Vigilar y Castigar (38 page)

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Authors: Michael Foucault

o un maestro son más capaces de ejercer esta función correctiva que los que detentan el poder penal. Es su juicio (entendido éste como comprobación, diagnóstico, caracterización, precisión, clasificación diferencial), y no ya un veredicto en forma de asignación de culpabilidad, lo que debe servir de soporte a esta modulación interna de la pena, a su suavizamiento o incluso a su suspensión. Cuando presentó Bonneville en 1846 su proyecto de libertad condicionada, la definió como "el derecho que tendría la administración, tras aviso previo de la autoridad judicial, de poner en libertad provisional después de un tiempo suficiente de expiación y mediante ciertas condiciones, al recluso completamente enmendado, a reserva de reintegrarlo a la prisión a la menor queja fundamentada".
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Toda esta "arbitrariedad" que, en el antiguo régimen penal, permitía a los jueces modular la pena y a los príncipes ponerle fin eventualmente, toda esta arbitrariedad que los códigos modernos le han retirado al poder judicial, la vemos reconstituirse, progresivamente, del lado del poder que administra y controla el castigo. Soberanía docta del guardián: "Verdadero magistrado llamado a reinar soberanamente en la casa... y que debe para no hallarse por bajo de su misión unir a la virtud más eminente una ciencia profunda de los hombres."
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Y se llega, formulado en claro por Charles Lucas, a un principio que muy pocos juristas se atreverían hoy a admitir sin reticencia, aunque marca la línea de pendiente esencial del funcionamiento penal moderno; llamémoslo la Declaración de independencia carcelaria: reivindícase en ella el derecho de ser un poder que tiene no sólo su autonomía administrativa, sino como una parte de la soberanía punitiva. Esta afirmación de los derechos de la prisión erige en principio: que el juicio criminal es una unidad arbitraria; que hay que descomponerla; que los redactores de los códigos tuvieron ya razón al distinguir el nivel legislativo (que clasifica los actos y les atribuye penas), y el nivel del juicio (que da las sentencias); que la misión hoy es analizar a su vez este último nivel; que hay que distinguir en él lo que es propiamente judicial (apreciar menos los actos que los agentes, medir "las intencionalidades que dan a los actos humanos otras tantas modalidades y diferencias", y por lo tanto rectificar si puede las evaluaciones del legislador); y dar su autonomía al "juicio penitenciario", que es quizá el más importante; por relación a él, la evaluación del tribunal no es más que una "manera de prejuzgar", ya que la moralidad del agente no puede ser apreciada "sino en la prueba. El juez tiene, pues, necesidad a su vez de un control necesario y rectificativo de sus evaluaciones; y este control es el que debe suministrar la prisión penitenciaria".
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Se puede, por lo tanto, hablar de un exceso o de una serie de excesos del encarcelamiento en relación con la detención legal —de lo "carcelario" en relación con lo "judicial". Ahora bien, este exceso se advierte muy pronto, desde el nacimiento de la prisión, ya sea bajo la forma de prácticas reales, o bajo la forma de proyectos. No ha venido, después, como un efecto secundario. La gran maquinaria carcelaria se halla vinculada al funcionamiento mismo de la prisión. Se puede ver bien el signo de esta autonomía en las violencias "inútiles" de los guardianes o en el despotismo de una administración que tiene los privilegios del lugar cerrado. Su raíz está en otra parte: en el hecho precisamente de que se pide a la prisión que sea "útil" en el hecho de que la privación de libertad —esa exacción jurídica sobre un bien ideal— ha tenido, desde el comienzo, que ejercer un papel técnico positivo, operar trasformaciones sobre los individuos. Y para esta operación el aparato carcelario ha recurrido a tres grandes esquemas: el esquema político-moral del aislamiento individual y de la jerarquía; el modelo económico de la fuerza aplicada a un trabajo obligatorio; el modelo técnico-médico de la curación y de la normalización. La celda, el taller, el hospital. El margen por el cual la prisión excede la detención está lleno de hecho por unas técnicas de tipo disciplinario. Y este suplemento disciplinario en relación con lo jurídico es, en suma, lo que se ha llamado lo "penitenciario".

Este añadido no fue aceptado sin problema. Cuestión que primero fue de principio: la pena no debe ser más que la privación de libertad; como nuestros actuales gobernantes, lo decía Decazes, pero con la brillantez de su lenguaje: "La ley debe seguir al culpable en la prisión adonde lo condujo."
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Pero muy pronto —y es un hecho característico—, estos debates se convertirán en una batalla para apropiarse el control de este "suplemento" penitenciario; los jueces pedirán el derecho de inspección sobre los mecanismos carcelarios: "La moralización de los reclusos exige numerosos cooperadores, y no es por medio de las visitas de inspección, de las comisiones de vigilancia o de las sociedades de patronato como puede cumplirse. Necesita, pues, auxiliares, y a la magistratura le cumple suministrárselos."
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Ya en esta época, el orden penitenciario había adquirido la suficiente consistencia para que se pudiera tratar no de deshacerlo, sino de tomarlo a cargo. He aquí, pues, al juez acometido por el deseo de la prisión. De ello nacerá, un siglo después, un hijo bastardo, y sin embargo deforme: el juez de la aplicación de las penas.

Pero si lo penitenciario, en su "exceso" en relación con la detención, ha podido imponerse de hecho, más aún, hacer caer en la trampa a toda la justicia penal y encerrar a los propios jueces, es que ha podido introducir la justicia criminal en unas relaciones de saber que se han convertido ahora para ella en su laberinto infinito.

La prisión, lugar de ejecución de la pena, es a la vez lugar de observación de los individuos castigados. En dos sentidos. Vigilancia naturalmente. Pero conocimiento también de cada detenido, de su conducta, de sus disposiciones profundas, de su progresiva enmienda; las prisiones deben ser concebidas como un lugar de formación para un saber clínico sobre los penados; "el sistema penitenciario no puede ser una concepción a priori; es una inducción del estado social. Existen enfermedades morales así como accidentes de la salud en los que el tratamiento depende del lugar y de la dirección de la dolencia".
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Lo que implica dos dispositivos esenciales. Es preciso que el preso pueda ser mantenido bajo una mirada permanente; es preciso que se registren y contabilicen todas las notas que se puedan tomar sobre él. El tema del Panóptico —a la vez vigilancia y observación, seguridad y saber, individualización y totalización, aislamiento y trasparencia— ha encontrado en la prisión su lugar privilegiado de realización. Si bien es cierto que los procedimientos panópticos, como formas concretas de ejercicio del poder, han tenido, al menos en el estado disperso, una difusión muy amplia, apenas si la utopía de Bentham ha podido tomar en bloque una forma material, como no sea en las instituciones penitenciarias. El Panóptico llegó a ser alrededor de los años 1830-1840 el programa arquitectónico de la mayoría de los proyectos de prisión. Era la manera más directa de traducir "en la piedra la inteligencia de la disciplina";
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de hacer la arquitectura trasparente a la gestión del poder;
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de permitir que la fuerza o las coacciones violentas se sustituyan por la eficacia benigna de una vigilancia sin falla; de ordenar el espacio a la reciente humanización de los códigos y a la nueva teoría penitenciaria: "La autoridad de una parte, y el arquitecto de otra, tienen, pues, que saber si las prisiones deben estar combinadas en el sentido del suaviza-miento de las penas o en un sistema de enmienda de los culpables y conforme a una legislación que, remontándose al origen de los vicios del pueblo, se torna un principio regenerador de las virtudes que debe practicar."
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En suma, constituir una prisión-máquina
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con una celda de visibilidad donde el detenido se encontrará metido como "en la casa de cristal del filósofo griego"
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y un punto central desde donde una mirada permanente pueda controlar a la vez a los presos y al personal. En torno de estas dos exigencias, hay algunas variaciones posibles: el Panóptico benthamiano bajo su forma estricta, o el semicírculo, o el plano en forma de cruz, o la disposición en estrella.
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En medio de todas estas discusiones, el ministro del Interior en 1841 recuerda los principios fundamentales: "La sala central de inspección es el eje del sistema. Sin punto central de inspección, la vigilancia deja de estar garantizada, de ser continua y general; porque es imposible tener una confianza completa en la actividad, el celo y la inteligencia del encargado a cuyo cuidado inmediato se hallan las celdas... El arquitecto debe, por lo tanto, dirigir toda su atención a este objeto en el que hay a la vez una cuestión de disciplina y de economía. Cuanto más exacta y fácil sea la vigilancia, menos necesidad habrá de buscar en la solidez de las construcciones unas garantías contra las tentativas de evasión y contra las comunicaciones de unos detenidos con otros. Ahora bien, la vigilancia será perfecta si el director o el encargado en jefe, desde una sala central y sin cambiar de lugar, ve sin ser visto no sólo la entrada de todas las celdas y hasta el interior del mayor número de ellas cuando sus puertas están abiertas, sino además a los vigilantes encargados de la guarda de los presos en todos los pisos... Con la fórmula de las prisiones circulares o semicirculares, parecería posible ver desde un centro único todos los presos en sus celdas, y a los guardianes en las galerías de vigilancia."
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Pero el Panóptico penitenciario es también un sistema de documentación individualizante y permanente. El año mismo en que se recomendaban las variantes del esquema benthamiano para construir las prisiones, se imponía como obligatorio el sistema de la "cuenta moral": boletín individual de un modelo uniforme en todas las prisiones y en el cual el director o el guardián-jefe, el capellán y el maestro han de inscribir sus observaciones a propósito de cada detenido: "Es en cierto modo el vademécum de la administración de la prisión que la pone en condiciones de apreciar cada caso, cada circunstancia, y de juzgar por consiguiente, en cuanto al tratamiento que se debe aplicar a cada preso individualmente."
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Se han proyectado o probado muchos otros sistemas de registro, bastante más completos.
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Se trata, de todos modos, de hacer de la prisión un lugar de constitución de un saber que debe servir de principio regulador para el ejercicio de la práctica penitenciaria. La prisión no tiene que conocer únicamente la decisión de los jueces y aplicarla en función de los reglamentos establecidos: ha de obtener permanentemente sobre el detenido un saber que permitirá trasformar la medida penal en una operación penitenciaria; que hará de la pena que la infracción hizo necesaria una modificación del detenido, útil para la sociedad. La autonomía del régimen carcelario y el saber que hace posible permiten multiplicar esta utilidad de la pena que el código había situado al principio de su filosofía punitiva: "En cuanto al director, no puede perder de vista a ningún detenido, porque cualquiera que sea la sección en que éste se encuentre, ya sea que entre en ella, ya sea que salga, ya sea que se quede, el director está igualmente obligado a justificar los motivos de su mantenimiento en tal clase o de su paso a tal otra. Es un verdadero contador. Cada detenido es para él, en la esfera de la educación individual, un capital colocado a interés penitenciario."
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La práctica penitenciaria, tecnología sabia, rentabiliza el capital invertido en el sistema penal y en la construcción de las grandes prisiones.

Correlativamente, el delincuente se convierte en individuo a quien conocer. Esta exigencia de saber no se ha insertado, en primera instancia, en el acto judicial mismo, para fundamentar mejor la sentencia ni para determinar realmente la medida de la culpabilidad. Es en cuanto condenado, y a titulo de punto de aplicación para unos mecanismos punitivos, por lo que el infractor se ha constituido como objeto de saber posible.

Pero esto implica que el aparato penitenciario, con todo el programa tecnológico de que se acompaña, efectúa una curiosa sustitución: realmente recibe un condenado de manos de la justicia; pero aquello sobre lo que debe aplicarse no es naturalmente la infracción, ni aun exactamente el infractor, sino un objeto un poco diferente, y definido por unas variables que al menos al principio no estaban tomadas en cuenta por la sentencia, por no ser pertinentes sino para una tecnología correctiva. Este personaje distinto, por quien el aparato penitenciario sustituye al infractor condenado, es el
delincuente.

El delincuente se distingue del infractor por el hecho de que es menos su acto que su vida lo pertinente para caracterizarlo. Si la operación penitenciaria quiere ser una verdadera reducación, ha de totalizar la existencia del delincuente, hacer de la prisión una especie de teatro artificial y coercitivo en el que hay que reproducir aquélla de arriba abajo. El castigo legal recae sobre un acto; la técnica punitiva sobre una vida; tiene por consecuencia reconstruir lo ínfimo y lo peor en la forma del saber; le corresponde modificar sus efectos o colmar sus lagunas por una práctica coactiva. Conocimiento de la biografía, y técnica de la existencia corregida. La observación del delincuente "debe remontar no sólo a las circunstancias sino a las causas de su delito; buscarlas en la historia de su vida, bajo el triple punto de vista de la organización, de la posición social y de la educación, para conocer y comprobar las peligrosas inclinaciones de la primera, las enojosas predisposiciones de la segunda y los malos antecedentes de la tercera. Esta investigación biográfica es una parte esencial de la instrucción judicial para la clasificación de las penas antes de convertirse en una condición del sistema penitenciario para la clasificación de las moralidades. Debe acompañar al detenido del tribunal a la prisión donde el cometido del director es no sólo recoger, sino completar, controlar y rectificar sus elementos en el curso de la detención".
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Detrás del infractor al cual la investigación de los hechos puede atribuir la responsabilidad de un delito se perfila el carácter delincuente cuya lenta formación se ha demostrado por una investigación biográfica. La introducción de lo "biográfico" es importante en la historia de la penalidad. Porque hace existir al "criminal" antes del crimen y, en el límite, al margen de él. Y porque a partir de ahí una causalidad psicológica va a confundir los efectos, al duplicar la asignación jurídica de responsabilidad. Penetrase entonces en el dédalo "criminológico" del que se está muy lejos hoy de haber salido: toda causa que, como determinación, no puede sino disminuir la responsabilidad, marca al autor de la infracción con una criminalidad tanto más terrible y que exige unas medidas penitenciarias tanto más estrictas. A medida que la biografía del criminal duplica en la práctica penal el análisis de las circunstancias cuando se trata de estimar el crimen, vemos cómo el discurso penal y el discurso psiquiátrico entremezclan sus fronteras, y ahí, en su punto de unión, se forma esa noción del individuo "peligroso" que permite establecer un sistema de causalidad a la escala de una biografía entera y dictar un veredicto de castigo-corrección.
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