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Authors: Giorgio Faletti

Yo mato (4 page)

Jean-Loup ya se imaginaba la escena: el despacho más lleno de humo de cigarrillos que de costumbre —si eso era posible—, y Bikjalo pronunciando un discurso algo menos entusiasta que el que le había ofrecido antes de la emisión.

—¿Por qué la centralita no filtró la llamada?

—Nadie entiende qué ha sucedido. Raquel dice que la llamada no pasó por ella. Por un motivo que no se explica, llegó directamente a la línea del estudio. Habrá habido algún cruce, qué sé yo. Para mí, que la nueva centralita electrónica ha comenzado su lucha por la independencia. Ya verás, terminaremos peleando contra las máquinas, como en
Terminator.

Salieron de la dirección uno al lado del otro, hacia el despacho de Bikjalo; no tenían el valor de mirarse a la cara. Entre ellos se alzaba la pared invisible de aquellas dos palabras:

«Yo mato...»

Pasaron perplejos ante el puesto de los ordenadores. Daba la impresión de que el sonido angustiante de aquella voz aún seguía flotando en el aire.

—¿Y aquella música, al final? Me parece conocerla...

—A mí también. Si no me equivoco, es la banda sonora de una película. Creo que
Un hombre y
una mujer,
un viejo filme de Lelouch. Del sesenta y seis, o quizá anterior.

—¿Y qué significa?

—¿A mí me lo preguntas?

Jean-Loup todavía estaba aturdido. Se enfrentaban a algo absolutamente nuevo, imposible de comparar con ninguna de sus anteriores experiencias radiofónicas. Sobre todo desde el punto de vista emocional.

—¿Qué piensas tú?

—Una broma estúpida.

Laurent acompañó sus palabras con un gesto de indiferencia, pero aun así parecía que había hablado más para convencerse a sí mismo que para convencer al otro.

—¿Eso crees?

—Pues sí. Dejando de lado el misterio de la centralita, creo que no ha sido más que un idiota que nos ha gastado una broma de pésimo gusto.

Se detuvieron frente a la puerta del despacho de Bikjalo, y Jean-Loup empuñó el picaporte. Al fin se miraron a la cara. Laurent reafirmó su pensamiento.

—Solo será algo que contar en el Sporting y reírse un rato.

Sin embargo, la expresión de Laurent revelaba que no estaba totalmente convencido de lo que decía. Jean-Loup empujó la puerta y, mientras entraban en el despacho del director, se preguntó si aquella llamada era una promesa o una apuesta.

3

Jochen Welder accionó el mando del cabrestante eléctrico y mantuvo pulsado el botón para hacer descender el ancla y un largo de cadena suficiente para fondear el
Forever.
Concluida la maniobra, apagó el motor. La embarcación, un espléndido velero de dos mástiles de veintidós metros, diseñado por su amigo Mike Farr y construido expresamente para él en el astillero Beneteau, comenzó a virar despacio. Empujado por una brisa ligera que soplaba en dirección a tierra, siguió la corriente, y quedó con la proa hacia el mar abierto. Arijane, que se había encargado de controlar el descenso del ancla, fue hacia él; atravesó el puente con paso desenvuelto, apoyándose solo de vez en cuando en la borda para amortiguar el efecto del leve balanceo de las olas. Jochen, con los ojos entornados, la contemplaba mientras se aproximaba, y admiró por enésima vez su figura esbelta, atlética, vagamente andrógina. Con una sensación de calor en la boca del estómago, absorbió la solidez de su cuerpo y el encanto de sus gestos. Sintió que el deseo ascendía como un pequeño dolor y pensó con gratitud en las casualidades del destino: le había ofrecido una mujer que ni siquiera de haber podido hacerla él con sus propias manos se habría acercado tanto a su ideal de perfección.

Todavía no había tenido el valor de decirle que la amaba.

Ella lo alcanzó cerca del timón, le pasó los brazos alrededor del cuello y le dio en la mejilla un beso suave. Jochen sintió el calor de su aliento y el aroma natural de su cuerpo, y pensó una vez más que no existe mejor perfume que el de una piel que huele bien. La de ella sabía a mar y a secretos por descubrir, poco a poco, sin prisa. La sonrisa de Arijane resplandeció en el contraluz del crepúsculo y Jochen, más que verlo, imaginó el reflejo centelleante de sus ojos.

—Bajaré a ducharme. Después, si quieres, puedes ducharte tú también, y sobre todo podrías afeitarte esta barba. Quizá entonces acepte cualquier propuesta que quieras hacerme después de cenar...

Jochen esbozó una sonrisa cómplice y se pasó una mano por el mentón, cubierto por una barba de dos días.

—Qué extraño, creía que a las mujeres os gustaban los hombres con la barba un poco descuidada...

Imitó la voz de los actores de las películas de aventuras de la década de los cincuenta.

—Esos que os rodean la espalda con un brazo y con el otro navegan hacia el horizonte.

Arijane, siguiendo el juego, anduvo hacia la escalera con el contoneo de una diva del cine mudo.

—No me cuesta nada imaginarme un viaje hacia el horizonte contigo, mi héroe, pero no creo que cambie mucho si me ahorras que lo haga con las mejillas ardiendo.

Desapareció como una actriz detrás de bastidores después de un golpe de efecto.

—Arijane Parker, tus adversarios te toman por una gran ajedrecista, pero ninguno de ellos sabe qué eres en realidad...

Ella asomó la cabeza un instante, curiosa.

—¿O sea?

—¡La comedianta más hermosa que he conocido!

—¡Vale! Por eso soy tan buena jugadora de ajedrez; porque no me tomo nada en serio.

Y desapareció de nuevo. Jochen vio en el puente el reflejo de la luz encendida, y poco después oyó el agua de la ducha.

La sonrisa no se borraba de su cara.

Había conocido a Arijane hacía unos meses, en ocasión del Gran Premio de Brasil, en una recepción organizada por uno de los patrocinadores del equipo, una multinacional de ropa de deporte. Por lo general trataba de evitar los compromisos mundanos, en especial cuando se avecinaba una carrera, pero esa vez se trataba de un evento a beneficio del Unicef, y no había podido negarse.

Bastante incómodo, vagaba por los salones llenos de gente; le sentaba tan bien el esmoquin que nadie habría podido imaginar que lo había alquilado para la ocasión. En la mano, una copa de champán que no terminaba de beber; en el rostro, un aburrimiento que no conseguía disimular.

—¿Es usted siempre tan divertido, o está haciendo hoy un esfuerzo especial?

Se dio la vuelta al oír el sonido de la voz y se encontró con la sonrisa y los ojos verdes de Arijane. También ella llevaba un esmoquin de hombre, con una camisa abierta, sin la clásica pajarita. En los pies, un simple par de zapatillas de deporte blancas. Con esa ropa y el pelo negro y corto, parecía una versión elegante de Peter Pan. Jochen, que había visto muchas veces su foto en los periódicos, reconoció enseguida a Arijane Parker, la excéntrica muchacha de Boston que había salido del anonimato poniendo entre la espada y la pared a los mejores campeones de ajedrez del mundo. Le había hablado en alemán, y Jochen había respondido en el mismo idioma.

—Como alternativa me habían propuesto fusilarme. Pero, como tengo unos compromisos para el fin de semana, no tuve más remedio que aceptar esto.

Con un movimiento de cabeza señaló el salón lleno de gente. La sonrisa de Arijane se acentuó y su expresión divertida dio a Jochen la sensación de haber superado un examen. Ella tendió una mano.

—Arijane Parker.

—Jochen Welder.

Al estrecharle la mano, Jochen tuvo la clara sensación de que aquel gesto tenía un significado particular, que en las miradas que intercambiaban había algo que las simples palabras no podían expresar. Luego salieron a la gran terraza, que parecía suspendida en el respiro silencioso de la noche brasileña.

—¿Cómo es que hablas tan bien el alemán?

—La segunda mujer de mi padre, que casualmente es mi madre, es de Berlín. Por suerte siguió casada con él el tiempo suficiente para enseñármelo.

—¿Y por qué la dueña de una cabeza tan hermosa decide tenerla inclinada durante horas y horas sobre un tablero?

Arijane arqueó una ceja y le devolvió la pelota, respondiendo a su pregunta con otra pregunta:

—¿Por qué el dueño de una cabeza tan interesante decide esconderla en esa especie de cazuela en la que acostumbráis ponerla los pilotos?

Léon Uriz, el representante del Unicef que había organizado la velada, llegó en ese momento para reclamar su presencia en el gran salón. Jochen dejó a Arijane de mala gana y lo siguió, decidido a regresar cuanto antes para responder a la pregunta. Antes de cruzar el umbral de las grandes puertas de cristal se volvió a mirarla. Estaba de pie cerca de la balaustrada, observándole, con una mano en el bolsillo. Con una sonrisa y un gesto cómplice levantó hacia él la copa de champán que sostenía en la otra mano.

Al día siguiente, después de los entrenamientos libres del jueves, fue a verla al torneo. Su llegada provocó sensación entre el público y los periodistas. Resultaba evidente que la presencia de Jochen Welder, dos veces campeón del mundo de Fórmula Uno, en una partida de Arijane Parker no podía ser fruto de la casualidad, ni tampoco de un súbito interés por el ajedrez. Ella estaba sentada ante el tablero, separada del jurado y el público por una barrera de madera. Volvió la cabeza al oír los murmullos y, al verle, su expresión no cambió en absoluto, como si no le hubiera reconocido. Un instante después, su mirada se fijó otra vez en el tablero que la separaba de su adversario. Jochen admiró su concentración, su cabeza inclinada sobre el juego, la seductora incongruencia de esa figura delgada de mujer en un ambiente en general muy masculino. A partir de ese momento, Arijane cometió algunos errores incomprensibles. Él no entendía nada de ajedrez, pero lo intuyó por los comentarios del apasionado público que colmaba la sala. De golpe, ella se levantó y echó el rey sobre el tablero, en señal de rendición. Sin mirar a nadie, con la cabeza baja, salió por la puerta de madera que se abría al fondo de la sala. Jochen intentó alcanzarla, pero ella desapareció sin dejar rastro.

Las pruebas cronometradas y las obligaciones previas a la competición le impidieron buscarla, pero la mañana del Gran Premio, poco después de la rueda de prensa de los pilotos, se la encontró por sorpresa en el box. Mientras controlaba la ejecución de las modificaciones del coche que había propuesto a los mecánicos después de los ejercicios de calentamiento, la voz de Arijane lo sorprendió como en el primer encuentro.

—Debo decir que el mono no te sienta tan bien como el esmoquin, pero al menos es más alegre.

Se dio la vuelta y la vio frente a él; sus brillantes ojos verdes y el pelo medio oculto bajo una gorra. Llevaba una camiseta liviana, debajo de la cual se adivinaban los senos, y un pantalón corto, rojo, como casi todos los que allí estaban. Alrededor del cuello llevaba un cordón del que pendía un pase de la federación y un par de gafas de sol sostenidas por una tira de plástico. La sorpresa le había paralizado, tanto que Alberto Regosa, su ingeniero de pista, le soltó con tono burlón:

—¡Eh, Jochen! ¡Si sigues con la boca abierta no podrás abrocharte el casco!

Apoyó una mano en la espalda de Arijane y respondió al mismo tiempo a ella y a la broma del amigo.

—Ven, salgamos de aquí. Podría presentarte a este individuo, pero no vale la pena, ya que mañana deberá buscarse otro trabajo.

La acompañó fuera del box mientras, con el dedo medio de la mano derecha oculta tras la espalda, contestaba a la broma del ingeniero. Después miró con descaro las hermosas piernas que dejaba ver el pantalón corto.

—La verdad, tampoco a ti te quedaba mal el esmoquin, pero prefiero esto. Siempre pesa una sombra de legítima sospecha sobre las piernas de una mujer con pantalones.

Los dos rieron; después, Jochen le explicó brevemente el ajetreo de la actividad del mundo de las carreras automovilísticas, que Arijane desconocía por completo. Le aclaró quién era quién y qué era esto y aquello; a ratos debía alzar la voz para imponerse al rugido de algún motor. Cuando llegó el momento de colocarse en la parrilla de salida, la invitó a presenciar la carrera desde el box.

—Me temo que ahora debo ir a ponerme la cazuela en la cabeza, como dices tú. Nos vemos después.

Antes de alejarse la confió al cuidado de Greta Ringer, la jefa de prensa del equipo. Luego subió a su coche y mientras los mecánicos le abrochaban el cinturón de seguridad levantó la cabeza y la miró. A través de la abertura del casco, los ojos de ambos volvieron a hablarse, en un idioma que por un instante le hizo olvidar la emoción de la competición. Para él la carrera concluyó enseguida, después de una decena de vueltas. Empezó bien, pero luego, cuando iba en cuarto lugar, la suspensión trasera, punto débil de su coche, cedió de golpe y dio una vuelta sobre sí mismo a la salida de una curva difícil. Chocó con violencia contra las barreras de protección, rebotó hacia el centro de la pista y al fin se detuvo, con su Klover F109 casi destrozado. Por radio avisó al equipo que todo estaba bien, y volvió a pie. Al llegar al box buscó a Arijane con la mirada, pero no la encontró. Solo después de haber explicado el motivo del accidente al director del equipo y a los técnicos pudo salir a buscarla. Estaba en la caravana, sentada junto a Greta, que se alejó discretamente cuando le vio llegar. Arijane se levantó y le rodeó el cuello con los brazos.

—Puedo aceptar que tu presencia me haga perder la semifinal de un torneo importantísimo, pero creo que me costará mucho más sentir que muero un poco cada vez que tú arriesgues la vida en estos circuitos. Ahora puedes besarme, si quieres...

Desde ese día no se separaron.

Jochen encendió un cigarrillo y se quedó solo, sentado en la penumbra, fumando y contemplando las luces de la costa. Había anclado el barco a poca distancia de Cap Martin, frente a Roquebrune y bajo la gran «V» azul que brillaba en la montaña: la insignia del Vista Palace, el gran hotel de lujo construido al borde de un abismo. A la izquierda resplandecía Montecarlo, hermosa y artificial como una dentadura nueva, inmersa en sus luces inmerecidas y en el dinero que no le pertenecía. Habían pasado tres días desde el Gran Premio y, después de las multitudes del fin de semana de la competición, la ciudad volvía rápidamente a su normalidad plastificada. Donde poco antes habían rugido los coches de carrera se reanudaba el tráfico perezoso y ordenado bajo el sol de mayo; pero el verano que se avecinaba en Montecarlo no habría de ser como los anteriores, ni para él ni para los demás.

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