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Authors: Michael Foucault

Vigilar y Castigar (12 page)

De hecho, la derivación de una criminalidad de sangre a una delincuencia de fraude forma parte de todo un mecanismo complejo, en el que figuran el desarrollo de la producción, el aumento de las riquezas, una valorización jurídica y moral más intensa de las relaciones de propiedad, unos métodos de vigilancia más rigurosos, una división en zonas más ceñida de la población, unas técnicas más afinadas de localización, de captura y de información: el desplazamiento de las prácticas legalistas es correlativo de una extensión y de un afinamiento de las prácticas punitivas.

¿Una trasformación general de actitud, un "cambio que pertenece al dominio del espíritu y de la subconsciencia"?
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Quizá, pero más segura y más inmediatamente, un esfuerzo para ajustar los mecanismos de poder que enmarcan la existencia de los individuos; una adaptación y un afinamiento de los aparatos que se ocupan de su conducta cotidiana, de su identidad, de su actividad, de sus gestos aparentemente sin importancia, y los vigilan; una política distinta respecto de la multiplicidad de cuerpos y de fuerzas que constituye una población. Lo que se perfila es sin duda menos un respeto nuevo a la humanidad de los condenados —los suplicios son todavía frecuentes incluso para los delitos leves— que una tendencia a una justicia más sutil y más fina, a una división penal en zonas más estrechas del cuerpo social. Según un proceso circular, el umbral de paso a los crímenes violentos se eleva, la intolerancia por los delitos económicos aumenta, los controles se hacen más densos y las intervenciones penales más precoces y más numerosas a la vez.

Ahora bien, si se confronta este proceso con el discurso crítico de los reformadores, se puede advertir una coincidencia estratégica notable. Lo que atacan en efecto en la justicia tradicional, antes de establecer los principios de una nueva penalidad, es indudablemente el exceso de los castigos; pero un exceso que va unido a una irregularidad más todavía que a un abuso del poder de castigar. El 24 de marzo de 1790, Thouret abre en la Constituyente la discusión sobre la nueva organización del poder judicial. Poder que según él se halla "desnaturalizado" en Francia de tres maneras. Por una apropiación privada: los oficios de juez se venden; se trasmiten por herencia; tienen un valor comercial y la justicia que se administra es, por ello mismo, onerosa. Por una confusión entre dos tipos de poder: el que administra la justicia y formula una sentencia aplicando la ley, y el que hace la ley misma. En fin, por la existencia de toda una serie de privilegios que vuelven desigual el ejercicio de la justicia: hay tribunales, procedimientos, litigantes, delitos incluso, que son "privilegiados" y que quedan fuera del derecho común.
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Ésta no es sino una de las innumerables formulaciones de críticas, con medio siglo de antigüedad por lo menos, y todas las cuales denuncian en dicha desnaturalización el principio de una justicia irregular. La justicia penal es irregular ante todo por la multiplicidad de las instancias encargadas de su cumplimiento, pero que no constituyen una pirámide única y continua.
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Incluso prescindiendo de las jurisdicciones religiosas, hay que tener en cuenta las discontinuidades, las imbricaciones y los conflictos entre las diferentes justicias: las de los señores, importante todavía para la represión de los delitos leves; las del rey, numerosas y mal coordinadas (los tribunales soberanos están en conflicto frecuente con las bailías y sobre todo con los presidiales
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recientemente creados como instancias intermedias); las funciones de justicia que, de hecho o de derecho, han sido otorgadas a instancias administrativas (como los intendentes) o policiales (como los prebostes y los tenientes de policía); a lo cual habría que agregar todavía el derecho que poseen el rey o sus representantes de tomar decisiones de internamiento o de exilio al margen de todo procedimiento regular. Estas instancias múltiples, a causa de su misma plétora, se neutralizan y son incapaces de cubrir el cuerpo social en toda su extensión. Su imbricación hace que la justicia penal esté, paradójicamente, llena de lagunas. Y esto a causa de las diferencias de costumbres y de procedimientos, a pesar de la Ordenanza general de 1670; a causa de los conflictos internos de competencia; a causa de los intereses particulares —políticos o económicos— que cada instancia ha de defender; a causa, en fin, de las intervenciones del poder real, que puede oponerse, por las gracias, las conmutaciones, las avocaciones a consejo o las presiones directas sobre los magistrados, al curso regular y austero de la justicia.

Más que debilidad o crueldad, de lo que se trata en la crítica del reformador es de una mala economía del poder. Exceso de poder en las jurisdicciones inferiores que pueden —a lo cual ayudan la ignorancia y la pobreza de los condenados— pasar por alto las apelaciones de derecho y hacer ejecutar sin control sentencias arbitrarias; exceso de poder por parte de una acusación a la que se le dan casi sin límite unos medios de perseguir, en tanto que el acusado se halla desarmado frente a ella, lo cual lleva a los jueces a mostrarse ora demasiado severos, ora, por reacción, demasiado indulgentes; exceso de poder a los jueces que pueden contentarse con pruebas fútiles siempre que sean "legales" y que disponen de una libertad bastante grande en cuanto a la elección de la pena; exceso de poder concedido a la "gente del rey", no sólo respecto de los acusados, sino también de los demás magistrados; exceso de poder, finalmente, ejercido por el rey, puesto que puede suspender el curso de la justicia, modificar sus decisiones, declarar incompetentes a los magistrados, destituirlos o desterrarlos, sustituyéndolos por jueces de real orden. La parálisis de la justicia se debe menos a un debilitamiento que a una distribución mal ordenada del poder, a su concentración en cierto número de puntos, a los conflictos y a las discontinuidades resultantes.

Ahora bien, este mal funcionamiento del poder remite a un exceso-central: lo que podría llamarse el "sobrepoder" monárquico que identifica el derecho de castigar con el poder personal del soberano. Identificación teórica que hace del rey la
fons justitiae;
pero cuyas consecuencias prácticas son descifrables hasta en lo que parece oponerse a él y limitar su absolutismo. A causa de que el rey, por motivos de tesorería, se atribuye el derecho de vender los oficios de justicia que le "pertenecen", es por lo que encuentra frente a él a unos magistrados, propietarios de sus cargos, no sólo indóciles, sino ignorantes, interesados, dispuestos a la componenda. A causa de que crea sin cesar nuevos oficios, multiplica los conflictos de poder y de jurisdicción. A causa de que ejerce un poder demasiado ceñido sobre su "gente" y le confiere un poder casi discrecional, intensifica los conflictos en la magistratura. A causa de que ha colocado la justicia en competencia con demasiados procedimientos apresurados (jurisdicciones de los prebostes o de los tenientes de policía) o con medidas administrativas, paraliza la justicia reglamentada y la vuelve unas veces indulgente e insegura y otras precipitada y severa.
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No son tanto, o únicamente, los privilegios de la justicia, su arbitrariedad, su arrogancia arcaica, sus derechos sin control, los criticados; sino más bien la mezcla de sus debilidades y sus excesos, de sus exageraciones y sus lagunas, y sobre todo el principio mismo de esta mezcla, el sobrepoder monárquico. El verdadero objetivo de la reforma, y esto desde sus formulaciones más generales, no es tanto fundar un nuevo derecho de castigar a partir de principios más equitativos, sino establecer una nueva "economía" del poder de castigar, asegurar una mejor distribución de este poder, hacer que no esté ni demasiado concentrado en algunos puntos privilegiados, ni demasiado dividido entre unas instancias que se oponen: que esté repartido en circuitos homogéneos susceptibles de ejercerse en todas partes, de manera continua, y hasta el grano más fino del cuerpo social.
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La reforma del derecho criminal debe ser leída como una estrategia para el reacondicionamiento del poder de castigar, según unas modalidades que lo vuelvan más regular, más eficaz, más constante y mejor detallado en sus efectos; en suma, que aumente estos efectos disminuyendo su costo económico (es decir disociándolo del sistema de la propiedad, de las compras y de las ventas, de la venalidad tanto de los oficios como de las decisiones mismas) y su costo político (disociándolo de la arbitrariedad del poder monárquico). La nueva teoría jurídica de la penalidad cubre de hecho una nueva "economía política" del poder de castigar. Se comprende entonces por qué esta "reforma" no ha tenido un punto de origen único. No son los justiciables más ilustrados, ni los filósofos enemigos del despotismo y amigos de la humanidad, no son siquiera los grupos sociales opuestos a los parlamentarios los que se encuentran en el punto de partida de la reforma. O, más bien, no son ellos únicamente; en el mismo proyecto global de una nueva distribución del poder de castigar y de una nueva repartición de sus efectos, no pocos intereses diferentes vienen a coincidir. La reforma no ha sido preparada en el exterior del aparato judicial y contra todos sus representantes; ha sido preparada, y en cuanto a lo esencial, desde el interior, por un número muy grande de magistrados y a partir de objetivos que les eran comunes y de los conflictos de poder que los oponían unos a otros. Cierto es que los reformadores no constituían la mayoría entre los magistrados; pero fueron efectivamente juristas quienes delinearon los principios generales: un poder de juzgar sobre el cual no habría de pesar el ejercicio inmediato de la soberanía del príncipe; un poder de juzgar liberado de la pretensión de legislar; un poder de juzgar independiente de las relaciones de propiedad, y que, no teniendo otras funciones que la de juzgar, ejerciera plenamente su poder. En una palabra, hacer que el poder de juzgar no siguiera dependiendo de los privilegios múltiples, discontinuos, contradictorios a veces, de la soberanía, sino de los efectos continuamente distribuidos de la fuerza pública. Este principio general define una estrategia de conjunto que ha cobijado no pocos combates diferentes. Los de filósofos como Voltaire y publicistas como Brissot o Marat; pero también los de magistrados cuyos intereses, no obstante, eran muy distintos: Le Trosne, consejero del presidial de Orléans, y Lacretelle, fiscal general en el parlamento; Target, que con los parlamentos se opone a la reforma de Maupeou; pero también J. N. Moreau, que sostiene el poder real contra los parlamentarios; Servan y Dupaty, magistrados uno y otro, pero en conflicto con sus colegas, etc.

A lo largo de todo el siglo XVIII, en el interior y en el exterior del aparato judicial, en la práctica penal cotidiana como en la crítica de las instituciones, se advierte la formación de una nueva estrategia para el ejercicio del poder de castigar. Y la "reforma" propiamente dicha, tal como se formula en las teorías del derecho o tal como se esquematiza en los proyectos, es la prolongación política o filosófica de esta estrategia, con sus objetivos primeros: hacer del castigo y de la represión de los ilegalismos una función regular, coextensiva a la sociedad; no castigar menos, sino castigar mejor; castigar con una severidad atenuada quizá, pero para castigar con más universalidad y necesidad; introducir el poder de castigar más profundamente en el cuerpo social.

La coyuntura que vio nacer a la reforma no es, por lo tanto, la de una nueva sensibilidad, sino la de otra política respecto de los ilegalismos.

Se puede decir esquemáticamente que bajo el Antiguo Régimen, los diferentes estratos sociales tenían cada cual su margen de ilegalismo tolerado: la no aplicación de la regla, la inobservancia de los innumerables edictos u ordenanzas era una condición del funcionamiento político y económico de la sociedad. ¿Rasgo éste que no es particular al Antiguo Régimen? Sin duda. Pero este ilegalismo estaba entonces tan profundamente anclado y era tan necesario a la vida de cada capa social, que tenía en cierto modo su coherencia y su economía propias. Unas veces presentaba una forma absolutamente estatutaria que hacía de él menos un ilegalismo que una exención regular: eran los privilegios concedidos a los individuos y a las comunidades. Tan pronto presentaba la forma de una inobservancia masiva y general que hacía que durante décadas, siglos a veces, unas ordenanzas podían ser publicadas y renovadas incesantemente sin llegar jamás a aplicación. Tan pronto se trataba de un desuso progresivo que en ocasiones daba lugar a reactivaciones repentinas. Tan pronto, de un consentimiento mudo del poder, de una negligencia, o simplemente de la imposibilidad efectiva de imponer la ley y de reprimir a los infractores. Las capas más desfavorecidas de la población carecían, en principio, de privilegios, pero beneficiaban, en los márgenes de lo que les estaba impuesto por las leyes y las costumbres, de un espacio de tolerancia, conquistado por la fuerza o la obstinación, y este espacio era para ellas una condición tan indispensable de existencia, que a menudo estaban dispuestas a sublevarse para defenderlo. Las tentativas hechas periódicamente para reducirlo, prevaliéndose de viejas reglas o afinando sus procedimientos de represión, provocaban en todo caso agitaciones populares, del mismo modo que los intentos de reducir determinados privilegios agitaban a la nobleza, el clero y la burguesía.

Ahora bien, este ilegalismo necesario y del cual cada capa social llevaba consigo las formas específicas, se encontraba encerrado en una serie de paradojas. En sus regiones inferiores, coincidía con la criminalidad, de la cual le era difícil distinguirse jurídicamente ya que no moralmente: del ilegalismo fiscal al ilegalismo aduanero, al contrabando, al pillaje, a la lucha armada contra los recaudadores de contribuciones y después contra los propios soldados, y a la rebelión, existía una continuidad, cuyas fronteras eran difíciles de marcar; o también la vagancia (severamente castigada según ordenanzas jamás aplicadas), con todo lo que implicaba de rapiñas, robos calificados, asesinatos a veces, servía de medio acogedor para los desocupados, para los obreros que habían abandonado irregularmente a sus patronos, para los criados que tenían algún motivo de huir de sus amos, para los aprendices mal tratados, para los soldados desertores, para todos cuantos querían sustraerse al alistamiento forzoso. De suerte que la criminalidad se fundaba en un ilegalismo más amplio, al cual estaban ligadas las capas populares como a condiciones de existencia; e inversamente, este ilegalismo era un factor perpetuo de aumento de la criminalidad. De ahí una ambigüedad en las actitudes populares: de un lado el criminal —sobre todo cuando se trataba de un contrabandista o de un campesino que huía de las exacciones de un amo— beneficiaba de una valorización espontánea: se distinguía, en sus violencias, el hilo que unía directamente con las viejas luchas; pero, por otra parte, aquel que al abrigo de un ilegalismo aceptado por la población, cometía crímenes a costa de ésta, el mendigo vagabundo, por ejemplo, que robaba y asesinaba, llegaba a ser fácilmente objeto de un odio particular: había vuelto contra los más desfavorecidos un ilegalismo que estaba integrado a sus condiciones de existencia. Así se enlazaban en torno de los crímenes la glorificación y el horror; la ayuda efectiva y el miedo alternaban respecto de esta población inestable, de la cual se sabía estar tan cerca, pero en la que se advertía bien que podía nacer el crimen. El ilegalismo popular envolvía todo un núcleo de criminalidad que era a la vez su forma extrema y su peligro interno.

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