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Authors: Michael Foucault

Vigilar y Castigar (18 page)

Todo un arsenal de castigos pintorescos. "Guardaos muy bien de infligir los mismos castigos", decía Mably. Se ha desterrado la idea de una pena uniforme, únicamente modulada según la gravedad de la falta. Más precisamente: la utilización de la prisión como forma general de castigo jamás se presenta en estos proyectos de penas específicas, visibles y parlantes. Sin duda, está prevista la prisión, pero como una pena más; es entonces el castigo específico de ciertos delitos, los que atentan a la libertad de los individuos (como el rapto) o los que resultan del abuso de la libertad (el desorden, la violencia). También está prevista como condición para que determinadas penas puedan ser ejecutadas (el trabajo forzado, por ejemplo). Pero no cubre todo el campo de la penalidad con su duración como único principio de variación. Más todavía, la idea de un encierro penal es explícitamente criticada por muchos reformadores. Porque es incapaz de responder a la especificidad de los delitos. Porque está desprovisto de efectos sobre el público. Porque es inútil a la sociedad, perjudicial incluso: es costoso, mantiene a los condenados en la ociosidad, multiplica sus vicios.
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Porque el cumplimiento de tal pena es difícil de controlar y se corre el peligro de exponer a los detenidos a la arbitrariedad de sus guardianes. Porque el oficio de privar a un hombre de su libertad y de vigilarlo en la prisión es un ejercicio de tiranía. "Exigís que haya entre vosotros monstruos; y a esos hombres odiosos, si existieran, el legislador debería quizá tratarlos como a asesinos."
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La prisión, en resumen, es incompatible con toda esta técnica de la pena-efecto, de la pena-representación, de la pena-función general, de la pena-signo y discurso. Es la oscuridad, la violencia y la sospecha. "Es un lugar de tinieblas donde el ojo del ciudadano no puede contar las víctimas, donde, por consiguiente, su nombre está perdido para el ejemplo... Mientras que si, sin multiplicar los delitos, se puede multiplicar el ejemplo de los castigos, se llega en fin a hacerlos menos necesarios; por lo demás, la oscuridad de las prisiones se convierte en un objeto de desconfianza para los ciudadanos; suponen fácilmente que allí se cometen grandes injusticias... Hay ciertamente algo que anda mal, cuando la ley que está hecha para el bien de la multitud, en lugar de suscitar su reconocimiento, suscita continuamente sus murmuraciones."
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Que la prisión pueda como hoy, cubrir, entre la muerte y las penas ligeras, todo el espacio del castigo, es un pensamiento que los reformadores no podían tener inmediatamente.

Ahora bien, he aquí el problema: al cabo de muy poco tiempo, la detención ha llegado a ser la forma esencial del castigo. En el Código penal de 1810 ocupa, entre la muerte y las multas, bajo un cierto número de formas, casi todo el campo de los castigos posibles. "¿Cuál es el sistema de penalidad admitido por la nueva ley? Es el encarcelamiento bajo todas sus formas. Compárense, en efecto, las cuatro penas principales que quedan en el Código penal. Los trabajos forzados son una forma de encarcelamiento. El presidio es una prisión al aire libre. La detención, la reclusión, la prisión correccional no son en cierto modo sino los nombres distintos de un mismo castigo."
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Y este encarcelamiento, pedido por la ley, había decidido al punto el Imperio trascribirlo en la realidad, de acuerdo con toda una jerarquía penal, administrativa, geográfica: en el grado inferior, asociadas a cada justicia de paz, unas cárceles de policía municipal; en cada distrito, unas prisiones; en todos los departamentos, un correccional; en la cima, varias casas centrales para los condenados por crímenes o para aquellos de los correccionales condenados a más de un año; finalmente, en algunos puertos, las penitenciarías. Entra en el plan un gran edificio carcelario, cuyos diferentes niveles deben ajustarse exactamente a los grados de la centralización administrativa. El cadalso donde el cuerpo del supliciado se exponía a la fuerza ritualmente manifestada del soberano, el teatro punitivo donde la representación del castigo se ofreciera permanentemente al cuerpo social, está sustituido por una gran arquitectura cerrada, compleja y jerarquizada que se integra en el cuerpo mismo del aparato estatal. Una materialidad completamente distinta, una física del poder completamente distinta, una manera de dominar el cuerpo de los hombres completamente distinta. A partir de la Restauración y bajo la monarquía de Julio, se encontrarán en las prisiones francesas, con ligeras diferencias, de 40 a 43 000 detenidos (casi un preso por cada 600 habitantes). El alto muro, no ya el que rodea y protege, no ya el que manifiesta, por su prestigio, el poder y la riqueza, sino el muro cuidadosamente cerrado, infranqueable en uno y otro sentido, y que encierra el trabajo ahora misterioso del castigo, será, próximo y a veces incluso en medio de las ciudades del siglo XIX, la figura monótona, a la vez material y simbólica, del poder de castigar. Ya bajo el Consulado, el ministro del Interior había sido encargado de hacer una investigación sobre los diferentes lugares de la seguridad nacional que funcionaban ya o que podían ser utilizados en las diferentes ciudades. Unos años después, se habían votado créditos para construir, a la altura del poder que debían representar y servir, esos nuevos castillos del orden civil. El Imperio los utilizó, de hecho, para otra guerra.
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Una economía menos suntuaria pero más obstinada acabó por construirlos poco a poco en el siglo XIX.

En menos de veinte años en todo caso, el principio tan claramente formulado a la Constituyente, de penas específicas, ajustadas, eficaces, formando, en cada caso, una lección para todos, se ha convertido en la ley de detención por toda infracción un poco importante, si no merece la muerte. Este teatro punitivo, en el que se soñaba en el siglo XVIII, y que hubiera obrado esencialmente sobre el ánimo de los delincuentes, ha sido sustituido por el gran aparato uniforme de las prisiones cuya red de edificios inmensos va a extenderse sobre toda Francia y Europa. Pero conceder veinte años como cronología a este número de prestidigitación, es todavía demasiado, quizá. Porque puede decirse que ha sido casi instantáneo. Basta contemplar con más detenimiento el proyecto de Código criminal presentado a la Constituyente por Le Peletier. El principio formulado al comienzo es el de que es preciso "unas relaciones exactas entre la índole del delito y la índole del castigo": dolores para quienes han sido feroces, trabajo para quienes han sido perezosos, infamia para aquellos cuya alma está degradada. Ahora bien, las penas aflictivas que se proponen efectivamente son tres formas de detención: el calabozo, donde la pena de encierro se agrava con diversas medidas (relativas a la soledad, a la privación de luz, a las restricciones de alimento); la
gêne,
donde estas medidas anejas están atenuadas, y finalmente la prisión propiamente dicha, reducida al encierro puro y simple. La diversidad, tan solemnemente prometida, se reduce al fin a esta penalidad uniforme y gris. Hubo, por lo demás, de momento, unos diputados que se asombraron de que en lugar de haber establecido una relación de índole entre delitos y penas, se siguiera un plan completamente distinto: "De manera que si he traicionado a mi país, se me encierra; si he matado a mi padre, se me encierra; todos los delitos imaginables se castigan de la manera más uniforme. Me parece estar viendo un médico que para todos los males tiene el mismo remedio."
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Rápida sustitución que no ha sido el privilegio de Francia. La volvemos a encontrar, sin alteración, en los países extranjeros. Cuando Catalina II, en los años que siguieron inmediatamente al tratado
De los delitos y de las penas,
hace redactar un proyecto para un "nuevo código de leyes", la lección de Beccaria sobre la especificidad y la variedad de las penas no se ha olvidado; se repite casi palabra por palabra: "El triunfo de la libertad civil ocurre cuando las leyes criminales deducen cada pena de la índole particular de cada delito. Entonces cesa toda la arbitrariedad; la pena no depende en absoluto del capricho del legislador, sino de la índole de la cosa; no es en absoluto el hombre quien hace violencia al hombre, sino la propia acción del hombre."
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Unos años después, siguen siendo los principios generales de Beccaria los que sirven de fundamento al nuevo código toscano y al dado por José II a Austria; y sin embargo, ambas legislaciones hacen de la prisión, modulada de acuerdo con su duración y agravada en ciertos casos por la marca o los hierros, una pena casi uniforme: treinta años cuando menos de detención por atentado contra el soberano, por fabricación de moneda falsa y por asesinato con robo; de quince a treinta años por homicidio voluntario o por robo a mano armada; de un mes a cinco años por robo simple, etcétera.
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Pero si esta colonización de la penalidad por la prisión puede sorprender, es porque no era como se imagina un castigo sólidamente instalado ya en el sistema penal, inmediatamente después de la pena de muerte, y que habría ocupado de manera completamente natural el lugar que dejaran vacío los suplicios al desaparecer. De hecho, la prisión —y muchos países se hallaban en este punto en la misma situación que Francia— no tenía sino una posición restringida y marginal en el sistema de las penas. Los textos lo prueban. La ordenanza de 1670 no cita la detención entre las penas aflictivas. Sin duda, la prisión perpetua o temporal había figurado entre las penas en algunas costumbres.
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Pero se sabe que cae en desuso como otros suplicios: "Había antaño penas que ya no se practican en Francia, como la de escribir sobre el rostro o la frente de un condenado su pena, y la de la prisión perpetua, del mismo modo que ya no se debe condenar a un criminal a la exposición a las fieras ni a las minas."
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De hecho, es cierto que la prisión había subsistido de una manera tenaz, para sancionar las faltas carentes de gravedad, y esto de acuerdo con las costumbres o hábitos locales. Éste era el sentido en el que Soulatges hablaba de las "penas ligeras" que la Ordenanza de 1670 no había mencionado: la censura, la admonición, la abstención de presencia en un lugar, la satisfacción a la persona ofendida y la prisión por un tiempo. En algunas regiones, sobre todo en aquellas que habían conservado mejor su particularismo judicial, la pena de prisión seguía teniendo una gran extensión, pero no sin encontrar algunas dificultades, como en el Rosellón, recientemente anexionado.

Pero a través de estas divergencias, los juristas se atienen firmemente al principio de que "la prisión no se considera como una pena en nuestro derecho civil".
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Su papel es el de ser una garantía en el que la prenda es la persona y su cuerpo:
ad continendos
hommes,
non ad puniendos,
dice el adagio; en este sentido, la prisión de un sospechoso tiene en cierto modo la misma finalidad que la de un deudor. Por la prisión, se detiene a alguien, no se le castiga.
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Tal es el principio general. Y si la prisión desempeña a veces el papel de pena, y en casos importantes, es esencialmente a título de sustitutivo: remplaza las galeras para aquellos —mujeres, niños e inválidos— que no pueden servir en ellas: "La sentencia a estar encerrado temporal o perpetuamente en una prisión equivale a la de galeras."
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En esta equivalencia, vemos bien dibujarse un relevo posible. Pero para que se realice, ha sido preciso que la prisión cambie de estatuto jurídico.

Y ha sido preciso también que se supere otro obstáculo que, en Francia al menos, era considerable. La prisión estaba, en efecto, tanto más descalificada cuanto que se hallaba en la práctica vinculada directamente a la regia arbitrariedad y a los excesos del poder soberano. Los reclusorios, los hospitales generales,
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las "órdenes del rey" o las del teniente de policía, las
lettres de cachet
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obtenidas por los notables o por las familias, habían constituido toda una práctica represiva, yuxtapuesta a' la "justicia regular" y más a menudo todavía opuesta a ella. Y este encarcelamiento extrajudicial había sido rechazado tanto por los juristas clásicos como por los reformadores. Prisión, cosa que atañe al príncipe, decía un tradicionalista como Serpillon, que se escudaba tras de la autoridad del presidente Bouhier: "Aunque los príncipes por razones de Estado tiendan a veces a infligir esta pena, la justicia ordinaria no hace uso de tales especies de condena."
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Detención, figura e instrumento privilegiado del despotismo, insisten los reformadores, en innumerables declamaciones: "¿Qué se dirá de esas prisiones secretas imaginadas por el espíritu fatal del monarquismo, reservadas principalmente o para los filósofos en manos de los cuales puso la naturaleza su antorcha y que se atreven a iluminar su siglo, o para esas almas altivas e independientes que no incurren en la cobardía de callar los males de su patria; prisiones cuyas funestas puertas son abiertas por cartas misteriosas que sepultan para siempre en aquéllas a sus desdichadas víctimas? ¿Qué se dirá incluso de esos documentos, obras maestras de una ingeniosa tiranía, que echan abajo el privilegio que tiene todo ciudadano de ser oído antes de ser juzgado, y que son mil veces más peligrosas para los hombres que la invención de Falaris...?
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Sin duda, estas protestas procedentes de horizontes tan diversos conciernen no a la prisión como pena legal, sino a la utilización "al margen de la ley" de la detención arbitraria e indeterminada. No es menos cierto que la prisión aparecía, de una manera general, como marcada por los abusos del poder. Y muchos Cuadernos de quejas la rechazan como incompatible con una buena justicia. Unas veces en nombre de los principios jurídicos clásicos: "Las prisiones, destinadas en la intención de la ley no a castigar sino a poner a buen recaudo sus personas... "
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Otras veces en nombre de los efectos de la prisión que castiga ya a aquellos que aún no han sido condenados, que comunica y generaliza el daño que debería prevenir y que va contra el principio de la individualidad de las penas al sancionar a una familia entera; se dice que "la prisión no es una pena. La humanidad se levanta contra el espantoso pensamiento de que no es un castigo el de privar a un ciudadano del más precioso de los bienes, sumirlo ignominiosamente en la morada del crimen, arrancarlo a cuanto tiene de querido, precipitarlo quizá a la ruina y arrebatarle no solamente a él sino a su desventurada familia todos los medios de subsistencia".
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Y los Cuadernos, repetidas veces, piden la supresión de esas casas de reclusión: "Creemos que los reclusorios deben ser arrasados. . ."
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Y en efecto, el decreto del 13 de marzo de 1790 ordena que se ponga en libertad "a todas las personas detenidas en los castillos, casas religiosas, correccionales, casas de policía u otras prisiones cualesquiera, ya fuera por
lettres de cachet
o
por orden de los agentes del poder ejecutivo".

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