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Authors: Michael Foucault

Vigilar y Castigar (19 page)

¿Cómo la detención, tan visiblemente unida a ese ilegalismo que se denuncia hasta en el poder del príncipe, ha podido y en tan poco tiempo convertirse en una de las formas más generales de los castigos legales?

La explicación que se da más frecuentemente, es la de la formación durante la edad clásica de algunos grandes modelos de prisión punitiva. Su prestigio, tanto más grande cuanto que los más recientes procedían de Inglaterra y sobre todo de América, parece haber permitido superar el doble obstáculo constituido por las reglas seculares del derecho y el funcionamiento despótico de la prisión. Muy rápidamente, parecen haber barrido las maravillas punitivas imaginadas por los reformadores, e impuesto la realidad seria de la detención. La importancia de estos modelos ha sido grande, a no dudarlo. Pero son ellos precisamente los que antes incluso de proporcionar la solución plantean los problemas: el de su existencia y el de su difusión. ¿Cómo han podido nacer y sobre todo cómo han podido ser aceptados de una manera tan general? Porque es fácil demostrar que si bien ofrecen con los principios generales de la reforma penal cierto número de analogías, les son en muchos puntos totalmente heterogéneos, y a veces hasta incompatibles.

El más antiguo de estos modelos, el que pasa por haber inspirado, de cerca o de lejos, todos los demás, es el Rasphuis de Amsterdam abierto en 1596.
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Estaba destinado en principio a mendigos o a malhechores jóvenes. Su funcionamiento obedecía a tres grandes principios: la duración de las penas, al menos dentro de ciertos límites, podía estar determinada por la propia administración, de acuerdo con la conducta del preso (esta latitud podía por lo demás estar prevista en la sentencia: en 1597 se condenaba a un detenido a doce años de prisión, que podían reducirse a ocho, si su comportamiento era satisfactorio). El trabajo era obligatorio, se hacía en común (por otra parte, la celda individual no se utilizaba sino a título de castigo suplementario; los detenidos dormían 2 o 3 por lecho, en celdas en que vivían de 4 a 12 personas), y por el trabajo hecho, los presos recibían un salario. En fin, un empleo de tiempo estricto, un sistema de prohibiciones y de obligaciones, una vigilancia continua, unas exhortaciones, unas lecturas espirituales, todo un juego de medios para "atraer al bien" y "apartar del mal", rodeaba a los presos cotidianamente. Se puede tomar el Rasphuis de Amsterdam como una figura de base. Históricamente, constituye el vínculo entre la teoría, característica del siglo XVI, de una trasformación pedagógica y espiritual de los individuos por un ejercicio continuo, y las técnicas penitenciarias imaginadas en la segunda mitad del siglo XVIII. Y ha dado a las tres instituciones instauradas entonces los principios fundamentales que cada una habría de desarrollar en una dirección particular.

El correccional de Gante ha organizado sobre todo el trabajo penal en torno de imperativos económicos. Se aduce la razón de que la ociosidad es la causa general de la mayoría de los delitos. Una información —una de las primeras sin duda— hecha sobre los condenados en la jurisdicción de Alost, en 1749, demuestra que los malhechores no eran "artesanos ni labradores (los obreros piensan únicamente en el trabajo que los alimenta), sino holgazanes dedicados a la mendicidad".
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De ahí, la idea de una casa que garantizase en cierto modo la pedagogía universal del trabajo para aquellos que se muestran refractarios al mismo. Cuatro ventajas: disminuir el número de las diligencias criminales que son costosas al Estado (de este modo, se podrían economizar en Flandes más de 100 000 libras); no estar ya obligado a hacer remisiones de impuestos a los propietarios de bosques asolados por los vagabundos; formar una multitud de obreros nuevos, lo que "contribuiría, por la competencia, a disminuir la mano de obra"; en fin, permitir que los verdaderos pobres se beneficiaran, sin compartirla, de la caridad necesaria.
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Esta pedagogía tan útil reconstituirá en el individuo perezoso la afición al trabajo, lo obligará a colocarse en un sistema de intereses en el que el trabajo será más ventajoso que la pereza, y formará en torno suyo una pequeña sociedad reducida, simplificada y coercitiva en la que aparecerá claramente la máxima: quien quiera vivir debe trabajar. Obligación del trabajo, pero también retribución que permita al preso mejorar su suerte durante el periodo de detención y después de él. "El hombre que no encuentra su subsistencia tiene absolutamente que ceder al deseo de procurársela por el trabajo; se le ofrece por el buen orden y la disciplina; se le fuerza en cierto modo a plegarse a ellos; el señuelo de la ganancia le anima después; corregidas sus costumbres, habituado a trabajar, alimentado sin inquietud, con algunas ganancias que guarda para su salida", ha aprendido un oficio "que le garantiza una subsistencia sin peligro".
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Reconstrucción del
homo oeconomicus,
que excluye el empleo de penas demasiado breves —lo cual impediría la adquisición de técnicas y de la afición del trabajo—, o definitivas —lo que haría inútil todo aprendizaje. "El término de seis meses es demasiado corto para corregir a los criminales, y despertar en ellos el espíritu de trabajo"; en cambio, "la perpetuidad los desespera; son indiferentes a la corrección de las costumbres y al espíritu de trabajo; sólo se ocupan de proyectos de evasión y de insurrección; y puesto que no se ha juzgado oportuno privarlos de la vida, ¿por qué tratar de hacérsela insoportable?"
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La duración de la pena sólo tiene sentido en reacción con una corrección posible y con una utilización económica de los criminales corregidos.

Al principio del trabajo, el modelo inglés agrega, como condición esencial para la corrección, el aislamiento. Su esquema fue dado en 1775, por Hanway, que lo justificaba en primer lugar por razones negativas: la promiscuidad en la prisión proporciona malos ejemplos y posibilidades de evasión inmediatamente, y de chantaje o de complicidad en el futuro. La prisión se parecería demasiado a una manufactura si se dejara a los detenidos trabajar en común. Las razones positivas, después: el aislamiento constituye un "choque terrible" a partir del cual el condenado, al escapar a las malas influencias, puede reflexionar y descubrir en el fondo de su conciencia la voz del bien; el trabajo solitario se convertirá entonces en un ejercicio tanto de conversión como de aprendizaje; no reformará simplemente el juego de intereses propio del
homo oeconomicus,
sino también los imperativos del sujeto moral. La celda, esa técnica del monacato cristiano que no subsistía más que en los países católicos, pasa a ser en esta sociedad protestante el instrumento por el cual se puede reconstituir a la vez el
homo oeconomicus
y la conciencia religiosa. Entre el delito y el regreso al derecho y a la virtud, la prisión constituirá un "espacio entre dos mundos", un lugar para las trasformaciones individuales que restituirán al Estado los súbditos que había perdido. Aparato para modificar a los individuos que Hanway llama un "reformatorio".
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Estos principios generales son los que Howard y Blackstone ponen en obra en 1779, cuando la independencia de los Estados Unidos impide las deportaciones y se prepara una ley para modificar el sistema de las penas. El encarcelamiento, con fines de trasformación del alma y de la conducta, hace su entrada en el sistema de las leyes civiles. El preámbulo de la ley, redactado por Blackstone y Howard, describe la prisión individual en su triple función de ejemplo temible, de instrumento de conversión y de condición para un aprendizaje: sometidos "a una detención aislada, a un trabajo regular y a la influencia de la instrucción religiosa", algunos criminales podrían "no sólo inspirar el terror a quienes se sintieran movidos a imitarlos, sino también corregirse ellos mismos y adquirir el hábito del trabajo".
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De ahí la decisión de construir dos penitenciarías, una para los hombres, otra para las mujeres, donde los presos aislados estarían obligados "a los trabajos más serviles y más compatibles con la ignorancia, la negligencia y la terquedad de los criminales": caminar en el interior de una rueda para mover una máquina, fijar un cabrestante, pulimentar mármol, agramar cáñamo, raspar palo de campeche, triturar trapos, hacer sogas y sacos. En realidad, sólo se construyó una penitenciaría, la de Gloucester, que no respondía sino parcialmente al esquema inicial: confinamiento total para los criminales más peligrosos; para los otros, trabajo de día en común y separación de noche.

En fin,
el
modelo de Filadelfia. El más famoso sin duda porque aparecía unido a las innovaciones políticas del sistema norteamericano y también porque no estuvo condenado como los otros al fracaso inmediato y al abandono; fue continuamente proseguido y trasformado hasta las grandes discusiones de los años 1830 sobre la reforma penitenciaria. En muchos puntos, la prisión de Walnut Street, abierta en 1790, bajo la influencia directa de los medios cuáqueros, reproducía el modelo de Gante y de Gloucester.
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Trabajo obligatorio en talleres, ocupación constante de los presos, financiación de la prisión por este trabajo, pero también retribución individual de los presos para garantizar su reinserción moral y material en el mundo estricto de la economía; los condenados son, pues, "empleados constantemente en trabajos productivos para hacer que soporten los gastos de la prisión, para no dejarlos inactivos y para que tengan preparados algunos recursos en el momento en que su cautividad haya de cesar".
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La vida está, por lo tanto, dividida de acuerdo con un empleo del tiempo absolutamente estricto, bajo una vigilancia ininterrumpida; cada instante del día tiene marcada su ocupación, prescrito un tipo de actividad, y lleva consigo sus obligaciones y sus prohibiciones: "Todos los presos se levantan al apuntar el día, de manera que después de haber hecho sus camas, de haberse aseado, lavado y haberse ocupado de otras necesidades, comienzan generalmente su trabajo al salir el sol. A partir de este momento, nadie puede ir a las salas u otros lugares, como no sea a los talleres y sitios fijados para sus trabajos... Al caer la tarde, suena una campana que les avisa que dejen el trabajo... Se les da media hora para arreglar sus camas, tras de lo cual no se les permite ya conversar en voz alta ni hacer el menor ruido."
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Lo mismo que en Gloucester, el confinamiento solitario no es total; lo es para algunos condenados a los que en otro tiempo se les hubiera aplicado la pena de muerte, y para aquellos que en el interior de la prisión merecen un castigo especial: "Allí, sin ocupación, sin nada que lo distraiga, en la espera y la incertidumbre del momento de su liberación", el preso pasa "largas horas ansiosas, encerrado en las reflexiones que acuden al espíritu de todos los culpables".
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Como en Gante, en fin, la duración de la prisión puede variar con la conducta del preso: los inspectores de la prisión, después de consultar el historial de cada uno, obtienen de las autoridades —y esto sin dificultad hasta los años 1820 aproximadamente— el indulto de los que se han portado bien.

Walnut Street tiene además cierto número de rasgos que le son específicos, o que al menos desarrollan lo que se hallaba virtualmente presente en los otros modelos. En primer lugar, el principio de la no publicidad de la pena. Si la sentencia y lo que la motivó deben ser conocidos de todos, la ejecución de la pena, en cambio, debe cumplirse en secreto; el público no tiene por qué intervenir ni como testigo ni como fiador del castigo; la certidumbre de que, detrás de los muros, el preso cumple su pena debe bastar para constituir un ejemplo: con ello se acaban los espectáculos callejeros a los que la ley de 1786 había dado lugar al imponer a algunos condenados a trabajos públicos la ejecución de éstos en las ciudades o en las carreteras.
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El castigo y la corrección que debe obrar son procesos que se desarrollan entre el preso y aquellos que lo vigilan. Procesos que imponen una trasformación del individuo entero, de su cuerpo y de sus hábitos por el trabajo cotidiano a que está obligado, de su espíritu y de su voluntad, por los cuidados espirituales de que es objeto: "Se suministran Biblias y otros libros de religión práctica; el clero de las diferentes obediencias que se encuentra en la ciudad y los arrabales presta el servicio una vez a la semana, y toda otra persona edificante puede tener en cualquier momento comunicación con los presos."
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Pero corresponde a la propia administración la obra de dicha trasformación. La soledad y la reflexión sobre la propia conducta no basta, como tampoco las exhortaciones puramente religiosas. Debe hacerse tan frecuentemente como sea posible un trabajo sobre el alma del preso. La prisión, aparato administrativo, será al mismo tiempo una máquina de modificar los espíritus. Cuando el preso entra, se le lee el reglamento; "al mismo tiempo, los inspectores tratan de fortalecer en él sus obligaciones morales; le hacen ver la infracción que ha cometido respecto de aquéllas y el daño que resulta para la sociedad que lo protegía, así como la necesidad de compensarlo por su ejemplo y su enmienda. Lo animan a continuación a cumplir con su deber con alegría, a conducirse decentemente, prometiéndole o haciéndole esperar que antes de que expire el término de la sentencia podrá obtener su libertad, si se porta bien... De cuando en cuando, los inspectores se consideran en la obligación de conversar con los criminales, uno tras otro, respecto de sus deberes como hombres y como miembros de la sociedad".
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Pero lo más importante, sin duda, es que este control y esta trasformación del comportamiento van acompañados —a la vez condición y consecuencia— de la formación de un saber de los individuos. Al mismo tiempo que el propio condenado, la administración de Walnut Street recibe un informe sobre su delito, sobre las circunstancias en que fue cometido, un resumen del interrogatorio del inculpado, unas notas en cuanto a la manera en que se condujo antes y después de la sentencia. Otros tantos elementos indispensables si se quiere "determinar cuáles serán los cuidados necesarios para destruir sus antiguos hábitos".
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Y durante todo el tiempo del encarcelamiento será observado; se consignará su conducta cotidianamente, y los inspectores —doce notables de la ciudad designados en 1795—, que, de dos en dos, visitan la prisión cada semana, deben informarse de lo que ha ocurrido, enterarse de la conducta de cada preso y designar aquellos cuyo perdón se ha de solicitar. Este conocimiento de los individuos, continuamente puesto al día, permite repartirlos en la prisión menos en función de sus delitos que de las disposiciones de que dan pruebas. La prisión se convierte en una especie de observatorio permanente que permite distribuir las variedades del vicio o de la flaqueza. A partir de 1797, los presos estaban divididos en cuatro clases: la primera, la de aquellos que han sido explícitamente condenados al confinamiento solitario, o que han cometido en la prisión faltas graves; otra, reservada a los que son "muy conocidos como antiguos delincuentes... o cuya moral depravada, carácter peligroso, disposiciones irregulares o conducta desordenada" se haya manifestado durante el tiempo en que permanecían en prisión; otra para aquellos "cuyo carácter y circunstancias, antes y después de la condena, permiten creer que no son delincuentes habituales". En fin, existe una sección especial, una clase de prueba para aquellos cuyo carácter no se conoce todavía, o que, de ser mejor conocidos, no merecen entrar en la categoría precedente.
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Todo un saber individualista se organiza, el cual toma como dominio de referencia no tanto el crimen cometido (al menos en estado aislado), sino la virtualidad de peligros que encierra un individuo y que se manifiesta en la conducta cotidianamente observada. La prisión funciona aquí como un aparato de saber.

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