Read Vigilar y Castigar Online
Authors: Michael Foucault
Entre este aparato punitivo que proponen los modelos flamenco, inglés y norteamericano, entre estos "reformatorios" y todos los castigos imaginados por los reformadores, se pueden establecer los puntos de convergencia y las disparidades.
Puntos de convergencia. En primer lugar, la inversión temporal del castigo. Los "reformatorios" se atribuyen como función, ellos también, no la de borrar un delito, sino la de evitar que se repita. Son unos dispositivos dirigidos hacia el futuro, y dispuestos para bloquear la repetición del hecho punible. "El objeto de las penas no es la expiación del delito, cuya determinación se debe abandonar al Ser supremo; sino prevenir los delitos de la misma especie."
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Y en Pensilvania afirmaba Buxton que los principios de Montesquieu y de Beccaria debían tener ahora "fuerza de axiomas", "la prevención de los delitos es el único fin del castigo".
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No se castiga, pues, para borrar un crimen, sino para trasformar a un culpable (actual o virtual); el castigo debe llevar consigo cierta técnica correctiva. Aquí también, Rush se halla cercano a los juristas reformadores —a no ser, quizá, la metáfora que emplea— cuando dice: se han inventado máquinas que facilitan el trabajo; ¡cuánto más no se debería alabar a quien inventara "los métodos más rápidos y los más eficaces para volver a la virtud y a la felicidad a la parte más viciosa de la humanidad y para extirpar algo de todo el vicio que hay en el mundo!"
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En fin, los modelos anglosajones, como los proyectos de los legisladores y de los teóricos, exigen procedimientos para singularizar la pena: en su duración, su índole, su intensidad, la manera como se desarrolla, el castigo debe estar ajustado al carácter individual, y a lo que lleva en sí de peligroso para los demás. El sistema de las penas debe estar abierto a las variables individuales. En su esquema general, los modelos más o menos derivados del Rasphuis de Amsterdam no se hallaban en contradicción con lo que proponían los reformadores. Se podría incluso pensar a primera vista que no eran sino su desarrollo —o su esbozo— al nivel de las instituciones concretas.
Y, sin embargo, la disparidad se manifiesta no bien se trata de definir las técnicas de esta corrección individualizadora. Donde se marca la diferencia es en el procedimiento de acceso al individuo, la manera en que el poder punitivo hace presa en él, los instrumentos que emplea para asegurar dicha trasformación; es en la tecnología de la pena, no en su fundamento teórico; en la relación que establece con el cuerpo y el alma, y no en la manera en que se introduce en el interior del sistema del derecho.
Consideremos el método de los reformadores. ¿El punto sobre el que recae la pena, aquello por lo que ejerce presa sobre el individuo? Las representaciones: representación de sus intereses, representación de sus ventajas, de las desventajas, de su gusto y de su desagrado; y si ocurre que el castigo se apodera del cuerpo, aplicarle unas técnicas que no tienen nada que envidiar a los suplicios, es en la medida en que constituye —para el condenado y para los espectadores— un objeto de representación. ¿El instrumento por el cual se actúa sobre las representaciones? Otras representaciones, o más bien unos acoplamientos de ideas (crimen-castigo, ventaja imaginada del delito-desventaja advertida de los castigos); estos emparejamientos no pueden funcionar sino en el elemento de la publicidad: escenas punitivas que los establecen o los refuerzan a los ojos de todos, discursos que los hacen circular y revalorizan a cada instante el juego de los signos. El papel del delincuente en el castigo es el de reintroducir, frente al código y a los delitos, la presencia real del significado, es decir de esa pena que según los términos del código debe estar infaliblemente asociada a la infracción. Producir en abundancia y a la evidencia este significado, reactivar con ello el sistema significante del código, hacer funcionar la idea de delito como un signo de castigo, con esta moneda es con la que el malhechor paga su deuda a la sociedad. La corrección individual debe, pues, asegurar el proceso de recalificación del individuo como sujeto de derecho, por el fortalecimiento de los sistemas de signos y de las representaciones que hacen circular.
El aparato de la penalidad correctiva actúa de una manera completamente distinta. El punto de aplicación de la pena no es la representación, es el cuerpo, es el tiempo, son los gestos y las actividades de todos los días; el alma también, pero en la medida en que es asiento de hábitos. El cuerpo y el alma, como principios de los comportamientos, forman el elemento que se propone ahora a la intervención punitiva. Más que sobre un arte de representaciones, ésta debe reposar sobre una manipulación reflexiva del individuo: "Todo delito tiene su curación en la influencia física y moral"; es preciso, pues, para determinar los castigos, "conocer el principio de las sensaciones y de las simpatías que se producen en el sistema nervioso."
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En cuanto a los instrumentos utilizados, no son ya juegos de representación que se refuerzan y se hacen circular, sino formas de coerción, esquemas de coacción aplicados y repetidos. Ejercicios, no signos: horarios, empleos de tiempo, movimientos obligatorios, actividades regulares, meditación solitaria, trabajo en común, silencio, aplicación, respeto, buenas costumbres. Y finalmente lo que se trata de reconstituir en esta técnica de corrección, no es tanto el sujeto de derecho, que se encuentra prendido de los intereses fundamentales del pacto social; es el sujeto obediente, el individuo sometido a hábitos, a reglas, a órdenes, a una autoridad que se ejerce continuamente en torno suyo y sobre él, y que debe dejar funcionar automáticamente en él. Dos maneras, pues, bien distintas de reaccionar a la infracción: reconstituir el sujeto jurídico del pacto social, o formar un sujeto de obediencia plegado a la forma a la vez general y escrupulosa de un poder cualquiera.
Todo esto no constituiría quizá sino una diferencia bien especulativa —ya que en suma se trata en ambos casos de formar individuos sometidos—, si la penalidad "de coerción" no llevara consigo algunas consecuencias capitales. El encauzamiento de la conducta por el pleno empleo del tiempo, la adquisición de hábitos, las coacciones del cuerpo implican entre el castigado y quien lo castiga una relación muy particular. Relación que no vuelve simplemente inútil la dimensión del espectáculo: lo excluye.
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El agente de castigo debe ejercer un poder total, que ningún tercero puede venir a perturbar; el individuo al que hay que corregir debe estar enteramente envuelto en el poder que se ejerce sobre él. Imperativo del secreto. Y, por lo tanto, también autonomía al menos relativa de esta técnica de castigo: deberá tener su funcionamiento, sus reglas, sus técnicas, su saber; deberá fijar sus normas, decidir en cuanto a sus resultados: discontinuidad o en todo caso especificidad en relación con el poder judicial que declara la culpabilidad y fija los límites generales del castigo. Ahora bien, estas dos consecuencias —secreto y autonomía en el ejercicio del poder de castigar— son exorbitantes para una teoría y una política de la penalidad que se proponían dos fines: hacer participar a todos los ciudadanos en el castigo del enemigo social; volver el ejercicio del poder de castigar enteramente adecuado y trasparente a las leyes que públicamente lo delimitan. Unos castigos secretos y no codificados por la legislación, un poder de castigar ejerciéndose en la sombra según unos criterios y con unos instrumentos que se sustraen al control, es toda la estrategia de la reforma en peligro de comprometerse. Después de la sentencia constituye un poder que hace pensar en el que se ejercía en el antiguo sistema. El poder que aplica las penas amenaza ser tan arbitrario, tan despótico como lo era aquel que antaño decidía en cuanto a aquéllas.
En suma, la divergencia es ésta: ¿ciudad punitiva o institución coercitiva? De un lado, un funcionamiento del poder penal, repartido en todo el espacio social; presente por doquier como escena, espectáculo, signo, discurso; legible como a libro abierto; operando por una recodificación permanente del espíritu de los ciudadanos; garantizando la represión del delito por esos obstáculos puestos a la idea del mismo; actuando de manera invisible e inútil sobre las "fibras flojas del cerebro", como decía Servan. Un poder de castigar que corriese a lo largo de todo el sistema social, que actuara en cada uno de sus puntos y acabara por no ser ya percibido como poder de unos cuantos sobre unos cuantos, sino como reacción inmediata de todos con respecto de cada uno. De otro lado, un funcionamiento compacto del poder de castigar: un tomar escrupulosamente a cargo el cuerpo y el tiempo del culpable, un encuadramiento de sus gestos, de su conducta, por un sistema de autoridad y de poder; una ortopedia concertada que se aplica a los culpables a fin de enderezarlos individualmente; una gestión autónoma de ese poder que se aisla tanto del cuerpo social como del poder judicial propiamente dicho. Lo que queda comprometido en la emergencia de la prisión es la institucionalización del poder de castigar, o más precisamente: el poder de castigar (con el objetivo estratégico que él mismo se ha atribuido a fines del siglo XVIII, la reducción de los ilegalismos populares), ¿estará más garantizado ocultándose bajo una función social general, en la "ciudad punitiva", o informando una institución coercitiva, en el lugar cerrado del "reformatorio"?
En todo caso, puede decirse que al final del siglo XVIII nos encontramos ante tres maneras de organizar el poder de castigar: la primera es la que funcionaba todavía y se apoyaba sobre el viejo derecho monárquico. Las otras se refieren ambas a una concepción preventiva, utilitaria, correctiva, de un derecho de castigar que pertenecía a la sociedad entera; pero son muy diferentes una de otra, al nivel de los dispositivos que dibujan. Esquematizando mucho, puede decirse que, en el derecho monárquico, el castigo es un ceremonial de soberanía; utiliza las marcas rituales de la venganza que aplica sobre el cuerpo del condenado; y despliega a los ojos de los espectadores un efecto de terror tanto más intenso cuanto que es discontinuo, irregular y siempre por encima de sus propias leyes, la presencia física del soberano y de su poder. En el proyecto de los juristas reformadores, el castigo es un procedimiento para recalificar a los individuos como sujetos de derecho; utiliza no marcas, sino signos, conjuntos cifrados de representaciones, a los que la escena de castigo debe asegurar la circulación más rápida y la aceptación más universal posible. En fin, en el proyecto de institución carcelaria que se elabora, el castigo es una técnica de coerción de los individuos; pone en acción procedimientos de sometimiento del cuerpo —no signos—, con los rastros que deja, en forma de hábitos, en el comportamiento; y supone la instalación de un poder específico de gestión de la pena. El soberano y su fuerza, el cuerpo social, el aparato administrativo. La marca, el signo, el rastro. La ceremonia, la representación, el ejercicio. El enemigo vencido, el sujeto de derecho en vías de recalificación, el individuo sujeto a una coerción inmediata. El cuerpo objeto del suplicio, el alma cuyas representaciones se manipulan, el cuerpo que se domina: tenemos aquí tres series de elementos que caracterizan los tres dispositivos enfrentados unos a otros en la última mitad del siglo XVIII. No se los puede reducir ni a teorías del derecho (aunque coinciden con ellas) ni identificarlos a aparatos o a instituciones (aunque se apoyen en ellos) ni hacerlos derivar de opciones morales (aunque encuentren en ellas su justificación). Son modalidades según las cuales se ejerce el poder de castigar. Tres tecnologías de poder. El problema es entonces éste: ¿cómo se ha impuesto finalmente la tercera? ¿Cómo el modelo coercitivo, corporal, solitario, secreto, del poder de castigar ha sustituido al modelo representativo, escénico, significante, público, colectivo? ¿Por qué el ejercicio físico del castigo (y que no es el suplicio) ha sustituido, junto con la prisión que es su soporte institucional, el juego social de los signos de castigo y de la fiesta parlanchina que los hacía circular?
He aquí la figura ideal del soldado tal como se describía aún a comienzos del siglo XVII. El soldado es por principio de cuentas alguien a quien se reconoce de lejos. Lleva en sí unos signos: los signos naturales de su vigor y de su valentía, las marcas también de su altivez; su cuerpo es el blasón de su fuerza y de su ánimo; y si bien es cierto que debe aprender poco a poco el oficio de las armas —esencialmente batiéndose—, habilidades como la marcha, actitudes como la posición de la cabeza, dependen en buena parte de una retórica corporal del honor: "Los signos para reconocer a los más idóneos en este oficio son los ojos vivos y despiertos, la cabeza erguida, el estómago levantado, los hombros anchos, los brazos largos, los dedos fuertes, el vientre hundido, los muslos gruesos, las piernas flacas y los pies secos; porque el hombre de tales proporciones no podrá dejar de ser ágil y fuerte." Llegado a piquero, el soldado "deberá, al marchar, tomar la cadencia del paso para tener la mayor gracia y gravedad posibles; porque la pica es un arma honorable que merece ser llevada con gesto grave y audaz".
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Segunda mitad del siglo XVIII: el soldado se ha convertido en algo que se fabrica; de una pasta informe, de un cuerpo inepto, se ha hecho la máquina que se necesitaba; se han corregido poco a poco las posturas; lentamente, una coacción calculada recorre cada parte del cuerpo, lo domina, pliega el conjunto, lo vuelve perpetuamente disponible, y se prolonga, en silencio, en el automatismo de los hábitos; en suma, se ha "expulsado al campesino" y se le ha dado el "aire del soldado".
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Se habitúa a los reclutas "a llevar la cabeza derecha y alta; a mantenerse erguido sin encorvar la espalda, a adelantar el vientre, a sacar el pecho y meter la espalda; y a fin de que contraigan el hábito, se les dará esta posición apoyándolos contra una pared, de manera que los talones, las pantorrillas, los hombros y la cintura toquen a la misma, así como el dorso de las manos, volviendo los brazos hacia afuera, sin despegarlos del cuerpo... se les enseñará igualmente a no poner jamás los ojos en el suelo, sino a mirar osadamente a aquellos ante quienes pasan... a mantenerse inmóviles aguardando la voz de mando, sin mover la cabeza, las manos ni los pies... finalmente, a marchar con paso firme, la rodilla y el corvejón tensos, la punta del pie apuntando hacia abajo y hacia afuera".
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