Atravesaron el salón en dirección a la escalera. Olía a café recién hecho, y hombres con chaqueta o en mangas de camisa iban y venían de la cocina portando tazas y vasos.
Lo tenían todo planeado de antemano
.
En la planta superior volvieron a registrarla.
No ya con un detector de metales, sino con las manos. Le hicieron quitarse la cazadora, alzar los brazos por encima de la cabeza y separar las piernas. Quien la registraba no era la reglamentaria mujer policía que puede tocar a otra mujer sino un hombre, pero le daba igual. Años de vigilancia e interrogatorios la habían acostumbrado a perderse el respeto a sí misma. Y era obvio que ellos tampoco la respetarían. ¿Qué buscaban? ¿Qué temían que ella pudiese hacerles?
Nos tienen miedo. Mucho más del que nosotros les tenemos a ellos.
Tras el riguroso examen el hombre asintió, le devolvió la cazadora y abrió la puerta de otra habitación, una especie de biblioteca.
Y dentro, oh sí, El Hijo de Puta Que Importaba.
—Profesora Robledo, siempre es un placer para mí volver a verla.
Creía sentirse preparada para encontrarse otra vez con él.
Se equivocaba.
Reprimiendo la furia, accedió a ocupar una butaca frente al pequeño escritorio. Uno de los hombres abandonó la habitación y cerró la puerta, el otro se quedó a su espalda preparado para actuar por si ella, digamos, decidía arrojarse contra el abuelito de pelo blanco y arrancarle los ojos. Lo cual era una posibilidad, desde luego.
—Sé por qué quería venir aquí esta noche —dijo el de pelo blanco en su inglés cabal, sentándose tras el escritorio después de que ella lo hiciera. Era evidente que acababa de llegar: su abrigo se hallaba sobre una silla aún enjoyado del relente nocturno—. Le aseguro que no le quitaré mucho tiempo. Solo una charla cordial. Luego podrá reunirse con los amigos... —Una lámpara de gran pantalla apoyada en la mesa le ocultaba a medias el rostro; el hombre la apartó, y ella pudo ver su sonrisa. No era el espectáculo que más ansiaba contemplar, pero aun así lo hizo.
Harrison había envejecido notablemente durante aquellos últimos años, pero su mirada, hundida bajo el balcón de unas cejas casi inexistentes, y aquella sonrisa en su cara lampiña (hacía tiempo que se había quitado el bigote que llevaba cuando lo había conocido), expresaba la misma «frialdad-cortesía-amenaza-confianza» de siempre. Quizá con algo más brillando al fondo del todo. Algo nuevo. ¿Odio? ¿Miedo?
—¿Dónde está mi amigo? —dijo sin ganas de seguir descifrándolo.
—¿Cuál de ellos? Tiene usted varios, y muy buenos.
—El profesor Víctor Lopera.
—Oh, está contestando unas cuantas preguntas. Cuando acabemos podrá...
—Déjelo en paz. Soy yo quien les importa, Harrison. Déjelo marchar a él.
—Profesora, profesora... Su impaciencia es tan... Todo a su tiempo... ¿Quiere una taza de café? No le ofrezco otra cosa: porque supongo que habrá cenado ya... Las doce y media de la noche es una hora demasiado tardía incluso para ustedes los españoles, ¿eh? —Y se dirigió al fantasma de pie tras ella—. Di que traigan café, por favor.
A ella le apetecía el café, pero pensó que no iba a aceptar ninguna cosa que aquel tipo le ofreciera, ni aunque se hallara agonizando en el suelo, envenenada, y él le tendiera el antídoto. Cuando el lacayo se marchó, decidió hacer la prueba de perder la paciencia.
—Escuche, Harrison. Si no deja a Lopera regresar a su casa le juro que voy a armarla... Armaré una buena, de verdad: periodistas, tribunales, lo que caiga... No soy la misma idiota sumisa de antes.
—Usted nunca ha sido una idiota sumisa.
—Déjese de monsergas. Hablo en serio.
—Ah, ¿sí? —De pronto toda la cordialidad de Harrison había desaparecido. Se irguió en el asiento y apuntó su largo dedo índice hacia ella—. Pues le diré qué podemos hacer nosotros: podemos procesarlos judicialmente, a usted y a su amigo Lopera. Podemos acusarla a usted de revelar material clasificado y a Lopera de encubrimiento y complicidad. Se ha saltado todas las normas legales sobre las que estampó su firma, de modo que basta de amenazar... ¿Puedo saber dónde está el chiste?
Elisa se despejó el cabello de la cara mientras reía.
—¡Habla la voz de la justicia! Se han introducido en nuestras casas y nuestras vidas, nos espían desde hace años, nos secuestran cuando les da la gana... Ahora mismo se encuentran invadiendo una propiedad privada: en su país y en el mío eso se llama «allanamiento de morada»... ¡Y todavía se permite hablar de leyes...!
La puerta los interrumpió, pero el gesto de Harrison informó a Elisa de que había cambiado de opinión respecto del café, de lo cual se congratulaba.
Perfecto. Muéstrame los dientes pero ahórrate la sonrisa.
—¿Así califica las medidas destinadas a protegerla? —replicó Harrison.
—¿Se refiere a protegerme como han protegido a Sergio Marini?
Harrison desvió un poco la cara, como si no hubiese oído bien. Ella recordaba ese gesto: entre los registros hipócritas de su interrogador aquél era uno de los grandes. No se molestó en repetir su pregunta.
—Acabo de venir de Milán, profesora. Le aseguro que no existen pruebas de que lo sucedido con el profesor Marini tenga nada que ver con el Proyecto Zigzag.
—Está mintiendo.
—¡Qué temperamento el suyo! —Harrison soltó una carcajada—. Carácter español... Desde que la conozco es igual. Muy fuerte, muy apasionada... y muy desconfiada.
—La desconfianza me la enseñó usted.
—Por favor, por favor...
Elisa percibía algo extraño en Harrison: como si detrás de aquellas sonrisas y palabras corteses gruñera un animal aterrorizado y peligroso, impaciente por soltarse y clavarle en el cuello su dentadura babeante.
La imprevista posibilidad de que el estado mental de Harrison fuese peor que el suyo propio renovó su pánico. Comprendió entonces que le tranquilizaba más como verdugo que como víctima.
Dice que acaba de venir de Milán... Entonces habrá contemplado...
—¿Cómo murió Marini? —preguntó, escrutando detenidamente su rostro. Otra vez le vio hacer el desagradable gesto de «perdón, ¿puede repetir?». Y en esa ocasión ella sí repitió—. Le pregunto cómo murió Sergio Marini.
—Lo... lo golpearon. Presumiblemente ladrones, aunque esperamos un informe...
—¿Vio su cadáver?
—Sí, claro. Pero ya le digo que lo golpearon...
—
Descríbamelo
.
Se echó a temblar cuando advirtió los esfuerzos de Harrison por eludir a toda costa su mirada.
—Profesora, nos estamos desviando del...
—Descríbame el estado del cuerpo de Sergio Marini...
—Déjeme hablar —masculló Harrison entre dientes.
—Me está mintiendo —gimió ella. Y rogó en silencio por que Harrison lo negase. Pero lo que hizo Harrison fue chillar. Y de una forma asombrosa, casi desgañitándose. Pasó de la suma tranquilidad a aquel alarido en cuestión de décimas de segundo.
—
¡Cállese!
—De inmediato recobró el control y sonrió—. Es usted..., permítame decirlo...,
indecorosamente
obstinada...
Ya no le cupo duda alguna: todo había sucedido otra vez.
Y Harrison ya no representaba siquiera una
amenaza
, porque su razón estaba siendo
corroída
. Como la de ella, como la de
todos
.
Constatar aquellos hechos la hizo sentirse más que indefensa: se sintió exánime.
Hay instantes que poseen profundidad, baches en el transcurrir de la conciencia, turbulencias del ánimo, y Elisa cayó de improviso por un abismo así hasta alcanzar un fondo indefinible. Harrison dejó de importarle, Víctor dejó de importarle, su vida dejó de importarle. Se sumió en un mundo vegetativo en el que oía las palabras de Harrison como si formaran parte de un aburrido programa de televisión.
—¿Por qué no puede comprender que vamos en el mismo barco? Si se hunde usted, nos hundimos todos... Qué carácter el suyo... Me admira y me atrae, lo reconozco, esa forma de ser... No crea que me estoy pasando de la raya: de sobra sé que tengo demasiada edad y usted es muy joven... Pero me atrae, se lo digo francamente... Quiero ayudarla. Sin embargo, antes debo conocer las características del... llamémosle «peligro». Si es que existe tal peligro...
Repentinamente todo pasó: había recordado lo único por lo que todavía debía seguir luchando.
—Dejen libre a Víctor y accederé a lo que quieran.
—¿Que lo dejemos
libre
? ¡Por Dios, profesora, fue usted quien lo metió en esto!
En ese punto no le faltaba razón a aquel cerdo, reconoció ella.
—¿Cuánto tiempo lo retendrán?
—El que sea preciso. Queremos averiguar cuánto sabe.
—Yo misma puedo decírselo. No será necesario que lo encierren completamente desnudo en una habitación con cámaras ocultas, le inyecten drogas y le hagan hablar de su vida íntima con lujo de detalles... Aunque quizá éste sea el programa reservado para las chicas, ¿verdad? —Harrison no replicó. Había convertido su boca en un punto—. Le he contado lo de la isla —claudicó ella—. Solo lo de la isla.
—Es usted una imprudente. —Él la miró como si estuviese eligiendo un calificativo mucho más vulgar, pero repitió—: Una imprudente.
—¡Necesitaba ayuda!
—Nosotros somos la ayuda...
—
¡Por eso necesitaba ayuda!
—No levante la voz. —Harrison, que parecía más interesado en enderezar la torcida pantalla de la lámpara del escritorio, que en escucharla, abandonó de improviso tal actividad, se levantó, rodeó la mesa y acercó su rostro a unos milímetros del de Elisa—. No levante la voz —repitió, punzando su cazadora con un dedo admonitorio—. No delante de mí.
—Y usted —replicó Elisa, rechazando con violencia la mano de Harrison— no vuelva a tocarme.
La nueva interrupción, esta vez procedente de la puerta opuesta, hizo que respirara aliviada. Harrison y su dedo índice no le importaban una mierda, pero estaba empezando a comprender que el individuo que se hallaba inclinado sobre su rostro no era Harrison del todo. O quizá lo era al cien por cien, sin conservantes ni colorantes.
Reconoció de inmediato al tipo que apareció en el umbral. Los años transcurridos no habían hecho mella en aquel rostro de granito y aquella figura embutida a duras penas en un traje elegante. A Elisa casi le tranquilizó comprobar que al menos Carter seguía siendo el mismo.
—¿Por qué me parecía que usted no debía de andar muy lejos? —preguntó con desprecio.
—Quieren verla— dijo Carter hacia Harrison, sin tenerla en cuenta.
Harrison sonrió, recobrando de golpe su cortesía.
—Claro. Acompañe al señor Carter, profesora. El resto de sus amigos está en esa habitación. Al menos, los que han venido hasta el momento... Estoy seguro de que le apetecerá volver a saludarlos. —Y mientras Elisa se levantaba agregó—: También le gustará saber que nos hemos enterado de esta reunión gracias a uno de
ustedes
... —Ella le miró, incrédula—. ¿Le sorprende? Al parecer, no todos sus amigos opinan igual...
La habitación contigua era oscura, una especie de salita en forma de ele mayúscula. Había estanterías polvorientas, una televisión anticuada y un flexo inclinado sobre una mesa pequeña. El flexo volcaba la luz como un misterioso robot que buscase algo oculto en una grieta de la madera. Elisa pensó que, en cuanto pasara el tiempo suficiente, aquellas tinieblas empezarían a agobiarla, pero su temor aún era ínfimo en comparación a la emoción del reencuentro.
Se le había formado un nudo en la garganta al verlos.
El hombre y la mujer se hallaban sentados a la mesa, pero se levantaron cuando ella entró. Los saludos fueron rápidos: ligeros besos en las mejillas. Pese a todo, Elisa no pudo contener las lágrimas. Pensaba que por fin se encontraba junto a aquellos que podían comprender su pavor. Por fin estaba junto a los condenados.
—¿Y Reinhard? —preguntó, trémula.
—A estas horas está saliendo de Berlín —dijo el hombre—. Lo esperarán en el aeropuerto y lo traerán aquí.
De modo que los habían vuelto a atrapar a todos, comprendió.
Pero ¿quién nos ha delatado? Los contempló de nuevo. ¿Quién de ellos?
Llevaba años sin verlos, y la nueva transformación que advirtió en ambos le sorprendió, como le había sorprendido la anterior. La mujer no solo no había perdido su atractivo, sino que Elisa pensó que incluso lo había incrementado, aunque debía de contar ya con cuarenta y pico de edad, y pese a que había adelgazado notoriamente. Sin embargo, su apariencia era chocante. Llevaba el largo pelo teñido de rojo y echado hacia atrás formando una melena espesa, su rostro estaba empolvado y se había depilado las cejas. Los labios eran muy rojos. En cuanto al vestuario, resultaba llamativo: top de tirantes cerrado por la parte anterior, pantalones ceñidos y zapatos de tacón, todo en negro. Encima llevaba una rebeca corriente, quizá porque al final (suponía Elisa) había deseado atenuar aquel triste y provocativo aire que emanaba de toda su persona. En cuanto a él, se había quedado completamente calvo, había ganado varios kilos y gastaba una barba moderada, gris como el color de su cazadora y sus pantalones de pana. Se notaban mucho más los años en él que en ella, pero por dentro ella parecía más derruida que él. Él sonreía, ella no. Ésas eran las diferencias apreciables.
En otro orden de cosas, sus miradas pertenecían al mismo clan que la de Elisa. Tenían un aire de familia, pensaba ella.
La familia de los condenados
.
—Juntos otra vez —dijo.
Se hallaba de espaldas, y percibió primero los pasos y luego el sonido de la puerta al abrirse. Víctor miraba como un conejo asustado tras las gafas. Parecía sano y salvo; lo cual, y aunque ella había estado segura desde el principio de que no lo dañarían, hizo que respirara aliviada.
—Elisa, ¿estás bien?
—Sí, ¿Y tú?
—También. Solo respondí unas cuantas preguntas... —En ese instante Víctor reparó en el hombre y su cara reveló un destello de reconocimiento—. ¿Profesor... Blanes?
—Es Víctor Lopera, ¿lo recuerdas? —dijo Elisa hacia Blanes—. Del curso de Alighieri. Es un buen amigo. Le he contado muchas cosas esta noche...
La mujer respiró ruidosamente mientras Víctor y Blanes se estrechaban la mano. Elisa la señaló entonces.
—Te presento a Jacqueline Clissot. Ya te he hablado de ella.
—Encantado —dijo Víctor, y su nuez pareció saludar también desde su cuello.