Read Vigilar y Castigar Online
Authors: Michael Foucault
En el punto de partida se puede colocar, por lo tanto, el proyecto político de la exacta división en zonas y rastrillado de los ilegalismos, el de generalizar la función punitiva y el de delimitar, para controlarlo, el poder de castigar. Ahora bien, de ahí se desprenden dos líneas de objetivación del delito y del delincuente. De un lado, el delincuente designado como el enemigo de todos, que todos tienen interés en perseguir, cae fuera del pacto, se descalifica como ciudadano, y surge llevando en sí como un fragmento salvaje de naturaleza; aparece como el malvado, el monstruo, el loco quizá, el enfermo y pronto el "anormal". Es a tal título como pasará un día a ser tema de una objetivación científica y del "tratamiento" que le es correlativo. De otro lado, la necesidad de medir, desde el interior, los efectos del poder punitivo prescribe unas tácticas de intervención sobre todos los criminales, actuales o eventuales: la organización de un campo de prevención, el cálculo de los intereses, la puesta en circulación de representaciones y de signos, la constitución de un horizonte de certidumbre y de verdad, la adecuación de las penas a variables cada vez más finas; todo esto conduce igualmente a una objetivación de los delincuentes y de los delitos. En ambos casos, se ve cómo la relación de poder subyacente bajo el ejercicio del castigo comienza a acompañarse de una relación de objeto en la cual se encuentran encerrados no sólo el delito como hecho que establecer según unas normas comunes, sino el delincuente como individuo a quien conocer según unos criterios específicos. Se ve también que esta relación de objeto no viene a superponerse, desde el exterior, a la práctica punitiva, como lo haría un interdicto opuesto a la saña de los suplicios por los límites de la sensibilidad, o como lo haría una interrogación, racional o "científica", sobre lo que es ese hombre al que se castiga. Los procesos de objetivación nacen en las tácticas mismas del poder y en la ordenación de su ejercicio.
Sin embargo, estos dos tipos de objetivación que se dibujan con los proyectos de reforma penal son muy diferentes uno de otro: por su cronología y por sus efectos. La objetivación del delincuente al margen de la ley, hombre de la naturaleza, no es todavía sino una virtualidad, una línea de perspectiva, donde se entrecruzan los temas de la crítica política y las figuras de lo imaginario. Habrá que aguardar largo tiempo para que el
homo criminalis
llegue a ser un objeto definido en un campo de conocimiento. El otro, por el contrario, ha tenido efectos mucho más rápidos y decisivos en la medida en que estaba más directamente vinculado con la reorganización del poder de castigar: codificación, definición de los delitos, fijación de tarifas de las penas, reglas de procedimiento, definición del papel de los magistrados. Y también porque se apoyaba sobre el discurso ya constituido de los Ideólogos. Éste daba, en efecto, por la teoría de los intereses, de las representaciones y de los signos, por las series y las génesis que reconstituía, una especie de receta general para el ejercicio del poder sobre los hombres: el "espíritu" como superficie de inscripción para el poder, con la semiología como instrumento; la sumisión de los cuerpos por el control de las ideas; el análisis de las representaciones como principio en una política de los cuerpos mucho más eficaz que la anatomía ritual de los suplicios. El pensamiento de los ideólogos no ha sido únicamente una teoría del individuo y de la sociedad; se ha desarrollado como una tecnología de los poderes sutiles, eficaces y económicos, en oposición a los gastos suntuarios del poder de los soberanos. Escuchemos una vez más a Servan: es preciso que las ideas de crimen y de castigo estén fuertemente ligadas y "se sucedan sin intervalo... Cuando hayáis formado así la cadena de las ideas en la cabeza de vuestros ciudadanos, podréis entonces jactaros de conducirlos y de ser sus amos. Un déspota imbécil puede obligar a unos esclavos con unas cadenas de hierro; pero un verdadero político ata mucho más fuertemente por la cadena de sus propias ideas. Sujeta el primer cabo al plano fijo de la razón; lazo tanto más fuerte cuanto que ignoramos su textura y lo creemos obra nuestra; la desesperación y el tiempo destruyen los vínculos de hierro y de acero, pero no pueden nada contra la unión habitual de las ideas, no hacen sino estrecharla más; y sobre las flojas fibras del cerebro se asienta la base inquebrantable de los Imperios más sólidos".
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Esta semiotécnica de los castigos, este "poder ideológico" es el que, en parte al menos, va a quedar en suspenso y habrá de ser sustituido por una nueva anatomía en la que el cuerpo, de nuevo, pero en forma inédita, será el personaje principal. Y esta nueva anatomía política permitirá volver a cruzar las dos líricas de objetivación divergentes que vemos formarse en el siglo XVIII: la que rechaza al delincuente "al otro lado", al lado de una naturaleza contra natura; y la que trata de controlar la delincuencia, por una economía calculada de los castigos. Una ojeada al nuevo arte de castigar demuestra la sustitución de la semiotécnica punitiva por una nueva política del cuerpo.
El arte de castigar debe apoyarse, por lo tanto, en toda una tecnología de la representación. La empresa no puede lograrse más que si se inscribe en una mecánica natural. "Semejante a la gravitación de los cuerpos, una fuerza secreta nos impulsa constantemente hacia nuestro bienestar. Este impulso no sufre otra influencia que la de los obstáculos que las leyes le oponen. Todas las acciones diversas del hombre son los efectos de esta tendencia interna." Encontrar para un delito el castigo que conviene es encontrar la desventaja cuya idea sea tal que vuelva definitivamente sin seducción la idea de una acción reprobable. Arte de las energías que se combaten, arte de las imágenes que se asocian, fabricación de vínculos estables que desafían el tiempo: se trata de constituir unas parejas de representación de valores opuestos, de instaurar diferencias cuantitativas entre las fuerzas presentes, de establecer un juego de signos-obstáculo que puedan someter el movimiento de las fuerzas a una relación de poder. "Que la idea del suplicio se halle siempre presente en el corazón del hombre débil y domine el sentimiento que le impulsa al crimen."
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Estos signos-obstáculo deben constituir el nuevo arsenal de las penas, del mismo modo que las marcas-vindicta organizaban los antiguos suplicios. Pero para funcionar deben obedecer a varias condiciones.
1)
Ser lo menos arbitrarios posible. Cierto es que la sociedad es la que define, en función de sus propios intereses, lo que debe ser considerado como delito: éste no es por lo tanto, natural. Pero si se quiere que el castigo pueda presentarse sin dificultad al espíritu no bien se piensa en el delito, es preciso que el vínculo entre el uno y el otro sea lo más inmediato posible: de semejanza, de analogía, de proximidad. Hay que dar "a la pena toda la conformidad posible con la índole del delito, a fin de que el temor de un castigo aleje el espíritu del camino adonde lo conducía la perspectiva de un crimen ventajoso".
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El castigo ideal será trasparente al crimen que sanciona; así, para el que lo contempla, será infaliblemente el signo del delito que castiga; y para aquel que piensa en el crimen, la sola idea del acto punible despertará el signo punitivo. Ventaja en cuanto a la estabilidad de la relación, ventaja en cuanto al cálculo de las proporciones entre delito y castigo y en cuanto a la lectura cuantitativa de los intereses; ventaja también puesto que, al tomar la forma de una serie natural, el castigo no aparece como efecto arbitrario de un poder humano: "Deducir el delito del castigo es la mejor manera de proporcionar el castigo al crimen. Si aquí reside el triunfo de la justicia, reside igualmente el triunfo de la libertad, ya que no procediendo las penas de la voluntad del legislador, sino de la naturaleza de las cosas, se deja de ver al hombre haciendo violencia al hombre."
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En el castigo analógico, el poder que castiga se oculta.
En cuanto a las penas que sean naturales por institución, y que reproduzcan en su forma el contenido del crimen, los reformadores han propuesto todo un arsenal. Vermeil, por ejemplo: a quienes abusen de la libertad pública, se les privará de la suya; se privará de sus derechos civiles a cuantos hayan abusado de los beneficios de la ley y de los privilegios de las funciones públicas; la multa castigará la concusión y la usura; la confiscación castigará el robo; la humillación, los delitos de "vanagloria"; la muerte, el asesinato; la hoguera, el incendio. En cuanto al envenenador, "el verdugo le presentará una copa cuyo contenido le arrojará al rostro, para abrumarlo con el horror de su crimen, ofreciéndole su imagen, y a continuación lo zambullirá en una caldera de agua hirviendo".
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¿Simple ensoñación? Quizá. Pero el principio de una comunicación simbólica lo formula también Le Peletier claramente cuando presenta en 1791 la nueva legislación criminal: "Son necesarias unas relaciones exactas entre la naturaleza del delito y la naturaleza del castigo"; el que ha sido feroz en su crimen padecerá dolores físicos; el que haya sido holgazán se verá forzado a un trabajo penoso; el que ha sido abyecto sufrirá una pena de infamia.
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No obstante unas crueldades que recuerdan mucho los suplicios del Antiguo Régimen, es un mecanismo completamente distinto el que funciona en estas penas analógicas. No se opone ya lo atroz a lo atroz en una justa de poder; no es ya la simetría de la venganza, es la trasparencia del signo a lo que significa; se quiere establecer, en el teatro de los castigos, una relación inmediatamente inteligible a los sentidos y que pueda dar lugar a un cálculo simple. Una especie de estética razonable de la pena. "No es únicamente en las bellas artes donde hay que seguir fielmente la naturaleza; las instituciones políticas, al menos aquellas que tienen un carácter de prudencia y elementos de duración, se fundan en la naturaleza."
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Que el castigo derive del crimen; que la ley parezca ser una necesidad de las cosas, y que el poder obre ocultándose bajo la fuerza benigna de la naturaleza.
2)
Este juego de signos debe apoyarse en el mecanismo de las fuerzas: disminuir el deseo que hace atractivo el delito, aumentar el interés que convierte la pena en algo temible; invertir la relación de las intensidades, hacer de modo que la representación de la pena y de sus desventajas sea más viva que la del delito con sus placeres. Todo un mecanismo, pues, del interés, de su movimiento, de la manera en que se representa y de la vivacidad de esta representación. "El legislador debe ser un arquitecto hábil que sepa a la vez emplear todas las fuerzas que pueden contribuir a la solidez del edificio y amortiguar todas aquellas que podrían arruinarlo."
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Existen varios medios. "Ir derechamente a la fuente del mal."
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Quebrar el móvil que anima la representación del delito. Quitarle toda fuerza al interés que lo ha hecho nacer. Tras de los delitos de vagancia, está la pereza; ésta es la que hay que combatir. "No se logrará nada encerrando a los mendigos en unas prisiones infectas que son más bien cloacas"; habrá que obligarlos a trabajar. "Utilizarlos es el mejor medio de castigarlos."
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Contra una mala pasión, una buena costumbre; contra una fuerza, otra fuerza, pero se trata de la propia de la sensibilidad y de la pasión, no de las del poder con sus armas. "¿No se deben deducir todas las penas de este principio tan simple, tan afortunado y ya conocido, de elegirlas en aquello que es más deprimente para la pasión que condujo al delito cometido?"
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Poner en juego contra ella misma la fuerza que ha impulsado al delito. Dividir el interés, utilizarlo para hacer que la pena sea temible. Que el castigo irrite y estimule en mayor medida que la falta haya podido halagar. Si el orgullo hizo cometer una fechoría, que se le hiera, que se le haga rebelarse por el castigo. La eficacia de las penas infamantes estriba en que se apoyan en la vanidad que estaba en la raíz del crimen. Los fanáticos se glorian de sus opiniones y de los suplicios que sufren por ellas. Hagamos, pues, obrar contra el fanatismo la obcecación orgullosa que lo sostiene: "Comprimirlo por el ridículo y por la vergüenza; si se humilla la orgullosa vanidad de los fanáticos ante una gran multitud de espectadores, se pueden esperar felices efectos de esta pena." No serviría de nada, por el contrario, imponerles dolores físicos.
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Reanimar un interés útil y virtuoso, que el delito prueba hasta qué punto se ha debilitado. El sentimiento de respeto a la propiedad —la de las riquezas, pero también la del honor, de la libertad, de la vida—, lo ha perdido el malhechor cuando roba, calumnia, secuestra o mata. Es preciso, por lo tanto, hacérselo aprender de nuevo. Y se comenzará a enseñárselo por él mismo: se le hará experimentar lo que es perder la libre disposición de sus bienes, de su honor, de su tiempo y de su cuerpo, para que la respete a su vez en los demás.
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La pena que forma signos estables y fácilmente legibles debe también recomponer la economía de los intereses y la dinámica de las pasiones.
3)
Utilidad por consiguiente de una modulación temporal. La pena trasforma, modifica, establece signos, dispone obstáculos. ¿Qué utilidad tendría si hubiera de ser definitiva? Una pena que no tuviera término sería contradictoria: todas las coacciones que impone al condenado y de las que, una vez vuelto virtuoso, no podría jamás aprovecharse, no serían ya sino suplicios, y el esfuerzo hecho para reformarlo serían trabajo y costo perdidos por parte de la sociedad. Si hay incorregibles, es preciso decidirse a eliminarlos. Pero, en cuanto a todos los demás, las penas no pueden funcionar más que si tienen un término. Análisis aceptado por los Constituyentes: el Código de 1791 prevé la muerte para los traidores y los asesinos; todas las demás penas deben tener un término (el máximo es de veinte años).
Pero sobre todo el papel de la duración debe hallarse integrado en la economía de la pena. Los suplicios en su violencia corrían el peligro de tener este resultado: cuanto más grave era el delito, menos prolongado era su castigo. La duración intervenía efectivamente en el antiguo sistema de las penas: jornadas de picota, años de destierro, horas pasadas en expirar sobre la rueda. Pero era un tiempo de prueba, no de trasformación concertada. La duración debe permitir ahora la acción propia del castigo: "Una serie prolongada de privaciones penosas evitando a la humanidad el horror de las torturas impresiona mucho más al culpable que un instante pasajero de dolor... Renueva sin cesar a los ojos del pueblo que es testigo el recuerdo de las leyes vengativas y hace revivir en todo momento un terror saludable."
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El tiempo, operador de la pena.