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Authors: Michael Foucault

Vigilar y Castigar (14 page)

Mudar el objetivo y cambiar su escala. Definir nuevas tácticas para dar en un blanco que es ahora más tenue, pero que está más ampliamente extendido en el cuerpo social. Encontrar nuevas técnicas para adecuar los castigos y adaptar los efectos. Fijar nuevos principios para regularizar, afinar, universalizar el arte de castigar. Homogeneizar su ejercicio. Disminuir su costo económico y político aumentando su eficacia y multiplicando sus circuitos. En suma, constituir una nueva economía y una nueva tecnología del poder de castigar: tales son, sin duda, las razones de ser esenciales de la reforma penal del siglo XVIII.

Al nivel de los principios, esta estrategia nueva se formula fácil mente en la teoría general del contrato. Se supone que el ciudadano ha aceptado de una vez para siempre, junto con las leyes de la sociedad, aquella misma que puede castigarlo. El criminal aparece entonces como un ser jurídicamente paradójico. Ha roto el pacto, con lo que se vuelve enemigo de la sociedad entera; pero participa en el castigo que se ejerce sobre él. El menor delito ataca a la sociedad entera, y la sociedad entera —incluido el delincuente— se halla presente en el menor castigo. El castigo penal es, por lo tanto, una función generalizada, coextensiva al cuerpo social y a cada uno de sus elementos. Se plantea entonces el problema de la "medida", y de la economía del poder de castigar.

La infracción opone, en efecto, un individuo al cuerpo social entero; para castigarlo, la sociedad tiene el derecho de alzarse toda entera contra él. Lucha desigual: de un solo lado, todas las fuerzas, todo el poder, los derechos todos. Y preciso es que sea así, ya que va en ello la defensa de cada cual. Se constituye de esta suerte un formidable derecho de castigar, ya que el infractor se convierte en el enemigo común. Peor que un enemigo, incluso, puesto que sus golpes los asesta desde el interior de la sociedad y contra esta misma: un traidor. Un "monstruo". ¿Cómo no iba a tener la sociedad un derecho absoluto sobre él? ¿Cómo podría dejar de pedir su supresión pura y simple? Y si es cierto que el principio de los castigos debe ser suscrito en el pacto, ¿no es preciso, en toda lógica, que cada ciudadano acepte la pena suma para quienes, de entre ellos, los atacan en común? "Todo malhechor, que ataca el derecho social, se convierte, por sus crímenes, en rebelde y traidor a la patria. Entonces, la conservación del Estado es incompatible con la suya; es preciso que uno de los dos perezca, y cuando se hace perecer al culpable, es menos como ciudadano que como enemigo."
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El derecho de castigar ha sido trasladado de la venganza del soberano a la defensa de la sociedad. Pero se encuentra entonces reorganizado con unos elementos tan fuertes, que se vuelve casi más terrible. Se ha alejado al malhechor de una amenaza, por naturaleza, excesiva, pero se le expone a una pena que no se ve lo que pudiera limitarla. Retorno de un sobrepoder terrible. Y necesidad de oponer a la fuerza del castigo un principio de moderación.

"¿Quién no se estremece de horror al ver en la historia tantos tormentos espantosos e inútiles, inventados y empleados fríamente por unos monstruos que se daban el nombre de sensatos?"
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Y también: "Las leyes me incitan al castigo del mayor de los crímenes. Acudo con todo el furor que me ha inspirado. Pero ¿cómo? Este furor lo sobrepasa... Dios que has impreso en nuestros corazones la aversión al dolor en nosotros mismos y nuestros semejantes, ¿son estos seres que creaste tan débiles y tan sensibles los que han inventado suplicios tan bárbaros, tan refinados?"
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El principio de la moderación de las penas, incluso cuando se trata de castigar al enemigo del cuerpo social, comienza por articularse como un discurso del corazón. Más aún, surge como un grito del cuerpo que se rebela ante la vista o ante la imaginación de un exceso de crueldades. La formulación del principio de que la penalidad debe ser siempre "humana" la hacen los reformadores en primera persona. Como si se expresara de manera inmediata la sensibilidad de aquel que habla; como si el cuerpo del filósofo o del teorizante viniera, entre el encarnizamiento del verdugo y el supliciado, a afirmar su propia ley y a imponerla finalmente a toda la economía de las penas. ¿Lirismo que manifiesta la impotencia para encontrar el fundamento racional de un cálculo penal? Entre el principio contractual que arroja al criminal fuera de la sociedad y la imagen del monstruo "vomitado" por la naturaleza, ¿dónde encontrar un límite, como no sea en una naturaleza humana que se manifiesta no en el rigor de la ley, no en la ferocidad del delincuente, sino en la sensibilidad del hombre racional que hace la ley y no comete crimen?

Pero este recurso a la "sensibilidad" no refleja exactamente una imposibilidad teórica. Lleva de hecho consigo un principio de cálculo. El cuerpo, la imaginación, el sufrimiento, el corazón que respetar no son, en efecto, los del criminal que hay que castigar, sino los de los hombres que, habiendo suscrito el pacto, tienen el derecho de ejercer contra él el poder de unirse. Los sufrimientos que debe excluir el suavizamiento de las penas son los de los jueces o los espectadores, con todo lo que pueden implicar de dureza, de ferocidad hijas del hábito, o por el contrario, de compasión indebida, de indulgencia mal fundada: "Piedad para esas almas tiernas y sensibles sobre las cuales estos horribles suplicios ejercen una especie de tortura."
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Lo que es preciso moderar y calcular son los efectos de rechazo del castigo sobre la instancia que castiga y el poder que ésta pretende ejercer.

Ahí enraiza el principio de que no se debe aplicar jamás sino castigos "humanos", a un delincuente que, sin embargo, puede muy bien ser un traidor y un monstruo. La razón de que la ley deba tratar ahora "humanamente" a aquel que se halla "fuera de la naturaleza" (mientras que la justicia de antaño trataba de manera inhumana al "fuera de la ley"), no está en una humanidad profunda que el delincuente escondiera dentro de
sí,
sino en la regulación necesaria de los efectos de poder. Esta racionalidad "económica" es la que debe proporcionar la pena y prescribir sus técnicas afinadas. "Humanidad" es el nombre respetuoso que se da a esta economía y a sus cálculos minuciosos. "En cuestión de pena, el mínimo está ordenado por la humanidad y aconsejado por la política."
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Sea, para comprender esta tecnopolítica del castigo, el caso límite, el último de los crímenes: un crimen enorme, que violara juntas todas las leyes más respetadas. Se habría producido en unas circunstancias tan extraordinarias, en medio de un secreto tan profundo, con una desmesura tal, y como en el límite tan extremo de toda posibilidad, que no podría ser sino el único y en todo caso el último de su especie: nadie podría imitarlo jamás; nadie podría tomarlo como ejemplo, ni aun escandalizarse de que se hubiera cometido. Su destino sería desaparecer sin dejar rastro. Este apólogo
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de la "extremidad del crimen" es un poco, en la nueva penalidad, lo que era el pecado original en la antigua: la forma pura en la que aparece la razón de las penas.

¿Debería ser castigado un crimen tal? ¿De acuerdo con qué medida? ¿De qué utilidad podría ser su castigo en la economía del poder de castigar? Sería útil en la medida en que pudiera reparar el "mal hecho a la sociedad".
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Ahora bien, si dejamos de lado el perjuicio propiamente material —que incluso irreparable como en un asesinato, es de poca monta al nivel de una sociedad entera—, el daño que hace un crimen al cuerpo social es el desorden que introduce en él: el escándalo que suscita, el ejemplo que da, la incitación a repetirlo si no ha sido castigado, la posibilidad de generalización que lleva en sí. Para ser útil, el castigo debe tener como objetivo las consecuencias del delito, entendidas como la serie de desórdenes que es capaz de iniciar. "La proporción entre la pena y la calidad del delito está determinada por la influencia que tiene sobre el orden social el pacto que se viola."
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Ahora bien, esta influencia de un delito no se halla forzosamente en proporción directa de su atrocidad; un crimen que espanta la conciencia es a menudo de un efecto menor que una fechoría que todo el mundo tolera y se siente dispuesto a imitar por su cuenta. Rareza de los grandes crímenes; peligro en cambio de las pequeñas fechorías familiares que se multiplican. No buscar por consiguiente una relación cualitativa entre el delito y su castigo, una equivalencia de horror: "¿Pueden los gritos de un desdichado en el tormento retirar del seno del pasado que ya no vuelve una acción cometida ya?"
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Calcular una pena en función no del crimen, sino de su repetición posible. No atender a la ofensa pasada sino al desorden futuro. Hacer de modo que el malhechor no pueda tener ni el deseo de repetir, ni la posibilidad de contar con imitadores.
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Castigar será, por lo tanto, un arte de los efectos; más que oponer la enormidad de la pena a la enormidad de la falta, es preciso adecuar (98) una a otra las dos series que siguen al crimen: sus efectos propios y los de la pena. Un crimen sin dinastía no llama al castigo. Del mismo modo que —según otra versión del mismo apólogo— en vísperas de disolverse y de desaparecer no tendría derecho una sociedad a levantar patíbulos. El último de los crímenes no puede sino quedar impune.

Vieja concepción. No era necesario aguardar a la reforma del siglo XVIII para obtener esta función ejemplar del castigo. Que el castigo mire hacia el porvenir, y que una cuando menos de sus funciones mayores sea la de prevenir, fue, desde hace siglos, una de las justificaciones corrientes del derecho de castigar. Pero la diferencia está en que la prevención que se aguardaba como un efecto del castigo y de su resonancia —y por lo tanto de su desmesura—, tiende ahora a convertirse en el principio de su economía, y la medida de sus justas proporciones. Hay que castigar exactamente lo bastante para impedir. Desplazamiento, por lo tanto, en la mecánica del ejemplo: en una penalidad de suplicio, el ejemplo era la réplica del crimen; tenía, por una especie de manifestación gemela, que mostrarlo y que mostrar a la vez el poder soberano que lo dominaba; en una penalidad calculada de acuerdo con sus propios efectos, el ejemplo debe remitir al crimen, pero de la manera más discreta posible, indicar la intervención del poder pero con la mayor economía, y en el caso ideal impedir toda reaparición ulterior de uno y otro. El ejemplo no es ya un ritual que manifiesta, es un signo que obstaculiza. A través de esta técnica de los signos punitivos, que tiende a invertir todo el campo temporal de la acción penal, los reformadores piensan dotar el poder de castigar de un instrumento económico, eficaz, generalizable a través de todo el cuerpo social, susceptible de cifrar todos los comportamientos, y por consiguiente, de reducir todo el campo difuso de los ilegalismos. La semiotécnica con que se trata de armar el poder de castigar reposa sobre cinco o seis reglas mayores.

Regla de la cantidad mínima.
Se comete un crimen porque procura ventajas. Si se vinculara a la idea del crimen la idea de una desventaja un poco mayor, cesaría de ser deseable. "Para que el castigo produzca el efecto que se debe esperar de él basta que el daño que causa exceda el beneficio que el culpable ha obtenido del crimen."
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Se puede, hay que admitir una proximidad de la pena y del delito; pero no ya en la forma antigua, en la que el suplicio debía equivaler al delito en intensidad, con un suplemento que marcaba el "más poder" del soberano realizando su venganza legítima; es una casi equivalencia al nivel de los intereses: un poco más de interés en evitar la pena que en arriesgar el delito.

Regla de la idealidad suficiente.
Si el motivo de un delito es la ventaja que de él se representa, la eficacia de la pena está en la desventaja que de él se espera. Lo que hace la "pena" en el corazón del castigo, no es la sensación de sufrimiento, sino la idea de un dolor, de un desagrado, de un inconveniente —la "pena" de la idea de la "pena". Por lo tanto, el castigo no tiene que emplear el cuerpo, sino la representación. O, más bien, si debe utilizar el cuerpo, es en la medida en que éste es menos el sujeto de un sufrimiento, que el objeto de una representación: el recuerdo de un dolor puede impedir la recaída, del mismo modo que el espectáculo, así sea artificial, de una pena física puede prevenir el contagio de un crimen. Pero no es el dolor en sí mismo el que habrá de ser el instrumento de la técnica punitiva. Por lo tanto, durante todo el tiempo que sea posible, y excepto en los casos en que se trata de suscitar una representación eficaz, es inútil desplegar el gran instrumental de los patíbulos. Elisión del cuerpo como sujeto de la pena, pero no forzosamente como elemento en un espectáculo. El rechazo de los suplicios que, en el umbral de la teoría, no había encontrado sino una formulación lírica, tiene aquí la posibilidad de articularse racionalmente: lo que debe llevarse al máximo es la representación de la pena, no su realidad corporal.

Regla de los efectos laterales.
La pena debe obtener sus efectos más intensos de aquellos que no han cometido la falta, en el límite, si se pudiera estar seguro de que el culpable es incapaz de reincidir, bastaría con hacer creer a los demás que ha sido castigado. Intensificación centrífuga de los efectos, que conduce a la paradoja de que en el cálculo de las penas, el elemento menos interesante, es todavía el culpable (excepto si es susceptible de reincidencia). Beccaria ha ilustrado esta paradoja en el castigo que proponía en lugar de la pena de muerte: la esclavitud a perpetuidad. ¿Pena físicamente más cruel que la muerte? De ningún modo, decía; porque el dolor de la esclavitud está dividido para el condenado en tantas parcelas como instantes le quedan que vivir; pena indefinidamente divisible, pena eleática, mucho menos severa que el castigo capital que, de un salto, se empareja con el suplicio. En cambio, para quienes ven o se representan a esos esclavos, los sufrimientos que soportan están reunidos en una sola idea; todos los instantes de la esclavitud se contraen en una representación que se vuelve entonces más espantosa que la idea de la muerte. Es la pena económicamente ideal: es mínima para aquel que la sufre (y que, reducido a la esclavitud, no puede reincidir) y es máxima para aquel que se la representa. "Entre las penas y en la manera de aplicarlas en proporción a los delitos, hay que elegir los medios que hagan en el ánimo del pueblo la impresión más eficaz y la más duradera, y al mismo tiempo la menos cruel sobre el cuerpo del culpable."
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