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Authors: Giorgio Faletti

Yo mato (2 page)

—Te decía que he tenido un par de ideas razonables y quiero comentarlas contigo antes de salir al aire. Anda, apresúrate.

—¿Plausibles, cómo? ¿Como el treinta y dos o el veintisiete?

—Vete al carajo, capullo —replicó Laurent, irónico pero un poco enfadado.

—Como decía no sé quién, no me deis consejos, sino orientación.

—Deja de decir estupideces y más bien apresúrate.

—Recibido. Ya estoy entrando en el túnel —mintió Jean-Loup. El otro cortó la comunicación. Jean-Loup sonrió. Laurent siempre definía sus nuevas ideas de aquel modo: razonables. Para hacerle justicia, debía admitir que en general lo eran. Lamentablemente para él, definía de la misma manera los números que intuía que saldrían en la ruleta, cosa que no sucedía casi nunca.

En el cruce giró a la izquierda para bajar por la avenida des Spelugues. A la derecha entrevió el reflejo de las luces de la plaza, con el hotel de París y el café de París uno frente al otro, como centinelas a ambos lados del casino, compartiendo las luces. Las barreras y las tribunas móviles que se erigían en aquel punto con motivo del Gran Premio se habían desmontado en un tiempo récord. Nada debía perturbar durante demasiado tiempo la sacralizad pagana de aquel lugar, por entero dedicado al culto al juego, el dinero y la apariencia.

Dejó atrás la plaza del Casino y emprendió a velocidad moderada la bajada que pocos días antes los Ferrari, los Williams y los McLaren habían recorrido a una velocidad absurda. Después de la curva del Portier sintió en la cara la brisa que venía del mar y vio las luces amarillas del túnel. Mientras lo atravesaba notó que el aire se volvía más fresco, inmerso en aquella luminosidad antinatural que mezclaba los colores y los volvía todos iguales. A la salida se encontró con el espectáculo del puerto iluminado, donde en aquel momento flotaban, con toda probabilidad, un centenar de millones de euros en barcos. En lo alto, a la izquierda, la Roca, con el palacio envuelto en luces difusas, parecía controlar con elegancia que nada perturbara el sueño del príncipe y su familia.

Pese a la costumbre, era un espectáculo que no podía dejar a nadie indiferente. Jean-Loup comprendía que un habitante de Osaka, de Austin o de Johanesburgo, ante una imagen como aquella, se quedara sin aliento y acabara, con codo de tenista de tanto hacer fotografías.

Ya casi había llegado. Bordeó el puerto, donde las tareas de desmontar las barreras procedían con mucha más calma, pasó ante las Piscinas y, después de la Rascasse, cogió la rampa del aparcamiento subterráneo, que descendía tres plantas bajo el gran edificio de la emisora.

Aparcó el coche en el primer lugar vacío que encontró y subió por la escalera. El eco de la música del Stars 'n Bars le llegó por las puertas abiertas del local. Era un lugar de encuentro obligado para los noctámbulos de Monaco, un vídeo-pub donde beber una cerveza o saborear algún plato de cocina tex-mex mientras se esperaba que la noche estuviera lo bastante avanzada para acudir a las discotecas y los locales de la costa.

Bajo la arcada de la gran construcción que albergaba a Radio Montecarlo, sobre el Quai Antoine Premier, había una gran cantidad de actividades heterogéneas: restaurantes, concesionarias de astilleros, galerías de arte, los estudios de Tele Montecarlo.

Jean-Loup llegó ante la puerta de cristal y accionó la campanilla del videoteléfono. Se puso frente a la telecámara de modo que abarcara solo un primerísimo plano de su ojo derecho.

La voz de Raquel, la secretaria, salió del aparato tan amenazadora como se proponía.

—¿Quién es?

—Buenas noches, soy el señor Ojo por Ojo. ¿Puede abrirme, por favor?

Retrocedió para que la muchacha le reconociera. Por el videoteléfono sonó primero una risita ahogada, luego una voz condescendiente.

—Suba, señor Ojo por Ojo...

—Gracias. Venía a venderle una enciclopedia, pero a estas alturas me bastaría con un poco de colirio...

Poco después oyó el chasquido seco de la cerradura. Cuando llegó a la cuarta planta, la puerta automática del ascensor se deslizó hacia un lado y se encontró ante la cara mofletuda de Pierrot, de pie en el rellano con una pila de CD en las manos.

Pierrot era una especie de mascota de la radio. Tenía veintidós años pero el cerebro de un niño. Era un poco más bajo de lo común, tenía la cara redonda y los cabellos lacios. A Jean-Loup le daba la cómica impresión de que el muchacho sonreía constantemente a través de una piña.

Pierrot era el ser vivo más incorruptible que existía sobre la faz de la tierra. Tenía el don, que solo poseen ciertas personas simples, de inspirar simpatía a primera vista y de demostrarla solo a aquellos a quienes juzgaba que la merecían. Y su instinto fallaba muy rara vez.

Adoraba la música, y cuando hablaba de ella su mente —que solía perderse en los razonamientos más elementales— de pronto se volvía analítica y clara. Tenía una memoria de elefante en todo lo concerniente al inmenso archivo de la radio y a la música en general. Bastaba indicarle el título o tararear la melodía de una canción para verle salir como un cohete y volver poco después con el disco o el CD en las manos. Por su semejanza con el personaje de la película, en la radio le habían apodado «Rain Boy».

—Hola, Jean-Loup.

—Pierrot, ¿qué haces aquí todavía a esta hora?

—Esta noche mi mamá trabaja hasta tarde. Los señores tienen una cena. Pasará a buscarme «un poco más después».

Jean-Loup sonrió para sí. Ciertas expresiones de Pierrot pertenecían a un idioma enteramente propio, un lenguaje aparte, de cuyos candidos errores y absoluta inocencia con que los pronunciaba a veces surgían graciosas ocurrencias. La madre, que llegaría a buscarlo «un poco más después», trabajaba de empleada doméstica de una familia italiana residente en Montecarlo.

Jean-Loup había conocido a Pierrot y su madre hacía un par de años, ante la entrada de la radio. Casi no había reparado en ellos, hasta que la mujer se acercó y lo abordó con timidez, con la expresión de alguien que se disculpa por existir. Se dio cuenta de que le esperaban a él.

—Discúlpeme, ¿usted es Jean-Loup Verdier?

—Sí, señora. ¿Qué puedo hacer por usted?

—Disculpe la molestia, pero ¿podría firmarle un autógrafo a mi hijo, por favor? Pierrot escucha siempre la radio y usted es su locutor preferido.

Jean-Loup se fijó en el vestido humilde y en el pelo, que parecía haber encanecido antes de tiempo. La mujer debía de ser más joven de lo que aparentaba. Sonrió.

—Pues claro, señora. Me parece lo mínimo que puedo hacer por un oyente tan asiduo como él.

Mientras cogía la hoja de papel y el bolígrafo que la madre le alcanzaba, Pierrot se había acercado.

—Eres igual.

Jean-Loup se quedó perplejo.

—¿Igual a qué?

—Igual como en la radio.

Jean-Loup se volvió hacia la mujer. Ella bajó la mirada y la voz.

—Verá, mi hijo es... cómo decirlo...

Calló, como si no encontrara una palabra que, sin embargo, sabía desde hacía mucho tiempo. Jean-Loup miró con atención a Pierrot, vio en su cara los rasgos de la diferencia y sintió pena por él y por la mujer.

«Igual como en la radio...»

De algún modo Jean-Loup había entendido que en su lenguaje Pierrot quería decir que era exactamente como se lo había imaginado al escuchar su voz por la radio. En ese momento el muchacho sonrió y fue como si la calle se iluminara. Y nació entonces la inmediata, instintiva simpatía que Pierrot tenía el extraño don de despertar.

—Mira, chaval, ahora que sé que me escuchas, puedo decir que este es un buen día. Así que lo mínimo que puedo hacer por ti es darte un autógrafo gigante. ¿Me sostienes esto, por favor?

Para tener libres las manos, dio al muchacho los papeles que llevaba bajo el brazo. Mientras Jean-Loup firmaba el autógrafo, Pierrot echó un vistazo a la primera hoja; luego levantó la cabeza y lo miró con cara de satisfacción.

—Three Dog Night —dijo con su voz tranquila.

—¿Cómo?

—Three Dog Night. La respuesta a la primera pregunta es Three Dog Night. Y la segunda es Alan Allsworth y Ollie Alsall —repitió Pierrot con una pronunciación inglesa muy personal.

Jean-Loup recordó que la primera hoja contenía un cuestionario musical que había elaborado hacía pocas horas para el concurso del programa de la tarde.

La primera pregunta era: « ¿Qué grupo de la década de los setenta cantaba la canción "Celébrate"?». Y la segunda: « ¿Quiénes fueron los guitarristas de Tempest?».

Pierrot las había leído y respondido correctamente al instante.

Jean-Loup miró maravillado a la madre. La mujer se encogió de hombros, como si debiera disculparla también por aquello.

—Pierrot siente pasión por la música. Si fuera por él no compraríamos pan para poder comprar discos. Él es... bueno, es como es, pero cuando se trata de música recuerda todo lo que lee y escucha por la radio.

Jean-Loup señaló la hoja con las preguntas, que el muchacho todavía tenía en la mano.

—¿Quieres tratar de responder las otras preguntas, Pierrot?

Una por una, sin vacilación, Pierrot le dio quince respuestas exactas casi al instante de leer las preguntas. Y ninguna era fácil. Jean-Loup estaba pasmado.

—Señora, esto es mucho más que buena memoria. ¡Su hijo es una enciclopedia!

Cogió las hojas de las manos del joven y respondió a la sonrisa de Pierrot. Luego le señaló la entrada de Radio Montecarlo.

—Pierrot, ¿te gustaría dar una vuelta por la radio y ver desde dónde se emite la música?

Le guió por los estudios, le mostró el lugar del que provenían las voces y la música que escuchaba en casa, y le ofreció una Coca-Cola. Pierrot lo miraba todo con expresión encantada, con los mismos ojos chispeantes con que la madre observaba la alegría en el rostro del hijo. Pero cuando entraron en el archivo, en el subterráneo, ante aquella cantidad de CD y discos de vinilo la cara de Pierrot se iluminó como una alma beata al entrar en el Paraíso.

Luego, cuando en la radio todos conocieron su historia (el padre se había marchado de la noche a la mañana en cuanto supo la minusvalidez del hijo, dejándolos solos y sin un céntimo) y, sobre todo, cuando comprobaron sus conocimientos musicales, encontraron la manera de que formara parte del equipo de Radio Montecarlo. La madre no podía creerlo. Pierrot no solo tenía un lugar donde quedarse mientras ella trabajaba, sino que además cobraría un pequeño salario.

Pero, sobre todo, era feliz.

Promesas y apuestas, pensó Jean-Loup. A veces alguna se cumplía, a veces alguna se ganaba. La suerte de Pierrot había cambiado. Tal vez no fuera mucho, pero era algo.

Pierrot subió al ascensor, sujetando los CD con una sola mano para poder pulsar el botón.

—Bajo al salón a dejar esto; después vengo a buscarte para ver tu emisión.

El salón era su forma personal de definir el archivo, pero ver la emisión no era, esta vez, una de sus acostumbradas alquimias lingüísticas; significaba que ese día podría colocarse detrás de la gran pared de cristal para escuchar y mirar con ojos arrobados a Jean-Loup, su mejor amigo, su ídolo absoluto. A la hora en que Jean-Loup salía al aire, por lo general Pierrot ya estaba en su casa y seguía la emisión por radio.

—Vale, te guardaré un lugar en primera fila.

La puerta se cerró sobre la sonrisa de Pierrot, mucho más luminosa que las asépticas luces del ascensor.

Jean-Loup atravesó el rellano y marcó en la cerradura alfanumérica la clave para abrir la puerta. En la entrada estaba el gran escritorio de madera donde Raquel desempeñaba al mismo tiempo las funciones de recepcionista y secretaria. La muchacha, una chica morena, grácil, de rostro delgado pero agradable, y que por lo general se mostraba muy a la altura de las circunstancias, lo recibió apuntándole con un dedo.

—Te expones a grandes riesgos, Jean-Loup. Un día de estos te dejaré fuera.

Jean-Loup se acercó y desvió el dedo como si fuera una pistola.

—¿Nunca te han dicho que no apuntes así con el dedo? ¿Y si estuviera cargado y se disparara? Además, ¿por qué todavía estás aquí? También acabo de ver a Pierrot. ¿Acaso hay una fiesta de la que no estoy enterado?

—Ninguna fiesta; solo trabajo extra. Todo por culpa tuya; estás haciendo subir tanto la audiencia que nos condenas a los horrores del estajanovismo.

Indicó con la cabeza algún lugar detrás de ella.

—Ve a ver al jefe; hay novedades.

—¿Buenas? ¿Malas? ¿A medias? ¿Al fin se ha decidido a pedirme en matrimonio?

—Prefiere decírtelo él. Está en el despacho del presidente —respondió Raquel, sonriente pero evasiva.

Jean-Loup dio unos pasos atenuados por la moqueta azul salpicada de pequeñas coronas estilizadas color crema, hasta la última puerta de la derecha. Llamó y abrió sin esperar que le respondieran. El jefe estaba sentado a su escritorio y, como siempre, hablaba por teléfono. A esa hora el aire del despacho evocaba un lugar místico donde el humo del cigarrillo que tenía entre los dedos se encontraba con el alma de los muchos que había fumado desde la mañana.

El director de Radio Montecarlo era la única persona que conocía Jean-Loup que fumara esos pestilentes cigarrillos rusos, con una larga boquilla de cartón que había que doblar antes de usar, según un ritual que tenía algo de vudú.

Con una seña, Robert le indicó que se sentara.

Jean-Loup se acomodó en un gran sillón de piel negra frente al escritorio. Mientras Robert concluía la conversación y cerraba la tapa del Motorola, el locutor agitó las manos como si quisiera disipar el humo.

—¿Quieres convertir este despacho en un lugar de encuentro para los nostálgicos de la niebla? ¿Londres o muerte? ¿O mejor: Londres y muerte? ¿Ya sabe el presidente que en su ausencia infestas su despacho? Porque, si lo ignora, tengo con qué chantajearte hasta el final de tus días.

Radio Montecarlo, emisora en lengua italiana del principado, había sido absorbida por una sociedad que administraba un grupo de emisoras privadas con sede en Milán, Italia. La dirección, en Monaco, se hallaba por entero en manos de Bikjalo, y el presidente solo asistía a las reuniones importantes.

—Eres un canalla, Jean-Loup. Un puerco canalla sin cojones.

—No sé cómo puedes fumar esa asquerosidad. Estás a punto de superar el límite impalpable entre el humo y el gas neurotóxico. O tal vez ya lo hayas superado hace años y, sin saberlo, estemos hablando con tu fantasma.

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