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Authors: Michael Foucault

Vigilar y Castigar (11 page)

Pero el efecto, como el uso, de esta literatura era equívoco. El condenado se encontraba convertido en héroe por la multiplicidad de sus fechorías ampliamente exhibidas, y a veces la afirmación de su tardío arrepentimiento. Contra la ley, contra los ricos, los poderosos, los magistrados, contra la gendarmería o la ronda, contra la recaudación de impuestos y sus agentes, aparecía como protagonista de un combate, en el que cada cual se reconocía fácilmente. Los crímenes proclamados ampliaban hasta la epopeya unas luchas minúsculas que la sombra protegía cotidianamente. Si el condenado se mostraba arrepentido, pidiendo perdón a Dios y a los hombres por sus crímenes, se le veía purificado: moría, a su manera , como un santo. Pero su misma irreductibilidad constituía su grandeza: al no ceder en los suplicios, mostraba una fuerza que ningún poder lograba doblegar: "El día de la ejecución, frío, sereno e impasible, se me vio hacer sin emoción la pública retractación, téngase o no por increíble. Luego en la cruz fui a sentarme sin que tuvieran que ayudarme."
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Héroe negro o criminal reconciliado, defensor del verdadero derecho o fuerza imposible de someter, el criminal de las hojas sueltas, de las gacetillas, de los almanaques, de las bibliotecas azules, lleva consigo, bajo la moral aparente del ejemplo que no se debe seguir, toda una memoria de luchas y de enfrentamientos. Se ha visto a condenados que después de su muerte se convertían en una especie de santos, cuya memoria se honra y cuya tumba se respeta.
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Se ha visto a condenados pasar casi por completo del lado del héroe positivo. Se ha visto a condenados para los cuales la gloria y la abominación no estaban disociadas, sino que subsistían largo tiempo todavía en una figura reversible. En toda esta literatura de crímenes, que proliféra en torno de algunas altas siluetas,
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no hay que ver sin duda ni una "expresión popular" en estado puro, ni tampoco una acción concertada de propaganda y de moralización, venida de arriba, sino el punto de encuentro de dos acometidas de la práctica penal, una especie de frente de lucha en torno del crimen, de su castigo y de su memoria. Si estos relatos pueden ser impresos y puestos en circulación, es porque se espera de ellos efecto de control ideológico,
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fábulas verídicas de la pequeña historia. Pero si son acogidos con tanta atención, si forman parte de las lecturas de base de las clases populares, es porque en ellos no sólo encuentran recuerdos sino puntos de apoyo; el interés de "curiosidad" es también un interés político. De suerte que tales discursos pueden ser leídos como discursos de doble cara, por los hechos que refieren, por la repercusión que les da y la gloria que confieren a esos criminales designados como "ilustres" y sin duda por las palabras mismas que emplean (habría que estudiar el uso de categorías como la de "desdicha", la de "abominación", o de calificativos como "famoso", "lamentable" en relatos como
Histoire de la vie,
grandes voleries
et subtilités de
Guillen
et de ses compagnons et de leur fin lamentable et malheureuse.
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Hay que referir sin duda a esta literatura las "emociones de patíbulo", donde se enfrentaban a través del cuerpo del ajusticiado el poder que condenaba y el pueblo que era testigo, participante, víctima eventual y "eminente" de esta ejecución. En la estela de una ceremonia que canalizaba mal las relaciones de poder que trataba de ritualizar, se ha precipitado toda una masa de discursos, prosiguiendo el mismo enfrentamiento; la proclamación póstuma de los crímenes justificaba la justicia, pero glorificaba también al criminal. De ahí que pronto los reformadores del sistema penal pidieran la supresión de esas hojas sueltas.
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De ahí que entre el pueblo provocara un interés tan vivo aquello que desempeñaba en cierto modo el papel de la epopeya menor y cotidiana de los ilegalismos. De ahí que perdieran importancia a medida que se modificó la función política del ilegalismo popular.

Y desaparecieron a medida que se desarrollaba una literatura del crimen completamente distinta: una literatura en la que el crimen aparece glorificado, pero porque es una de las bellas artes, porque sólo puede ser obra de caracteres excepcionales, porque revela la monstruosidad de los fuertes y de los poderosos, porque la perversidad es todavía una manera de ser un privilegiado: de la novela negra a Quincey, o del
Castillo
de Otranto
a Baudelaire, hay toda una reescritura estética del crimen, que es también la apropiación de la criminalidad bajo formas admisibles. Se trata, en apariencia, del descubrimiento de la belleza y de la grandeza del crimen; de hecho es la afirmación de que la grandeza también tiene derecho al crimen y que llega a ser incluso el privilegio exclusivo de los realmente grandes. Los bellos asesinatos no son para los artesanos del ilegalismo. En cuanto a la literatura policíaca, a partir de Gaboriau, responde a este primer desplazamiento: con sus ardides, sus sutilezas y la extremada agudeza de su inteligencia, el criminal que presenta se ha vuelto libre de toda sospecha; la lucha entre dos puras inteligencias —la del asesino y la del detective— constituirá la forma esencial del enfrentamiento. Se está totalmente alejado de aquellos relatos que detallaban la vida y las fechorías del criminal, que le hacían confesar sus propios crímenes y que referían con pelos y señales el suplicio sufrido; se ha pasado de la exposición de los hechos y de la confesión al lento proceso del descubrimiento; del momento del suplicio a la fase de la investigación; del enfrentamiento físico con el poder a la lucha intelectual entre el criminal y el investigador. No son simplemente las hojas sueltas las que desaparecen cuando nace la literatura policíaca; es la gloria del malhechor rústico y es la sombría glorificación por el suplicio. £1 hombre del pueblo es ahora demasiado sencillo para ser el protagonista de las verdades sutiles. En este nuevo género no hay ya ni héroes populares ni grandes ejecuciones; se es perverso, pero inteligente, y de ser castigado no hay que sufrir. La literatura policíaca traspone a otra clase social ese brillo que rodeaba al criminal. En cuanto a los periódicos, reproducirán en sus gacetillas cotidianas la opaca monotonía sin epopeya de los delitos y de sus castigos. A cada cual lo que le corresponde; que el pueblo se despoje del viejo orgullo de sus crímenes; los grandes asesinatos se han convertido en el juego silencioso de los cautos.

CASTIGO
I. EL CASTIGO GENERALIZADO

"Que las penas sean moderadas y proporcionadas a los delitos, que la muerte no se pronuncie ya sino contra los culpables de asesinato, y que los suplicios que indignan a la humanidad sean abolidos."
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La protesta contra los suplicios se encuentra por doquier en la segunda mitad del siglo XVIII: entre los filósofos y los teóricos del derecho; entre juristas, curiales y parlamentarios; en los Cuadernos de quejas y en los legisladores de las asambleas. Hay que castigar de otro modo: deshacer ese enfrentamiento físico del soberano con el condenado; desenlazar ese cuerpo a cuerpo, que se desarrolla entre la venganza del príncipe y la cólera contenida del pueblo, por intermedio del ajusticiado y del verdugo. Muy pronto el suplicio se ha hecho intolerable. Irritante, si se mira del lado del poder, del cual descubre la tiranía, el exceso, la sed de desquite y "el cruel placer de castigar".
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Vergonzoso, cuando se mira del lado de la víctima, a la que se reduce a la desesperación y de la cual se quisiera todavía que bendijera "al cielo y a sus jueces de los que parece abandonada".
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Peligroso de todos modos, por el apoyo que en él encuentran una contra otra, la violencia del rey y la del pueblo. Como si el poder soberano no viera, en esta emulación de atrocidad, un reto que él mismo lanza y que muy bien podrá ser recogido un día: acostumbrado "a ver correr la sangre", el pueblo aprende pronto "que no puede vengarse sino con sangre".
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En estas ceremonias que son objeto de tantos ataques adversos, se percibe el entrecruzamiento de la desmesura de la justicia armada y la cólera del pueblo al que se amenaza. Joseph de Maistre reconocerá en esta relación uno de los mecanismos fundamentales del poder absoluto: entre el príncipe y el pueblo, el verdugo constituye un engranaje; la muerte que da es como la de los campesinos sojuzgados que construían San Petersburgo por encima de los pantanos y de las pestes: es principio de universalidad; de la voluntad singular del déspota, hace una ley para todos, y de cada uno de esos cuerpos destruidos, una piedra para el Estado; ¿qué importa que se descargue sobre inocentes? En esta misma violencia, aventurada y ritual, los reformadores del siglo XVIII denunciaron por el contrario lo que excede, de una parte y de otra, el ejercicio legítimo del poder: la tiranía, según ellos, se enfrenta en la violencia a la rebelión; llámanse la una a la otra. Doble peligro. Es preciso que la justicia criminal, en lugar de vengarse, castigue al fin.

Esta necesidad de un castigo sin suplicio se formula en primer lugar como un grito del corazón o de la naturaleza indignada: en el peor de los asesinos, una cosa al menos es de respetar cuando se castiga: su "humanidad". Llegará un día, en el siglo XIX, en el que este "hombre", descubierto en el criminal, se convertirá en el blanco de la intervención penal, en el objeto que pretende corregir y trasformar, en el campo de toda una serie de ciencias y de prácticas extrañas —"penitenciarias", "criminológicas". Pero en esta época de las Luces no es de ningún modo como tema de un saber positivo por lo que se le niega el hombre a la barbarie de los suplicios, sino como límite de derecho: frontera legítima del poder de castigar. No aquello sobre lo que tiene que obrar si quiere modificarlo, sino lo que debe dejar intacto para poder respetarlo.
Noli me tangere.
Marca el límite puesto a la venganza del soberano. El "hombre" que los reformadores han opuesto al despotismo de patíbulo, es también un hombre-medida; no de las cosas, sin embargo, sino del poder.

El problema es, pues: ¿cómo este hombre-límite le ha sido negado a la práctica tradicional de los castigos? ¿De qué manera se ha convertido en la gran justificación moral del movimiento de reforma? ¿Por qué ese horror tan unánime a los suplicios y tal insistencia lírica en favor de unos castigos considerados "humanos"? O, lo que es lo mismo, ¿cómo se articulan uno sobre otro en una estrategia única, esos dos elementos presentes por doquier en la reivindicación en pro de una penalidad suavizada: "medida" y "humanidad"? Elementos tan necesarios y con todo tan inciertos, que son ellos —confusos y todavía asociados en la misma relación dudosa— los que se encuentran, hoy que se plantea de nuevo, o más bien siempre, el problema de una economía de los castigos. Es como si el siglo XVIII hubiera abierto la crisis de esta economía, y propuesto para resolverla la ley fundamental de que el castigo debe tener la "humanidad" como "medida", sin que se haya podido dar un sentido definitivo a este principio, considerado sin embargo como insoslayable. Es preciso, pues, referir el nacimiento y la primera historia de esta enigmática "benignidad".

Se encomia a los grandes "reformadores" —a Beccaria, Servan, Dupaty o Lacretelle, a Duport, Pastoret, Target, Bergasse, a los redactores de los Cuadernos o a los Constituyentes— por haber impuesto esta benignidad a un aparato judicial y a unos teóricos "clásicos" que, todavía en el siglo XVIII, la rechazaban, y con un rigor argumentado.
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Es preciso, sin embargo, situar esta reforma en un proceso que los historiadores han puesto en evidencia recientemente por el estudio de los archivos judiciales: la relajación de la penalidad en el curso del siglo XVIII o, de manera más precisa, el doble movimiento por el cual, durante este periodo, los crímenes parecen perder violencia, en tanto que los castigos, recíprocamente, se descargan de una parte de su intensidad, aunque a costa de intervenciones múltiples. Desde fines del siglo XVII, en efecto, se nota una disminución considerable de los crímenes de sangre y, de manera general, de las agresiones físicas; los delitos contra la propiedad parecen remplazar a los crímenes violentos; el robo y la estafa, a las muertes, las heridas y los golpes; la delincuencia difusa, ocasional, pero frecuente de las clases más pobres se encuentra sustituida por una delincuencia limitada y "hábil"; los criminales del siglo XVII son "hombres agotados, mal alimentados, dominados en absoluto por la sensación del instante, iracundos, criminales de verano"; los del siglo XVIII, "ladinos, astutos, tunantes calculadores", criminalidad de "marginados";
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en fin, la organización interna de la delincuencia se modifica: las grandes bandas de malhechores (merodeadores formados en pequeñas unidades armadas, grupos de contrabandistas que disparan contra los empleados del resguardo, soldados licenciados o desertores que vagabundean juntos) tienden a disociarse; mejor perseguidos, sin duda, obligados a hacerse más pequeños para pasar inadvertidos, apenas algo más que un puñado de hombres, con frecuencia se limitan a operaciones más furtivas, con un menor despliegue de fuerzas y menores riesgos de matanzas: "La liquidación física o la dislocación institucional de grandes bandas... deja después de 1755 el campo libre a una delincuencia antipropiedad que se revela ya individualista o que llega a ser obra de muy pequeños grupos compuestos de ladrones de capas o de cortabolsas: sus efectivos no sobrepasan cuatro personas."
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Un movimiento global hace que el ilegalismo del ataque a los cuerpos derive hacia la malversación más o menos directa de los bienes; y de la "criminalidad de masas", hacia una "criminalidad de flecos y de márgenes", reservada por una parte a profesionales. Es como si hubiese ocurrido una baja progresiva de estiaje, "un desarme de las tensiones que reinan en las relaciones humanas,... un mejor control de los impulsos violentos",
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y como si las prácticas ¡legalistas hubiesen por sí mismas aflojado su dominio sobre el cuerpo y se hubiesen dirigido a otros blancos. Suavizamiento de los crímenes antes del suavizamiento de las leyes. Ahora bien, esta trasformación no puede separarse de muchos procesos subyacentes; y en primer lugar, como lo nota P. Chaunu, de una modificación en el juego de presiones económicas, de una elevación general del nivel de vida, de un fuerte crecimiento demográfico, de una multiplicación de las riquezas y de las propiedades y de la "necesidad de seguridad que es una de sus consecuencias".
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Además, se comprueba, a lo largo del siglo XVIII, cierta agravación de la justicia, cuyos textos, en varios puntos, aumentan su severidad: en Inglaterra, de los 223 crímenes capitales que estaban definidos, a comienzos del siglo XIX, 156 lo habían sido en el curso de los 100 últimos años;
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en Francia, la legislación sobre la vagancia había sido renovada y agravada en varias ocasiones desde el siglo XVII; un ejercicio más ceñido y más escrupuloso de la justicia tiende a tomar en cuenta toda una pequeña delincuencia que en otro tiempo dejaba escapar más fácilmente: "se vuelve en el siglo XVIII más lenta, más pesada, más severa con el robo, cuya frecuencia relativa ha aumentado, y para el cual adopta en adelante unes aires burgueses de justicia de clase";
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el desarrollo en Francia sobre todo, pero más todavía en París, de un aparato policíaco que, impidiendo el desarrollo de una criminalidad organizada y a cielo abierto, la empuja hacia formas más discretas. Y a este conjunto de precauciones hay que agregar la creencia, bastante difundida, en un aumento incesante y peligroso de los crímenes. Mientras que los historiadores de hoy día comprueban una disminución de las grandes bandas de malhechores, Le Trosne ve que se abaten, como nubes de langosta, sobre toda la campiña francesa: "Son insectos voraces que destruyen cotidianamente la subsistencia de los labradores. Son, para hablar sin metáfora, tropas enemigas diseminadas sobre la superficie del territorio, que viven sobre él a discreción como en país conquistado y que imponen-verdaderas contribuciones con el título de limosna": parece ser que les costaba a los campesinos más pobres más que la talla,
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y un tercio al menos allí donde ésta es más elevada.
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La mayoría de los observadores sostienen que la delincuencia aumenta; lo afirman, naturalmente, aquellos que son partidarios de un rigor mayor, lo afirman también quienes piensan que una justicia más mesurada en sus violencias sería más eficaz, menos dispuesta a retroceder ante sus propias consecuencias;
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lo afirman los magistrados, que se dicen desbordados por el número de procesos: "la miseria de los pueblos y la corrupción de las costumbres han multiplicado los crímenes y los culpables";
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lo demuestra en todo caso la práctica real de los tribunales. "Es ya claramente la era revolucionaria e imperial la que anuncian los últimos años del Antiguo Régimen. Impresionará, en los procesos de 1782-1789, el aumento de los peligros. Severidad para con los pobres, negativa concertada de testimonio, aumento recíproco de las desconfianzas, de los odios y de los temores."
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