumnos a la disciplina que como profesores habrían de imponer más tarde". Se les enseñaba el arte de las relaciones de poder. Primera escuela normal de la disciplina pura: lo "penitenciario" no era allí simplemente un proyecto que buscara su garantía en la "humanidad" o sus fundamentos en una "ciencia"; sino una técnica que se aprende, se trasmite y obedece a unas normas generales. La práctica que normaliza por fuerza la conducta de los indisciplinados o los peligrosos puede ser, a su vez, por una elaboración técnica y una reflexión racional, "normalizada". La técnica disciplinaria se convierte en una "disciplina" que también tiene su escuela.
Ocurre que los historiadores de las ciencias humanas sitúan en esta época el acta de nacimiento de la psicología científica: según parece, Weber comenzó por los mismos años a manipular su pequeño compás para medir las sensaciones. Lo que ocurre en Mettray (y en los demás países de Europa un poco antes o un poco después) es evidentemente de un orden completamente distinto. Es la emergencia o más bien la especificación institucional y como el bautismo de un nuevo tipo de control —a la vez conocimiento y poder— sobre los individuos que resisten a la normalización disciplinaria. Y sin embargo, en la formación y desarrollo de la psicología, la aparición de estos profesionales de la disciplina, de la normalidad y del sometimiento, vale bien sin duda la medida de un umbral diferencial. Se dirá que la estimación cuantitativa de las respuestas sensoriales podía al menos invocar la autoridad de los prestigios de la fisiología naciente y que, con tal título, merece figurar en la historia de los conocimientos. Pero los controles de normalidad se hallan fuertemente enmarcados por una medicina o una psiquiatría que les garantizaban una forma de "cientificidad"; estaban apoyados en un aparato judicial que, de manera directa o indirecta, les aportaba su garantía legal. Así, al abrigo de estas dos considerables tutelas y sirviéndoles por lo demás de vínculo, o de lugar de intercambio, se desarrolló sin interrupción hasta hoy una técnica reflexiva del control de las normas. Los soportes institucionales y específicos de esos procedimientos se han multiplicado desde la pequeña escuela de Mettray; sus aparatos han aumentado en cantidad y en superficie; sus contactos se han multiplicado, con los hospitales, las escuelas, las administraciones públicas y las empresas privadas; sus agentes han proliferado en número, en poder, en calificación técnica; los técnicos de la indisciplina han proliferado. En la normalización del poder de normalización, en el acondicionamiento de un poder-saber sobre los individuos, Mettray y su escuela hacen época.