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Authors: Michael Foucault
Ahora bien, entre este ilegalismo de abajo y los de las demás castas sociales, no existía ni una absoluta convergencia ni una oposición fundamental. De manera general, los diferentes ilegalismos propios de cada grupo mantenían entre sí unas relaciones que eran a la vez de rivalidad, de competencia, de conflictos de intereses, de apoyo recíproco, de complicidades: la negativa de los campesinos a pagar determinados censos estatales o eclesiásticos no era forzosamente mal vista por los propietarios de tierras; la no aplicación por los artesanos de los reglamentos de fábrica solía ser alentada por nuevos empresarios; el contrabando —la historia de Mandrin celebrada por toda la población, escuchada en los castillos y protegida por parlamentarios, lo demuestra— era muy ampliamente apoyado. En el límite, se había visto en el siglo XVII coaligarse las diferentes repulsas fiscales en rebeliones graves de capas de población muy alejadas unas de otras. En suma, el juego recíproco de los ilegalismos formaba parte de la vida política y económica de la sociedad. Más todavía: cierto número de tras-formaciones (la caída en desuso, por ejemplo, de los reglamentos de Colbert, la inobservancia de las trabas aduaneras en el reino, la dislocación de las prácticas corporativas) se habían operado en la brecha a diario ensanchada por el ilegalismo popular; ahora bien, estas trasformaciones las había necesitado la burguesía, y sobre ellas había fundado una parte del crecimiento económico. La tolerancia se volvía entonces estímulo.
Pero en la segunda mitad del siglo XVIII, el proceso tiende a invertirse. En primer lugar, con el aumento general de la riqueza, pero también con el gran empuje demográfico, el blanco principal del ilegalismo popular tiende a no ser ya en primera línea los derechos, sino los bienes: el hurto, el robo tienden a remplazar al contrabando y la lucha armada contra los agentes del fisco. Y en esta medida, los campesinos, los granjeros y los artesanos resultan ser su víctima principal. Le Trosne no hacía sin duda más que exagerar una tendencia real cuando describía a los campesinos sufriendo las exacciones de los vagabundos, más todavía que antaño las exigencias de los señores feudales: los ladrones actuales habrían caído sobre ellos como una nube de insectos perjudiciales, devorando las cosechas y destruyendo los graneros.
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Puede decirse que se ha abierto progresivamente en el siglo XVIII una crisis del ilegalismo popular; y ni los movimientos de los comienzos de la Revolución (en torno del rechazo de los derechos señoriales) ni los más tardíos en los que venían a coincidir la lucha contra los derechos de los propietarios, la protesta política y religiosa y el rechazo de la conscripción, lo han soldado de nuevo, de hecho, en su forma antigua y acogedora. Además, si bien una gran parte de la burguesía había aceptado, sin demasiados problemas, el ilegalismo de los derechos, lo soportaba mal cuando se trataba de lo que ella consideraba como sus derechos de propiedad. Nada tan característico a este respecto como el problema de la delincuencia campesina a fines del siglo XVIII y sobre todo a partir de la Revolución.
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El paso a una agricultura intensiva ejerce una presión cada vez más apremiante sobre los derechos de uso, sobre las tolerancias, sobre los pequeños ilegalismos admitidos. Además, adoptada en parte por la burguesía, despojada de las cargas feudales que pesaban sobre ella, la propiedad territorial se ha convertido en una propiedad absoluta: todas las tolerancias que el campesinado había conseguido o conservado (abandono de viejas obligaciones o consolidación de prácticas irregulares: derecho de pasto en común, aprovechamiento de leña, etc.) son ahora negadas y perseguidas por los nuevos propietarios, que las estiman infracciones puras y simples (provocando con esto, entre la población, una serie de reacciones en cadena, cada vez más ilegales o si se quiere cada vez más criminales: rotura de cercados, robo o matanza de ganado, incendios, violencias, asesinatos).
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El ilegalismo de los derechos, que aseguraba con frecuencia la supervivencia de los más desprovistos, tiende a convertirse, con el nuevo estatuto de la propiedad, en un ilegalismo de bienes. Habrá entonces que castigarlo.
Y si este ilegalismo lo soporta mal la burguesía en la propiedad territorial, se vuelve intolerable en la propiedad comercial e industrial: el desarrollo de los puertos, la aparición de los grandes depósitos donde se acumulan las mercancías, la organización de talleres de grandes dimensiones (con una masa considerable de materias primas, de herramientas, de objetos fabricados, que pertenecen al empresario, y que son difíciles de vigilar), hacen necesaria también una represión rigurosa del ilegalismo. La manera en que la riqueza tiende a invertirse, de acuerdo con unas escalas cuantitativas completamente nuevas, en las mercancías y las máquinas, supone una intolerancia sistemática y armada respecto del ilegalismo. El fenómeno es evidentemente muy sensible allí donde el desarrollo económico es más intenso. Colquhoun acometió la tarea de reunir, limitándose a la ciudad de Londres, pruebas exactas de esta urgencia en reprimir las innumerables prácticas ilegales: según los cálculos de los empresarios y de los seguros, el robo de los productos importados de América y almacenados sobre las orillas del Támesis se elevaba, un año con otro, a 250 000 libras; en total, se sustraía casi por un valor de 500 000 libras al año sólo en el puerto de Londres (y esto sin tener en cuenta los arsenales); a lo cual había que agregar 700 000 libras por la ciudad misma. Y en este saqueo permanente habría que tomar en consideración, según Colquhoun, tres fenómenos: la complicidad y a menudo la participación activa de los empleados, de los vigilantes, de los contramaestres y de los obreros: "siempre que se reúna en un mismo lugar una gran cantidad de obreros, habrá entre ellos necesariamente muchos bribones"; la existencia de toda una organización de comercio ilícito, que comienza en los talleres o en los
docks,
que pasa a continuación por los encubridores —encubridores mayoristas especializados en determinados tipos de mercancías y encubridores detallistas cuyas vitrinas no ofrecen sino un "miserable montón de hierros viejos, de andrajos, de ropa usada", mientras que en la trastienda se ocultan "municiones navales del mayor valor, pernos y clavos de cobre, trozos de fundición y de metales preciosos, producciones de las Indias occidentales, muebles y trapos comprados a obreros de todo género"—, y últimamente por revendedores y buhoneros que llevan y esparcen lejos, por los campos, el producto de los robos;
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finalmente, la fabricación de moneda falsa (parece que había, diseminadas por toda Inglaterra, de 40 a 50 fábricas de moneda falsa trabajando permanentemente). Ahora bien, lo que facilita esta inmensa empresa de depredación y de competencia a la vez, es todo un conjunto de tolerancias: unas son como especies de derechos adquiridos (derecho, por ejemplo, de recoger en torno de los barcos los trozos de hierro y los cabos de maromas, o de revender las barreduras de azúcar); otras son del orden de la aceptación moral: la analogía que guarda este pillaje, en el ánimo de sus autores, con el contrabando los "familiariza con esta especie de delitos cuya enormidad no perciben en absoluto".
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Es, pues, necesario controlar y hacer entrar en el código todas estas prácticas ilícitas. Es preciso que las infracciones estén bien definidas y seguramente castigadas, que en esta masa de irregularidades toleradas y sancionadas de manera discontinua con una resonancia desproporcionada, se determine lo que es infracción intolerable, y que se someta a su autor a un castigo que no pueda eludir. Con las nuevas formas de acumulación del capital, de las relaciones de producción y de estatuto jurídico de la propiedad, todas las prácticas populares que dimanaban, ya bajo una forma tácita, cotidiana, tolerada, ya bajo una forma violenta, del ilegalismo de los derechos, se han volcado a la fuerza sobre el ilegalismo de los bienes. El robo tiende a convertirse en la primera de las grandes escapatorias de la legalidad, en ese movimiento que hace pasar de una sociedad de la exacción jurídico-política a una sociedad de la apropiación de los medios y de los productos del trabajo. O para decir las cosas de otra manera: la economía de los ilegalismos se ha reestructurado con el desarrollo de la sociedad capitalista. Se ha separado el ilegalismo de los bienes del de los derechos. Separación que cubre una oposición de clases, ya que, de una parte, el ilegalismo más accesible a las clases populares habrá de ser el de los bienes: trasferencia violenta de las propiedades; y, de otra, la burguesía se reservará el ilegalismo de los derechos: la posibilidad de eludir sus propios reglamentos y sus propias leyes; de asegurar todo un inmenso sector de la circulación económica por un juego que se despliega en los márgenes de la legislación, márgenes previstos por sus silencios, o liberados por una tolerancia de hecho. Y esta gran redistribución de los ilegalismos se traducirá incluso por una especialización de los circuitos judiciales: para los ilegalismos de bienes —para el robo—, los tribunales ordinarios y los castigos; para los ilegalismos de derechos —fraudes, evasiones fiscales, operaciones comerciales irregulares—, unas jurisdicciones especiales, con transacciones, componendas, multas atenuadas, etc. La burguesía se ha reservado la esfera fecunda del ilegalismo de los derechos. Y a la vez que se opera esta delimitación, se afirma la necesidad de un rastrillado constante que tiene por objeto esencialmente este ilegalismo de los bienes. Se afirma la necesidad de despedirse de la antigua economía del poder de castigar que tenía por principios la multiplicidad confusa y llena de lagunas de las instancias, una repartición y una concentración de poder correlativas a una inercia de hecho y una inevitable tolerancia, unos castigos resonantes en sus manifestaciones y aventurados en su aplicación. Se afirma la necesidad de definir una estrategia y unas técnicas de castigo en las que una economía de la continuidad y de la permanencia remplacen la del derroche y del exceso. En suma, la reforma penal ha nacido en el punto de conjunción entre la lucha contra el sobrepoder del soberano y la lucha contra el infrapoder de los ilegalismos conquistados y tolerados. Y si ha sido otra cosa que el resultado provisional de un encuentro de pura circunstancia, es porque entre ese sobrepoder y ese infrapoder se había establecido toda una red de relaciones. La forma de la soberanía monárquica, mientras situaba del lado del soberano la sobrecarga de un poder resonante, ilimitado, personal, irregular y discontinuo, dejaba del lado de los súbditos lugar libre para un ilegalismo constante; éste era como el correlato de aquel tipo de poder. A tal punto que atacar las diversas prerrogativas del soberano, era realmente atacar a la vez el funcionamiento de los ilegalismos. Los dos objetivos se hallaban en una relación de continuidad. Y según las circunstancias y las tácticas particulares, los reformadores hacían prevalecer el uno o el otro. Le Trosne, el fisiócrata que fue consejero del presidial de Orleans, puede servir aquí de ejemplo. En 1764 publica una memoria sobre la vagancia: semillero de ladrones y de asesinos "que viven en el seno de la sociedad sin ser miembros de ésta", que hacen "una verdadera guerra a todos los ciudadanos", y que están en medio de nosotros "en ese estado que se supone haber existido antes del establecimiento de la sociedad civil". Contra ellos pide las penas más severas (de una manera muy característica, se asombra de que se sea más indulgente con ellos que con los contrabandistas); quiere que se refuerce la policía, que la gendarmería los persiga con la ayuda de la población, víctima de sus robos; pide que esos seres inútiles y peligrosos "sean incorporados al Estado y le pertenezcan como unos esclavos a sus amos"; y llegado el caso, que se organicen batidas colectivas en los bosques para desalojarlos, otorgando un premio a todo aquel que capture a uno de ellos: "Se da muy bien una recompensa de 10 libras por una cabeza de lobo. Un vagabundo es infinitamente más peligroso para la sociedad."
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En 1777, el mismo Le Trosne pide, en las
Vues sur la justice criminelle
["Opiniones sobre la justicia criminal"], que se reduzcan las prerrogativas de la parte civil, que se considere a los acusados (93) como inocentes hasta su condena eventual, que el juez sea un arbitro justo entre ellos y la sociedad, que las leyes sean "fijas, constantes, determinadas de la manera más precisa", de suerte que los ciudadanos sepan "a qué se exponen" y los magistrados no sean más que el "órgano de la ley".
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En Le Trosne, como en tantos otros de la misma época, la lucha por la delimitación del poder de castigar se articula directamente sobre la exigencia de someter el ilegalismo popular a un control más estricto y más constante. Se comprende que la crítica de los suplicios haya tenido tanta importancia en la reforma penal; porque era la figura en la que venían a coincidir, de manera visible, el poder ilimitado del soberano y el ilegalismo siempre despierto del pueblo. La humanidad de las penas es la regla que se da a un régimen de los castigos que debe fijar sus límites al uno y al otro. El "hombre" al que se quiere hacer respetar en la pena, es la forma jurídica y moral que se da a esta doble delimitación.
Pero si bien es cierto que la reforma, como teoría penal y como estrategia del poder de castigar, ha sido diseñada en el punto de coincidencia de estos dos objetivos, su estabilidad en el futuro se ha debido al hecho de que el segundo ocupó, durante largo tiempo, un lugar prioritario. Por el hecho de que la presión sobre los ilegalismos populares llegó a ser en la época de la Revolución, después bajo el Imperio, y finalmente durante todo el siglo XIX, un imperativo esencial, es por lo que la reforma ha podido pasar del estado de proyecto al de institución y de conjunto práctico. Es decir que si, en apariencia, la nueva legislación criminal se caracteriza por un suavizamiento de las penas, una codificación más clara, una disminución notable de la arbitrariedad, un consenso mejor establecido respecto del poder de castigar (a falta de una división más real de su ejercicio), existe bajo ella una alteración de la economía tradicional de los ilegalismos y una coacción rigurosa para mantener su nueva ordenación. Hay que concebir un sistema penal como un aparato para administrar diferencial-mente los ilegalismos, y no, en modo alguno, para suprimirlos todos.