Read Vigilar y Castigar Online
Authors: Michael Foucault
Regla de la certidumbre absoluta.
Es preciso que a la idea de cada delito y de las ventajas que de él se esperan, vaya asociada la idea de un castigo determinado con los inconvenientes precisos que de él resultan; es preciso que, entre una y otra, se considere el vínculo como necesario y que nada pueda romperlo. Este elemento general de la certidumbre que debe comunicar su eficacia al sistema punitivo implica cierto número de medidas precisas. Que las leyes que definen los delitos y prescriben las penas sean absolutamente claras, "con el fin de que cada miembro de la sociedad pueda distinguir las acciones criminales de las acciones virtuosas".
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Que estas leyes se publiquen, que cada cual pueda tener acceso a ellas; se dan por terminadas las tradiciones orales y las costumbres, y hay en cambio una legislación escrita, que sea "el monumento estable del pacto social", unos textos impresos, facilitados al conocimiento de todos: "Únicamente la imprenta puede hacer que todo el público, y no tan sólo algunos particulares, sea depositario del código sagrado de las leyes."
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Que el monarca renuncie a su derecho de gracia, para que la fuerza presente en la idea de la pena no quede atenuada por la esperanza de dicha intervención: "Si se deja ver a los hombres que el crimen puede perdonarse y que el castigo no es su consecuencia necesaria, se alimenta en ellos la esperanza de la impunidad... que las leyes sean inexorables y los ejecutores inflexibles."
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Y sobre todo que ningún delito cometido se sustraiga a la mirada de quienes tienen que hacer justicia; nada vuelve más frágil el aparato de las leyes que la esperanza de la impunidad; ¿cómo podría establecerse en el ánimo de los justiciables un vínculo estricto entre una mala acción y una pena, si viniese a afectarlo cierto coeficiente de improbabilidad? ¿No se debería hacer que la pena fuera tanto más temible por su violencia cuanto menos de temer es por su poca certidumbre? Más que imitar así el antiguo sistema y ser "más severo, hay que ser más vigilante".
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De ahí la idea de que el aparato de justicia debe ir unido a un órgano de vigilancia que le esté directamente coordinado, y que permita o bien impedir los delitos o bien, de haber sido conocidos, detener a sus autores; policía y justicia deben marchar juntas como las dos acciones complementarias de un mismo proceso, garantizando la policía "la acción de la sociedad sobre cada individuo", y la justicia, "los derechos de los individuos contra la sociedad";
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así, cada crimen saldrá a la luz del día, y será castigado con toda certeza. Pero es preciso además que los procedimientos no se mantengan secretos, que los motivos por los que se ha condenado o puesto en libertad a un inculpado sean conocidos de todos, y que cada cual pueda reconocer los motivos de castigar: "Que el magistrado pronuncie su opinión en voz alta, que esté obligado a consignar en su sentencia el texto de la ley que condena al culpable,... que los procedimientos sepultados misteriosamente en las tinieblas de las escribanías se pongan a la vista de todos los ciudadanos que se interesan por la suerte de los condenados."
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Regla de la verdad común.
Bajo este principio de una gran trivialidad se oculta una trasformación de importancia. £1 antiguo sistema de las pruebas legales, el uso de la tortura, el arrancar la confesión por la fuerza, la utilización del suplicio, del cuerpo y del espectáculo para la reproducción de la verdad habían aislado durante largo tiempo la práctica penal de las formas comunes de la demostración: las semipruebas hacían semiverdades y semiculpables, unas frases arrancadas por el dolor tenían valor de autentificación, una presunción llevaba emparejado un grado de pena. Sistema cuya heterogeneidad en el régimen ordinario de la prueba no constituyó realmente un escándalo hasta el día en que el poder de castigar necesitó, para su economía propia, un clima de certidumbre irrefutable. ¿Cómo unir de manera absoluta en el ánimo de los hombres la idea del crimen y la del castigo, si la realidad de éste no sigue, en todos los casos, a la realidad del hecho vituperable? Establecerla, con toda evidencia, y según unos medios válidos para todos, se convierte en una tarea primordial. La verificación del crimen debe obedecer a los criterios generales de toda verdad. La sentencia judicial, en los argumentos que emplea, en las pruebas que aporta, debe ser homogénea al juicio. Por lo tanto, abandono de las pruebas legales; rechazo de la tortura, necesidad de una demostración completa para hacer una verdad justa, supresión de toda correlación entre los grados de la sospecha y los de la pena. Lo mismo que una verdad matemática, la verdad del delito no podrá ser admitida sino una vez enteramente probada. Síguese de esto que, hasta la demostración final de su delito, debe reputarse inocente al inculpado; y que para la demostración, el juez debe utilizar no unas formas rituales, sino unos instrumentos comunes, la razón de todo el mundo, que es igualmente la de los filósofos y de los doctos: "En teoría, considero al magistrado como un filósofo que se propone descubrir una verdad interesante... Su sagacidad le hará captar todas las circunstancias y todas las relaciones, comparar o separar lo que debe serlo para juzgar sanamente."
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La investigación, ejercicio de la razón común, se desembaraza del antiguo modelo inquisitorial, para adoptar el mucho más flexible (y doblemente validado por la ciencia y el sentido común) de la investigación empírica. El juez será como un "piloto que navega entre los escollos": "¿Cuáles serán las pruebas o con qué indicios podrá contentarse? Es lo que ni yo ni nadie se ha atrevido todavía a determinar en general; por estar ocasionadas las circunstancias a variar hasta el infinito, ya que las pruebas y los indicios deben deducirse de esas circunstancias, es preciso necesariamente que los indicios y las pruebas más claras varíen proporcionalmente."
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En adelante, la práctica penal va a encontrarse sometida a un régimen común de la verdad, o más bien a un régimen complejo en el que se enmarañan para formar la "íntima convicción" del juez unos elementos heterogéneos de demostración científica, de evidencias sensibles y de sentido común. En cuanto a la justicia penal, si bien conserva unas formas que garantizan su equidad, puede abrirse ahora a las verdades de todos los vientos, con tal de que sean evidentes, se hallen bien establecidas y puedan aceptarlas todos. El ritual judicial no es ya en sí mismo formador de una verdad compartida. Se le ha colocado en el campo de referencia de las pruebas comunes. Entáblase entonces con la multiplicidad de los discursos científicos una relación difícil e infinita, que la justicia penal no está hoy en condiciones de controlar. El que señorea la justicia no es ya señor de su verdad.
Regla de la especificación óptima.
Para que la semiótica penal cubra bien todo el campo de los legalismos que se quieren reducir, se necesita que estén calificadas todas las infracciones; es preciso que se hallen clasificadas y reunidas en especies que no dejen escapar ninguna de ellas. Se hace, por lo tanto, necesario un código, y un código lo suficientemente preciso para que cada tipo de infracción pueda estar en él claramente presente. Se debe evitar que, en el silencio de la ley, se precipite la esperanza de la impunidad. Se necesita un código exhaustivo y explícito, que defina los delitos y fije las penas.
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Pero el mismo imperativo de recuperación integral por los efectos-signo del castigo obliga a ir más lejos. La idea de un mismo castigo no tiene la misma fuerza para todo el mundo; la multa no es temible para el rico ni la infamia para quien ya ha estado expuesto a la vergüenza. La nocividad de un delito y su valor de inducción no son los mismos según el estatuto del infractor; el crimen de un noble es más nocivo para la sociedad que el de un hombre del pueblo.
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En fin, puesto que el castigo debe impedir la reincidencia, es forzoso que tenga en cuenta lo que es el criminal en su naturaleza profunda, el grado presumible de su perversidad, la cualidad intrínseca de su voluntad: "De dos hombres que han cometido el mismo robo, ¿hasta qué punto aquel que tenía apenas lo necesario es menos culpable que el que nadaba en la abundancia? Entre dos perjuros, ¿hasta qué punto aquel en quien se procuró, desde la infancia, imprimir unos sentimientos de honor es más criminal que el otro que, abandonado a la naturaleza, no recibió jamás educación alguna?"
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Se ve apuntar a la vez que la necesidad de una clasificación paralela de los crímenes y de los castigos, la necesidad de una individualización de las penas, conforme a los caracteres singulares de cada delincuente. Esta individualización habrá de gravitar muy pesadamente sobre toda la historia del derecho penal moderno; tiene ahí su punto de en-raizamiento; sin duda en términos de teoría del derecho y de acuerdo con las exigencias de la práctica cotidiana, dicha individualización se halla en oposición radical con el principio de la codificación; pero desde el punto de vista de una economía del poder de castigar, y de las técnicas por las cuales se trata de poner en circulación, en todo el cuerpo social, unos signos de castigo exactamente ajustados, sin excesos ni lagunas, sin "gasto" inútil de poder pero sin timidez, se ve bien que la codificación del sistema delitos-casti-gos y la modulación de la pareja criminal-castigo corren paralelas y se llaman la una a la otra. La individualización aparece como el objetivo último de un código exactamente adaptado.
Ahora bien, esta individualización es muy diferente por su índole de las modulaciones de la pena que se encontraban en la jurisprudencia antigua. Ésta —y sobre este punto estaba de acuerdo con la práctica penitenciaria cristiana— utilizaba para ajustar el castigo, dos series de variables, las de la "circunstancia" y las de la "intención". Es decir unos elementos que permitían calificar el propio acto. La modulación de la pena correspondía a una "casuística" en sentido amplio.
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Pero lo que comienza a esbozarse ahora es una modulación que se refiere al propio infractor, a su índole, a su modo de vida y de pensamiento, a su pasado, a la "calidad" y no ya a la intención de su voluntad. Se percibe, pero como un lugar que queda todavía vacío, el lugar donde, en la práctica penal, vendrá el saber psicológico a sustituir la jurisprudencia casuística. Naturalmente, en estos finales del siglo XVIII, se está todavía lejos de tal momento. El vínculo código-individualización se busca en los modelos científicos de la época. La historia natural ofrecía indudablemente el esquema más adecuado: la taxonomía de las especies según una gradación ininterrumpida. Se trata de constituir un Linneo de los crímenes y de las penas, de manera que cada infracción particular, y cada individuo punible, puedan caer sin arbitrariedad alguna bajo el peso de una ley general. "Es preciso establecer una tabla de todos los géneros de delitos que se adviertan en diferentes países. De acuerdo con el recuento de los crímenes, habrá que hacer una división en especies. La mejor regla para esta división es, a mi entender, separar los delitos por las diferencias de sus objetos. Esta división debe ser tal que cada especie sea muy distinta de otra, y que cada delito particular, considerado en todas sus relaciones, quede situado entre el que debe precederlo y el que debe seguirlo, y en la más exacta gradación. Esta tabla ha de ser tal, en fin, que pueda cotejarse con otra tabla compuesta para las penas y de manera que puedan responder exactamente la una a la otra."
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En teoría, o en sueño más bien, la doble taxonomía de los castigos y de los crímenes puede resolver el problema: ¿cómo aplicar leyes fijas a individuos singulares?
Pero lejos de este modelo especulativo estaban por la misma época constituyéndose, de manera todavía bastante tosca, unas formas de individualización antropológica. En primer lugar, con la noción de reincidencia. No quiere decir esto que la reincidencia fuera desconocida por las antiguas leyes criminales;
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pero tiende a volverse una calificación del propio delincuente susceptible de modificar la pena dictada: según la legislación de 1791, a los reincidentes podía imponérseles en casi todos los casos una duplicación de la pena; según la ley de Floréal del año x, debían ser marcados con la letra R, y el Código penal de 1810 les infligía o bien el máximo de la pena, o la pena inmediatamente superior. Ahora bien, a través de la reincidencia, a lo que se apunta no es al autor de un acto definido por la ley, es al sujeto delincuente, a una voluntad determinada que manifiesta su índole intrínsecamente criminal. Poco a poco, a medida que la criminalidad se torna, en lugar del crimen, objeto de la intervención penal, la oposición entre primerizo y reincidente tenderá a ser más importante. Y a partir de esta oposición, reforzándola en no pocos puntos, se ve por la misma época formarse la noción de crimen "pasional", crimen involuntario, irreflexivo, ligado a unas circunstancias extraordinarias, que no cuenta ciertamente con la excusa de la locura, pero que promete no ser jamás un crimen habitual. Ya Le Peletier hacía observar, en 1791, que la sutil gradación de las penas que presentaba a la Constituyente, podía apartar del crimen al "malvado que a sangre fría medita una mala acción", y que puede ser retenido por el temor de la pena, y que es, en cambio, impotente contra los crímenes debidos a las "violentas pasiones que no calculan"; pero que esto tiene poca importancia, ya que tales delitos no son indicio en sus autores de "ninguna perversidad razonada".
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Por debajo de la humanización de las penas, lo que se encuentra son todas esas reglas que autorizan, mejor dicho, que exigen la "suavidad", como una economía calculada del poder de castigar. Pero piden también un desplazamiento en el punto de aplicación de este poder: que no sea ya el cuerpo, con el juego ritual de los sufrimientos extremados, de las marcas manifiestas en el ritual de los suplicios; que sea el espíritu o más bien un juego de representaciones y de signos circulando con discreción pero necesidad y evidencia en el ánimo de todos. No ya el cuerpo, sino el alma, decía Mably. Y vemos bien lo que hay que entender por este término: el correlato de una técnica de poder. Es la despedida a las viejas "anatomías" punitivas. Pero ¿se ha entrado, por ello, y realmente, en la era de los castigos no corporales?