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Authors: Giorgio Faletti

Yo mato (5 page)

Jochen Welder, a los treinta y cuatro años, se sentía viejo y tenía miedo.

El miedo era algo que conocía bien, un compañero habitual para todo piloto de Fórmula Uno, con el que se acostaba la víspera de cada carrera, fuera quien fuese la mujer que en ese momento compartiera su cama y su vida. Había aprendido incluso a reconocer su olor, en los monos impregnados de sudor colgados a secar en el box. Durante mucho tiempo había enfrentado y dominado su miedo, durante mucho tiempo lo había olvidado cada vez que se ponía el casco o subía al coche y se abrochaba el cinturón de seguridad, esperando la oleada de adrenalina que invadía sus venas. Ahora era distinto; ahora tenía miedo del miedo. Ese que sustituye el instinto con el razonamiento, que te hace despegar el pie del acelerador un segundo antes de lo necesario, y que un segundo antes de lo necesario te hace encontrar el pedal del freno. Ese que de golpe te deja mudo y habla solo a través de un cronómetro, que muestra cuan breve es un segundo para un hombre común y cuan largo, en cambio, para un piloto.

A su lado sonó el teléfono móvil. Estaba convencido de haberlo apagado; lo miró y tuvo la tentación de hacerlo en ese momento. Después, con un suspiro, lo sacó del estuche y pulsó el botón para iniciar la comunicación.

—¿Dónde diablos te has metido, hombre?

La voz de Roland Shatz, su mánager, salió del aparato tan sonora como la de un presentador de un concurso televisivo. Jochen esperaba la llamada, pero aun así lo cogió un poco por sorpresa.

—De paseo... —respondió evasivo.

—¡De paseo, y una mierda! ¿No sabes el revuelo que hay?

No lo sabía, pero podía imaginárselo fácilmente. Al fin y al cabo, un piloto que, teniendo una carrera ya casi ganada, la perdía por un error en la última curva siempre era objeto de airados comentarios en la prensa deportiva de todo el mundo. Sin darle tiempo a responder, Roland continuó con el mismo tono:

—El equipo ha intentado cubrirte de todas las formas posibles frente a los periodistas, pero Ferguson está furioso. En todo el Gran Premio no has hecho ni un solo adelantamiento; te has colocado delante solo porque los otros se salieron de la pista o tuvieron problemas de motor... ¡Así vas a echar por la borda toda una carrera! El titular más benévolo dice: «En Montecarlo, Jochen Welder pierde la carrera y el prestigio».

Intentó una débil protesta.

—Te dije que había algo en la suspensión...

El manager ni siquiera le permitió terminar.

—¡Un carajo! Los informes de telemetría cantan mejor que Pavarotti. El coche estaba perfecto, y lo ha demostrado el motor de Malot, que resistió bien aunque en la parrilla él partió muy por detrás de ti.

Francois Malot era el segundo piloto de la escudería, un osado joven de mucho talento al que Ferguson, el director deportivo del Klover F1 Racing Team, consentía y favorecía desde hacía tiempo. Todavía no poseía la experiencia necesaria, pero era brillante en los entrenamientos y tenía coraje y temeridad para dar y regalar. Los profesionales del circuito estuvieron observando sus progresos desde su debut en Fórmula Tres, hasta que Ferguson les ganó de mano a todos al ofrecerle un contrato por dos años. El propio Shatz no había ahorrado esfuerzos para ocuparse de sus intereses al mismo tiempo que de los de Jochen. Así era la ley del mundo del deporte, y de la Fórmula Uno en particular; un planeta pequeñísimo donde el sol sale y se pone con una rapidez despiadada.

El tono de Roland cambió de pronto; su voz reflejaba la amistad que le ligaba a Jochen, más allá de las simples relaciones de trabajo. Aun así, daba la impresión de que él solo interpretaba al policía bueno y al policía malo de los interrogatorios hollywoodienses.

—Jochen, tenemos problemas. La semana próxima está prevista una sesión privada de prueba en Silverstone, con la Williams y la Jordán. Si he entendido bien, no te han convocado. Prefieren que Malot y Barendson hagan las pruebas de la nueva suspensión. Sabes qué significa, ¿verdad?

Claro que lo sabía. Conocía demasiado bien el mundo de las carreras para no saberlo. Cuando un piloto no está al corriente de las últimas novedades técnicas del equipo, lo más probable es que sea porque los responsables no quieran darle la posibilidad de pasar valiosas informaciones a una escudería rival. Es decir, no le renovarán el contrato.

—¿Qué esperas que te diga, Roland?

—Nada, no espero que me digas nada. Solo quiero que, cuando corras, uses el cerebro y el pie como siempre has sabido hacerlo.

Un instante de silencio casi imperceptible.

—Estás con esa chica, ¿verdad?

A pesar suyo, Jochen sonrió.

Roland no tenía ninguna simpatía por Arijane, a quien ni siquiera se dignaba nombrar: apenas la mencionaba como «esa chica». Por otra parte, ningún manager sentía simpatía por una mujer a la que creía responsable de los malos resultados de un piloto suyo. Decenas de mujeres habían pasado por la vida de Jochen, y Shatz las había valorado como lo que eran: el complemento inevitable de una estrella del deporte que, como él, era el centro de la atención; una constelación de pequeñas y hermosas lunas que brillaban con la luz del campeón. Sin embargo, extrañamente, había levantado las antenas ante la aparición de Arijane, y se había puesto a la defensiva. Tal vez había llegado el momento de explicarle que Arijane no era la causa de su mal sino, en todo caso, el síntoma. Jochen habló con el tono de un padre amable que debe convencer a un niño terco para que se lave también el interior de las orejas.

—Roland, ¿no se te ha pasado por la cabeza que quizá la película ha llegado al final? Tengo treinta y cuatro años. A mi edad, muchos pilotos ya se han retirado, y los que todavía corren parecen la caricatura de lo que fueron.

Omitió adrede mencionar a los que habían muerto. Pero pensó en ellos; nombres, caras, ojos y risas de hombres jóvenes que de golpe se habían convertido en cuerpos envueltos en una carrocería retorcida, un casco echado hacia delante, una ambulancia nunca lo bastante veloz, un helicóptero nunca lo bastante rápido, un médico nunca lo bastante hábil.

Las palabras de Roland reflejaban una actitud rebelde.

—Pero ¿qué dices, Jochen? Sé tan bien como tú cómo es la Fórmula Uno, pero tengo un montón de propuestas de Estados Unidos. Todavía te quedan muchos años por delante para divertirte y ganar un montón de dinero sin correr riesgos.

Jochen no tuvo valor para frenar el ímpetu empresarial de Roland. Sin duda el dinero no era el incentivo capaz de cambiar su estado de ánimo; poseía dinero suficiente para dos generaciones. Lo había ganado arriesgando el pellejo a lo largo de todos aquellos años, y no había sucumbido, como tantos de sus colegas, a la tentación de comprarse un avión personal, un helicóptero, o a poseer casas esparcidas por todo el mundo. Renunció a explicar a Roland que el problema era otro: que por desgracia ya no se divertía. Por algún motivo, la cuerda se había roto. Por suerte, no había sucedido mientras él estaba haciendo equilibrios encima de ella.

—Vale. Podemos hablarlo luego.

Shatz comprendió que de momento no debía insistir.

—De acuerdo. Pero trata de estar en forma para España. El mundial todavía no ha terminado, y un par de bonitas carreras te ayudarán a ver las cosas de otro modo. Mientras tanto, ¡diviértete, donjuán!

Roland cortó la comunicación y Jochen se quedó mirando el aparato, casi como si pudiera ver, en la pantalla, el rostro preocupado de su manager.

—¡Fantástico! Apenas me alejo un momento y ya te pones a hablar por teléfono. ¿Debo sospechar que hay otra mujer en tu vida?

Arijane salió de la cabina y se le acercó, secándose el pelo con una toalla.

—Era Roland.

—¡Ah!

Ese monosílabo resumía toda la situación.

—No le resulto simpática, ¿verdad?

Jochen la atrajo hacia sí y rodeó su delgada cintura con los brazos. Apoyó la mejilla en su vientre y habló sin mirarla a la cara.

—No es ese el problema. Roland tiene sus preocupaciones, como todos, pero es un amigo y confío plenamente en su buena fe.

Arijane le acarició el cabello.

—¿Se lo has dicho?

—No, he preferido no hablarlo por teléfono. Creo que se lo diré, a él y a Ferguson, en Barcelona, la semana próxima. De todos modos, haré el anuncio oficial de mi retirada al final de la temporada. No quiero que los periodistas me persigan todavía más que ahora.

La historia de Jochen y Arijane había sido un bocado muy apetitoso para la prensa de todo el mundo. Hacía meses que sus caras ocupaban las portadas de las revistas, y los cronistas de sociedad habían disfrutado inventando todo lo posible.

Jochen levantó la cara y buscó la mirada de Arijane. Su voz era un susurro emocionado.

—Te amo, Arijane. Te amaba ya antes de conocerte, y no lo sabía.

Ella no respondió. Se limitó a mirarlo bajo el reflejo de la luz de la cabina. Jochen sintió un pequeño escalofrío de inquietud; pero ya lo había dicho, y no podía ni quería volver atrás.

Segundo carnaval

La cabeza del hombre emerge del agua no muy lejos de la proa del
Forever
. A través del cristal de sus gafas de bucear, identifica la cadena del ancla y braceando con lentitud la alcanza. La aferra con la mano derecha y se queda observando el barco, cuyo casco de fibra de vidrio refleja la luz de la luna llena. Su respiración es acompasada y tranquila.

La botella de cinco litros que carga a la espalda no permite inmersiones largas, pero es ligera, manejable y garantiza una autonomía suficiente para sus necesidades. Viste un mono de neopreno negro, anónimo, sin inscripciones ni accesorios de color, suficientemente grueso para brindarle una buena protección del frío durante el tiempo que permanezca en el agua. No puede usar una linterna, pero la claridad casi descarada del plenilunio le permite prescindir de ella sin dificultad. Intentando evitar el menor chapoteo, se desliza de nuevo bajo la superficie del agua, bordea la silueta del casco sumergido, cuya larga deriva, que se prolonga hacia las sombrías profundidades, se dibuja a contraluz. Luego emerge del lado de la popa de la elegante embarcación y se agarra a la escalerilla, que ha quedado baja.

Bien.

Esto le evitará inútiles acrobacias para subir a bordo. Desenrolla la cuerda que lleva alrededor de la cintura. Engancha un mosquetón a la escalerilla y ata al otro extremo de la cuerda el maletín con cierre hermético que ha traído consigo. Rápidamente comienza a quitarse la botella, las aletas y el cinturón de plomo, que deja atados a la escalerilla, a un metro por debajo de la superficie del agua.

No puede correr el riesgo de entorpecer sus movimientos, aunque conjetura que el factor sorpresa jugará a su favor: ya que es muy probable que los dos ocupantes del barco estén dormidos, debería resultarle bastante fácil cumplir con su cometido.

En el instante en que va a sacarse los plomos oye unos pasos sobre el puente. Se aparta de la escalerilla y se oculta a estribor, donde se vuelve invisible. Desde allí, entre las sombras, ve que la muchacha surge en lo alto de la escalerilla y permanece de pie allí, fascinada por el juego de la luz lunar sobre el mar en calma. Durante unos segundos, su albornoz blanco es un reflejo más; después, con un solo gesto felino, deja que se deslice hasta el suelo y queda desnuda bajo la luna.

Desde su puesto de observación, el hombre ve su perfil y admira su cuerpo esbelto y vigoroso, la línea perfecta de un pecho pequeño y firme; sigue con la mirada la curva de las nalgas, que se funde en las piernas largas y musculosas.

Con movimientos que parecen producir destellos de plata, la joven alcanza la escalerilla, extiende una pierna y con el pie prueba la temperatura del agua.

El hombre sonríe. Es la sonrisa afilada de un tiburón.

Le cuesta creer en su suerte.

Espera ardientemente que la joven no tema enfrentarse con el agua fría y sucumba a la tentación de un baño de mar bajo la luna llena. Como si hubiera leído su pensamiento, la muchacha se da la vuelta, comienza a bajar los peldaños y se desliza con suavidad en el agua; se estremece al contacto del mar frío, que le pone la carne de gallina y le endurece agradablemente los pezones.

Se aleja del barco nadando sin prisa, mar adentro, del lado opuesto al que se halla al acecho la figura con el mono negro. El movimiento silencioso con que el hombre se sumerge en el agua tiene la siniestra agilidad del predador que juega con su presa desprevenida, un juego cruel en el que siempre se apuesta a la muerte.

Ayudándose con las manos, el hombre vacía por completo sus pulmones valiéndose del respirador, para descender más velozmente; luego comienza a nadar en dirección a la muchacha. Muy pronto se encuentra debajo de ella; levanta la cabeza y la ve allá arriba, una mancha oscura a contraluz sobre la superficie del mar, moviendo los pies y las manos para mantenerse a flote. El hombre sube despacio; respira con bocanadas cortas para que las burbujas no delaten su presencia. Cuando la joven está al alcance de su mano, la agarra de los tobillos y tira con fuerza hacia abajo.

Arijane se da cuenta con estupor de la fuerza violenta que la arrastra bajo la superficie. La inmersión es tan súbita que ni siquiera tiene tiempo de llenar de aire los pulmones. De golpe se encuentra un metro bajo el agua, y casi enseguida nota que se afloja la presión en los tobillos. Patea instintivamente, para impulsarse hacia arriba, pero dos manos se apoyan con fuerza sobre sus hombros y la empujan más abajo, hacia el fondo, lejos de la superficie que brilla sobre su cabeza como una promesa sarcástica de aire y luz. Luego dos brazos rapaces le rodean el busto y le presionan el pecho; reconoce el contacto resbaladizo del neopreno de un traje de buzo que se adhiere a su espalda desnuda; nota un cuerpo desconocido junto al suyo, mientras el agresor le rodea la pelvis con las piernas para impedirle todo movimiento.

El terror le bloquea la razón con un muro de hielo.

Comienza a debatirse salvajemente, gimiendo, pero sus pulmones, ya con poco oxígeno, consumen en un instante todas sus escasas reservas. A medida que aumenta la necesidad de aire, Arijane siente que las fuerzas la abandonan poco a poco, mientras su cuerpo, inmovilizado por el apretón mortal de ese otro cuerpo agarrado con tenacidad al suyo, es arrastrado, de manera inexorable, hacia la noche sin luna del fondo del mar.

Se da cuenta de que está a punto de morir, de que alguien la está matando sin que se le conceda saber por qué. De sus ojos escapan lágrimas amargas, saladas, que van a confundirse con los millones de gotas anónimas del mar que, indiferente, la envuelve. Siente que la oscuridad de ese abrazo se dilata y comienza a formar parte de ella, como un frasco de tinta negra derramada en agua limpia. Una mano fría e implacable hurga con frenesí en cada parte de su cuerpo, dentro, fuera, como tratando de extinguir hasta la menor chispa de vida que encuentre, antes de alcanzar su joven corazón de mujer y detenerlo para siempre.

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