Zigzag (36 page)

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Authors: José Carlos Somoza

Tags: #Intriga

Clissot se limitó a mirarle haciendo un gesto con la cabeza. El sonrojo y la rígida torpeza de Víctor al sentirse protagonista involuntario de la situación podían resultar cómicos, pero nadie sonreía.

Se oyó la pétrea voz de Carter desde la puerta.

—¿Quieren algo de comer?

—Queremos que nos dejen solos, si es posible —replicó Elisa, sin molestarse en ocultar el desagrado que Carter le inspiraba—. Todavía tienen que esperar al profesor Silberg antes de tomar una decisión sobre nosotros, ¿no? Además, podrán escuchar todo lo que decimos desde uno de los centenares de micrófonos que hay en la habitación, de modo que ¿qué les parece si se marchan de una puta vez y cierran la puerta?

—Déjenos, Carter —pidió Blanes—. Ella tiene razón.

Carter siguió mirándolos como si se hallara a miles de kilómetros de allí y las palabras sufrieran cierto retraso en alcanzarle. Luego se volvió hacia sus hombres.

Cuando la puerta se cerró, quedaron los cuatro sentados a la mesa. A Elisa se lo ocurrió un símil.
Vamos a jugar con las cartas boca arriba.

El primer turno se lo arrebató Jacqueline.

—Has cometido un grave error, Elisa. —Miró de reojo a Víctor, que parecía fascinado con ella. En verdad, el aspecto y la voz de Jacqueline Clissot resultaban muy seductores, pero mientras la contemplaba, Elisa no podía evitar pensar en el infierno que debía de estar viviendo aquella pobre mujer.
Quizá peor que el mío
—. No debiste mezclar a nadie en... En lo nuestro.

Encajó el golpe. Ella también tenía algunos que dar, pero antes prefería aclarar las cosas.

—Víctor todavía puede elegir. Solo conoce lo ocurrido en Nueva Nelson, y ellos le dejarán en paz si se compromete a no hablar.

—Estoy de acuerdo —admitió Blanes—. Lo que menos le interesa a Harrison es complicar las cosas.

—¿Y tú? —indagó Elisa hacia Jacqueline, repentinamente cruel—. ¿Es que nunca has intentado buscar ninguna ayuda por tu cuenta, Jacqueline?

Se reprochó aquella pregunta nada más hacerla. Los ojos de la mujer se desviaron de los suyos. Comprendió que, en Jacqueline, aquella conducta se había vuelto un hábito: desviar su mirada de la de otros.

—Hace tiempo que sobrellevo sola mi propia vida —declaró Clissot.

Elisa no replicó. No quería discutir, menos aún con Jacqueline, pero no le gustaba aquel papel de «Mira-Cuánto-Sufro» que se había adjudicado la francesa.

—Sea como fuere —dijo Blanes—, Elisa ha traído a Víctor y tenemos que aceptarlo. Yo, al menos, lo acepto.

—Tiene que ser él quien acepte, David —repuso Clissot—. Debemos contarle el resto y dejar que decida si quiere seguir con nosotros.

—Muy bien. Estoy de acuerdo. —Blanes se frotaba las sienes como si quisiera abrir una salida para sus pensamientos. Elisa percibía también un cambio en él, pero le resultaba más difícil de desentrañar que el de Jacqueline. Estaba... ¿más confiado? ¿Con más fuerzas? ¿O se trataba solo del deseo que ella tenía de verlo así?—. ¿Qué opinas, Elisa?

—Le contaremos lo demás y él decidirá. —Elisa se volvió hacia Víctor y le tendió la mano, cautelosa pero firme—. No quiero que esto se convierta para ti en un paso sin vuelta atrás, Víctor. Sé que no debí mezclarte con nada de esto, pero te necesitaba... Deseaba que vinieras. Deseaba que alguien de fuera juzgara lo que nos ocurre.

—No, yo...

—Escúchame. —Elisa apretó sus manos—. No es una disculpa. Creí que las cosas saldrían de otra manera, que esta reunión ocurriría de otra forma... No estoy disculpándome —repitió con énfasis—. Te necesitaba, y por eso te busqué. Volvería a hacer lo mismo en las mismas circunstancias. Tengo un miedo atroz, Víctor. Todos
tenemos
un miedo atroz. No eres capaz de comprenderlo aún. Pero si algo sé es que necesitamos toda la ayuda posible... y tú eres, ahora, toda la ayuda posible... —Y pensó:
Aunque uno de vosotros crea lo contrario
. Los miró intencionadamente, preguntándose quién los habría traicionado. ¿O acaso se trataba de un truco de Harrison para desunirlos?

De pronto aquel muñeco de pelo rizado oscuro y gafas de intelectual, que ya no eran de John Lennon sino de modesto profesor de física, cobró vida.

—Esperad. He llegado hasta aquí por mí mismo, no porque tú lo quisieras, Elisa... Lo he hecho porque he querido hacerlo yo. Esperad. Esperad... —Hacía curiosos gestos, como si sostuviera una caja grande e intentara introducirla en otra apenas unos milímetros mayor, una especie de delicada prueba de destreza. A Elisa le sorprendió la fuerza inesperada de su voz—. Todo el mundo... Todo el que me conoce dice lo mismo: «Te he obligado a hacer esto, Víctor, o lo otro, caramba, lo siento, Víctor»... Pero no es así. Soy yo quien decido. Quizá sea tímido, pero tomo mis propias decisiones. Y esta noche he querido venir aquí y ayudarte... ayudaros en lo que pueda. Ha sido
mi
decisión. No sé si os serviré o no, pero soy una voz más. Me asustan los riesgos. Me asusta vuestro miedo. Pero
quiero
estar con vosotros y conocer... conocerlo todo.

—Gracias —susurró Elisa.

—En cualquier caso, deberíamos esperar a Reinhard —insistió Jacqueline Clissot—. Saber qué opina.

Blanes negó con la cabeza.

—Víctor ya está aquí, y debemos contarle el resto. —Miró a Elisa—. ¿Lo harás tú?

Ahora venía el momento difícil, y lo sabía. Luego tendría que enfrentarse a otro nada sencillo: averiguar quién de ellos los había traicionado. Pero el simple hecho de narrar lo que había estado ocultando durante los últimos años (lo mas espantoso) se le antojaba una prueba casi insuperable. Sin embargo, también sabía que ella era la más indicada para hacerlo.

No miró a Víctor, ni a nadie. Bajó la vista hacia el espacio de luz que circunscribía el flexo.

—Como ya te dije, Víctor, aceptamos la explicación que nos dieron sobre lo sucedido en Nueva Nelson y nos reintegramos a nuestra vida, tras jurar que respetaríamos las normas que nos impusieron: no comunicarnos entre nosotros y no hablar a nadie de lo ocurrido. Hubo un mínimo revuelo por la noticia del supuesto accidente en el laboratorio de Zurich, pero pasó el tiempo y todo volvió a la normalidad..., al menos en apariencia. —Se detuvo y tomó aliento—. Entonces, hace cuatro años, en las navidades de 2011... —Se estremeció al oírse a sí misma decir: «Navidades de 2011».

Siguió hablando entre susurros, como si intentara dormir a un niño.

Comprendió que eso era exactamente lo que hacía: acunaba a su propio terror.

VI
EL TERROR

Los científicos no persiguen la verdad: es la verdad

la que les persigue a ellos.

KARL SCHLECTA

22

Madrid,

21 de diciembre de 2011,

20.32 h

La noche era muy fría, pero la pantalla del climatizador de su apartamento se mantenía invariablemente en veinticinco grados. Ella estaba en la cocina preparándose la cena. Se hallaba descalza, las uñas de los pies y las manos cuidadosamente pintadas de rojo, el cabello negro y sedoso lanzando reflejos de peluquería reciente, maquillada, con una bata morada hasta las rodillas y ropa interior muy sexy de encaje negro, sin medias. Su teléfono móvil parloteaba por el altavoz, colocado sobre un pedestal electrónico. Era su madre: esas navidades las pasaría en la casa de Valencia junto a Eduardo, su actual compañero, y deseaba saber si Elisa iría a verlos por Nochebuena.

—No es que quiera presionarte, Eli, entiéndeme... Haz lo que quieras. Aunque supongo que siempre has hecho lo que has querido. Y también sé que las fiestas no te importan demasiado...

—Deseo ir, mamá, en serio. Pero no puedo decírtelo aún con seguridad.

—¿Cuándo lo sabrás?

—Te llamaré el viernes.

Estaba haciendo escalivada, y en aquel momento conectó el extractor y volcó el contenido de un mortero en la sartén ya calentada. Un rabioso chisporroteo la hizo retroceder. Tuvo que subir el volumen del altavoz.

—No quiero estropearte ningún plan, Eli, pero me parece que, si no tienes nada en perspectiva... En fin, deberías hacer un esfuerzo... Y que conste que no lo digo por mí. No del todo. —La voz vaciló—. Eres tú la que necesitas compañía, hija. Siempre has sido un bicho solitario, pero lo que te ocurre ahora es diferente... Una madre nota esas cosas.

Apartó la sartén del fuego, sacó la fuente del horno y roció ; las verduras con el contenido de la sartén.

—Llevas meses, más bien años, bastante apartada de todo. Pareces abstraída, como si estuvieras en otro sitio mientras te hablan. La última vez que viniste a casa, el domingo que almorzamos juntas, te juro que llegué a pensar que... no eras la misma.

—¿La misma que quién, mamá?

Cogió una botella de agua mineral del frigorífico y una copa y se dirigió al salón pisando la mullida alfombra. Podía oír perfectamente el teléfono desde allí.

—La misma que eras cuando vivías conmigo, Elisa.

No tuvo necesidad de encender ninguna luz: todas las luces de su casa estaban encendidas, incluyendo las de las habitaciones que no pensaba utilizar en aquel momento, como el cuarto de baño o el dormitorio. Pulsaba los interruptores en cuanto el sol menguaba. Pagaba una fortuna por aquella costumbre, sobre todo en invierno, pero la oscuridad era una de las cosas que no podía soportar. Dormía siempre con un par de lámparas encendidas.

—Bueno, no me hagas mucho caso —decía su madre—, no te he llamado para criticarte... —
Pues lo parece
, pensó ella—. Tampoco quiero que te sientas forzada. Si ya tienes un plan con alguien... Ese chico del que me hablaste... Rentero... solo debes decírmelo y ya está. No me enfadaré, todo lo contrario.

Qué astuta eres, mamá
. Dejó la copa y la botella en la mesa, frente al televisor de pantalla plana que mostraba imágenes sin voz. Luego regresó a la cocina.

Martín Rentero había sido profesor de informática en Alighieri hasta ese año, en que había obtenido una plaza en la Universidad de Barcelona y se había trasladado a esa ciudad. Pero la semana anterior había ido a Madrid para asistir a un congreso y Elisa había vuelto a verle. Era un tipo de espeso cabello y bigote negros, consciente de su atractivo. Durante los años en Alighieri había invitado a cenar a Elisa un par de veces y le había confesado cuánto le gustaba ella (no era la primera vez que un hombre le confesaba eso). Al encontrarse de nuevo con él, no le cupo duda alguna de que volvería a la carga. En efecto, nada más verla le propuso salir el fin de semana, pero ella tenía que asistir a la cena de Navidad con sus compañeros de Alighieri. Entonces Rentero había dado un paso decisivo: había planeado alquilar una casa en los Pirineos, podían pasar las fiestas allí. ¿Qué le parecía?

Eso sonaba demasiado fuerte para ella, se lo estaba pensando. Martín le agradaba, y sabía que necesitaba compañía. Pero, por otra parte, tenía miedo.

No miedo
de
Martín sino
por
Martín: miedo de lo que pudiese ocurrir con él si ella se alteraba, si sus «manías» la llevaban a perder los estribos, si sus cuantiosos temores la traicionaban.

Le daré largas, igual que a mamá. No quiero comprometerme con nadie.
Apagó el horno y cogió la fuente de la escalivada.

—Si tuvieras algún plan, no harías mal en decírmelo.

—No, mamá, ninguno.

En ese instante el teléfono del salón repicó. Se preguntó quién podía ser. No esperaba ninguna otra llamada esa noche, y no la
deseaba
, porque pensaba dedicar algunas horas a «jugar» antes de acostarse. Consultó el reloj digital de la cocina y se tranquilizó: aún disponía de tiempo.

—Perdona, luego te llamaré, mamá. Me están llamando por el otro teléfono...

—No te olvides, Eli.

Desconectó el móvil y se dirigió al comedor mientras pensaba que lo más seguro era que se tratase de Rentero, a causa del cual su madre la estaba sometiendo a aquel tercer grado. Descolgó antes de que su contestador automático se pusiera en marcha.

Hubo una pausa. Un ligero zumbido.

—¿Elisa...? —Una mujer joven, con acento extranjero—. ¿Elisa Robledo? —La voz temblaba, como si procediera de un lugar mucho más frío que el interior de su apartamento—. Soy Nadja Petrova.

De algún modo, por algún misterioso contagio a través de los kilómetros de cable y el océano de ondas, el frío de aquella voz se transmitió a su cuerpo apenas vestido.

—¿Cómo se siente este mes?

—Como el anterior.

—¿Eso significa «bien»?

—Eso significa «normal».

A decir verdad, no era que hubiese olvidado lo ocurrido en ningún momento. Pero el paso del tiempo tenía algo de capa forrada de lana para proteger un interior desnudo y aterido. El tiempo no mitigaba nada, creía comprender, esa idea era falsa: lo que hacía era
ocultar
. Los recuerdos seguían allí, intactos en su interior, sin aumentar ni disminuir de intensidad, pero el tiempo los disfrazaba, al menos a los ojos ajenos, como una superficie de hojas otoñales podría camuflar una tumba, o como la propia riqueza de la tumba cubre el ovillo de gusanos.

Sin embargo, no le daba demasiada importancia a todo eso. Habían pasado seis años, tenía veintinueve, había conseguido una plaza fija de profesora en una universidad y se dedicaba a enseñar lo que le gustaba. Vivía sola, cierto, pero independiente, con piso propio, sin deberle nada a nadie. Ganaba lo suficiente para permitirse cualquier clase de pequeño capricho, hubiese podido viajar de haber querido (no quería) o tener más amigos (tampoco). Lo demás... ¿A qué se reducía lo demás?

A sus noches.

—¿Sigue con pesadillas?

—Sí.

—¿Todas las noches?

—No. Una o dos cada semana.

—¿Podría contárnoslas?

—¿Elisa? ¿Podría contarnos sus pesadillas?

—No las recuerdo bien.

—Cuéntenos algún detalle que recuerde...

—¿Elisa?

—Oscuridad. Siempre hay oscuridad.

¿Qué más? Tenía que vivir con las luces encendidas, claro, pero otras personas no podían entrar en ascensores ni atravesar plazas hormigueantes de gente. Había hecho instalar puertas reforzadas, persianas blindadas, cerraduras electrónicas y alarmas domóticas que la protegían de cualquier intento de intrusión. Pero, en fin, los tiempos eran muy malos. ¿Quién podía reprochárselo?

—¿Y las «desconexiones»? ¿Recuerda este término? Esos momentos en los que se pone a soñar despierta...

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