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Authors: José Carlos Somoza

Tags: #Intriga

Zigzag (4 page)

—¿Diga?

Durante una eternidad nadie dijo nada. Luego oyó:

—¿Elisa? Soy Víctor...

La decepción la dejó completamente aturdida. Era como si hubiese puesto todas sus fuerzas en aguardar un golpe para encontrarse de repente con que el combate se había interrumpido. Tomó aliento mientras una irracional oleada de odio hacia su amigo la invadía de repente. Víctor no tenía la culpa de nada, pero en aquel momento era la voz que menos deseaba escuchar.
Déjame, déjame, cuelga y déjame.

—Quería saber qué tal estabas... Te noté... En fin, con mala cara. Ya sabes...

—Estoy bien, no te preocupes. Solo es un dolor de cabeza... Ni siquiera creo que sea gripe.

—Me alegro. —Un carraspeo. Una pausa. La lentitud de Víctor, a la que tan acostumbrada estaba, le resultaba ahora exasperante—. Lo del seminario ya está arreglado. Noriega dice que no pasa nada. Si no puedes venir esta semana... tú... solo avisa con tiempo a Teresa...

—De acuerdo. Muchas gracias, Víctor. —Se preguntó qué pensaría Víctor si la viera en aquel momento: sudorosa, temblando, encogida en el asiento, con un cuchillo de cuarenta y cinco centímetros de afilado acero inoxidable en la mano derecha.

—Te... Te llamaba también porque... —dijo él entonces—. Es que en la tele están dando una noticia... —Elisa se puso en tensión—. ¿Tienes encendido el televisor?...

Frenéticamente, buscó con el mando a distancia el canal que Víctor le indicó. Contempló un edificio de apartamentos y un locutor hablando ante un micrófono.

—...en su casa de este barrio universitario de Milán, ha conmocionado a toda Italia...

—Creo que tú lo conocías, ¿no?—dijo Víctor.

—Sí —repuso Elisa tranquilamente—. Qué pena.

Muéstrate indiferente. Por teléfono no se te ocurra delatarte.

La voz de Víctor iniciaba otra difícil escalada hacia una nueva frase. Elisa decidió que ya era tiempo de interrumpirlo.

—Perdona, tengo que colgar... Te llamaré más tarde... Gracias por todo, de veras. —Ni siquiera se preocupó de aguardar la respuesta. Le dolía ser tan brusca con una persona como Víctor, pero no podía hacer otra cosa. Subió el volumen del televisor y devoró cada palabra. El locutor aseguraba que la policía no descartaba ninguna posibilidad, siendo el robo el móvil más probable.

Se aferró a aquella estúpida esperanza con todas sus fuerzas.
Sí, quizá se trate de eso. Un robo. Si no he recibido aún la llamada...

El locutor portaba un paraguas abierto. En Milán el cielo era gris. Elisa tenía la angustiosa sensación de estar contemplando el fin del mundo.

Las ventanas del Istituto di Medizina Legale de la Universitá degli Studi de Milán permanecían iluminadas, pese a que hacía tiempo que casi todos sus empleados se habían marchado. Llovía tenue pero constantemente en la noche milanesa, y la bandera italiana que colgaba de un asta a la entrada del sobrio edificio dejaba caer desde su apelmazado extremo un hilo incesante de agua. Bajo esa bandera se detuvo el automóvil oscuro que había llegado a la Vía Mangiagalli. Flotó la sombra de un paraguas. Un individuo que aguardaba en el umbral recibió a las dos siluetas que salieron de los asientos traseros del vehículo. No hubo palabras por parte de nadie: todos parecían saber quiénes eran los otros y qué querían. El paraguas se cerró. Las siluetas desaparecieron.

Los pasillos del instituto resonaron con las pisadas de los tres hombres. Vestían trajes de colores oscuros, aunque los recién llegados llevaban también abrigos. Quien encabezaba la marcha era el sujeto que había aguardado en la puerta: joven, muy pálido, tan nervioso que casi andaba a saltitos. Hablaba moviendo mucho las manos. Su inglés tenía un ostensible acento italiano.

—Están haciendo un estudio detallado... Todavía no hay conclusiones definitivas. El hallazgo se produjo ayer por la mañana... Solo hoy hemos podido reunir a los especialistas.

Se detuvo para abrir la puerta que daba paso al Laboratorio de Antropología e Odontología Forense. Inaugurado en 1995 y remozado en 2012, contaba con tecnología punta y en él trabajaban algunos de los mejores forenses europeos.

Los recién llegados apenas repararon en las esculturas y fotos que adornaban aquel pasillo. Cruzaron junto a un grupo de tres cabezas humanas elaboradas en yeso.

—¿Cuántos testigos lo vieron? —preguntó uno de los hombres, el de más edad, de pelo completamente blanco y escaso en la coronilla, aunque compensado con una discreta melena. Hablaba un inglés neutro, una mezcla de varios acentos.

—Solo la mujer que iba a limpiar su piso todas las mañanas. Ella fue quien lo descubrió. Los vecinos apenas vieron nada.

—¿Qué significa «apenas»?

—Oyeron los gritos de la mujer y la interrogaron, pero nadie entró en el apartamento. Llamaron a la policía enseguida.

Se habían detenido junto a un concienzudo dibujo anatómico que mostraba el cuerpo de una mujer desollada con un feto en el interior del vientre abierto. El joven abrió una puerta metálica.

—¿Y la mujer? —indagó el de pelo blanco.

—Sedada en el hospital, bajo custodia.

—No debe salir de allí hasta que la examinemos.

—Ya me he encargado de todo.

El hombre de pelo blanco hablaba con aparente indiferencia, sin modificar su semblante ni sacar las manos de los bolsillos del abrigo. El joven respondía en el tono apresurado del lacayo. El otro hombre parecía absorto en sus propios pensamientos. Era de fuerte complexión: el traje, y aun el abrigo, semejaban ser dos tallas inferiores a la suya. No aparentaba tanta edad como el del pelo blanco, ni tan escasa como el joven. Tenía el pelo cortado a cepillo, los ojos muy verdes y claros y un círculo de barbita grisácea sobre un cuello enorme como una columna gótica. Viéndole resultaba indudable que era el único de los tres que no estaba acostumbrado a la ropa de ejecutivo. Se movía con decisión balanceando los brazos. Tenía un característico aire militar.

Atravesaron otro pasillo y llegaron a una nueva sala. El joven cerró la puerta tras ellos.

Hacía frío allí dentro. Las paredes y el suelo tenían un color suave y reflectante, verde manzana, como el interior de un cristal tallado. Varios individuos con trajes quirúrgicos permanecían de pie en hilera rodeados de mesas con instrumentos científicos. Miraban hacia la puerta por la que habían entrado los tres hombres, como si su misión no fuese otra que formar una especie de comité de bienvenida. Uno de ellos, de pelo plateado con raya a un lado y la curiosa presencia de camisa y corbata bajo la ropa verde de cirujano, se adelantó separándose del grupo. El joven hizo las presentaciones.

—Los señores Harrison y Carter. El doctor Fontana. —El doctor movió la cabeza a modo de saludo y lo mismo hicieron el hombre de pelo blanco y el corpulento—. A ellos puede brindarle toda la información sin ninguna reserva, doctor.

Se hizo el silencio. Una ligera sonrisa, casi una mueca, tensaba el rostro blanco y brillante del médico, como hecho de cera. Un tic contraía su párpado derecho. Al hablar, semejó un muñeco de ventrílocuo manejado desde algún lugar remoto.

—Esto no lo he visto nunca... en toda mi vida como forense.

Los demás médicos se apartaron, como invitando a los visitantes a acercarse. Tras ellos había una mesa de exploración. Las luces cenitales se desplomaban sobre un área central, un montículo cubierto por una sábana. Uno de los médicos la apartó.

Salvo el hombre de pelo blanco y el corpulento, nadie más miró lo que había bajo la sábana. Todos observaban las facciones de los dos visitantes, como si fueran ellas lo único que precisara ser examinado con detenimiento.

El hombre de pelo blanco abrió la boca, pero enseguida la cerró y desvió la vista.

Durante un instante, solo el hombre corpulento siguió mirando hacia la mesa.

Permaneció así, con el ceño fruncido y el cuerpo rígido, como si obligara a sus ojos a contemplar lo que nadie más en aquella sala quería seguir contemplando.

Se había hecho de noche alrededor de Elisa. Su piso era una isla de luz, pero en los demás empezaba a reinar la oscuridad. Seguía sentada en la misma posición frente al televisor apagado, con el enorme cuchillo en el regazo. No había comido en todo el día, ni descansado. Deseaba más que nada entregarse a sus ejercicios físicos y al placer de una ducha larga y adormecedora, pero no se atrevía a moverse.

Esperaba.

Esperaría lo que fuese necesario, aunque no sabía bien cuánto tiempo abarcaba esa ambigua expresión.

Te han abandonado. Te mintieron. Estás sola. Y eso no es lo peor. ¿Sabes qué es lo peor?

El oso de peluche abría los brazos y sonreía con su boca de corazón. Los botones negros de sus ojos reflejaban una diminuta y pálida Elisa.

Lo peor no es lo que ha ocurrido. Lo peor está por venir. Lo peor va a sucederte a ti.

De repente su móvil repicó. Como tantas cosas que ansiamos (o tememos), la llegada del suceso esperado (o temido) representó para ella el paso a otra situación, a otro nivel de pensamientos. Incluso antes de contestar, su cerebro ya había empezado a emitir y descartar hipótesis, a dar por hecho aquello que aún no había ocurrido.

Contestó al segundo timbre, confiando en que no fuese Víctor.

No lo era. Era la llamada que esperaba.

La comunicación no duró más de dos segundos. Pero aquellos dos segundos la hicieron estallar en llanto cuando colgó.

Ya lo sabes. Ya lo sabes, por fin.

Lloró largo rato, encorvada, con el teléfono en la mano. Tras desahogarse, se levantó y miró su reloj: disponía de algún tiempo antes de la reunión. Haría un poco de ejercicio, se ducharía, comería algo... Y entonces afrontaría la difícil decisión de seguir sola o buscar ayuda. Había pensado en recurrir a alguien, alguien de fuera, una persona que lo ignorara todo y a quien ella pudiera contarle las cosas ordenadamente, una opinión más neutral. Pero ¿quién?

Víctor. Sí, él quizá.

Sin embargo, resultaba arriesgado. Y debía resolver un grave problema añadido: ¿cómo iba a decirle que necesitaba su ayuda urgentemente? ¿De qué manera lograría hacérselo saber?

Ante todo, tenía que tranquilizarse y reflexionar. La inteligencia había sido siempre su mejor arma. De sobra sabía que la inteligencia humana era más peligrosa que el cuchillo que sostenía.

Pensó que, al menos, ya había recibido la llamada que había estado aguardando desde aquella mañana, la que decidiría su destino a partir de entonces.

Casi no había reconocido la voz, debido a lo temblorosa y vacilante que había sonado, como si su interlocutor se hallara tan aterrorizado como ella misma. Pero no le cabía duda alguna de que se trataba de la llamada, porque la única palabra que el hombre había pronunciado había sido la que ella ya esperaba:

—Zigzag.

3

La pregunta trascendental que Víctor Lopera se hacía en aquel momento era si sus aralias aeropónicas formaban o no parte de la naturaleza. A primera vista así era, ya que se trataba de criaturas vivas, verdaderas
dizygotheca elegantissima
que respiraban y absorbían luz y nutrientes. Pero, por otro lado, la naturaleza nunca habría podido reproducirlas con exactitud. Llevaban la firma de la mano del hombre, y eran hijas de la tecnología. Víctor las mantenía enterradas en plástico transparente para observar los asombrosos fractales de las raíces, y controlaba su temperatura, pH y crecimiento con instrumentos electrónicos. Para impedir que se desarrollaran hasta cerca del metro y medio que solían alcanzar, usaba fertilizantes específicos. Por todo ello, aquellas cuatro aralias de hojas en color bronce casi plateado y altura no superior a los quince centímetros eran, en gran medida, creaciones suyas. Sin él, y sin la ciencia moderna, jamás hubiesen existido. De modo que la pregunta sobre si formaban parte de la naturaleza parecía pertinente.

Concluyó que sí. Con todas las reservas que se quiera, pero, categóricamente, sí. Para Víctor, la cuestión abarcaba límites más amplios que el mundo vegetal. Responder a aquella pregunta implicaba declarar nuestra fe o escepticismo en la tecnología y el progreso. Él era de los que apostaban por la ciencia. Creía firmemente que la ciencia era otra forma de naturaleza, e incluso una manera nueva de ver la religión, al estilo Teilhard de Chardin. Su optimismo vital había comenzado en su infancia, al comprobar que su padre, que era cirujano, podía modificar la vida y corregir sus errores.

Con todo, aunque admiraba aquella cualidad paterna, no había optado por una carrera «biológica», a diferencia de su hermano, también cirujano, o su hermana, que era veterinaria, sino por la física teórica. Consideraba los trabajos de sus hermanos como demasiado agitados, mientras que él amaba la paz. Al principio incluso había querido dedicarse al ajedrez profesional, porque sus capacidades para las matemáticas y la lógica eran notables, pero pronto había descubierto que competir también era agitado. No es que le gustara no hacer nada: ansiaba la paz exterior para poder declarar la guerra mental a los enigmas, hacerse preguntas como aquélla o entregarse a la resolución de complicados acertijos.

Rellenó uno de los aspersores con la nueva mezcla fertilizante que iba a probar exclusivamente en Aralia A. Las había dividido mediante compartimientos estancos para experimentar con cada una de modo individual. Al principio había jugado con la idea de llamarlas de alguna forma más poética, pero terminó optando por las primeras cuatro letras del alfabeto,—.

—¿Por qué pones esa cara? —le susurró cariñosamente a la planta mientras cerraba la tapa del aspersor—. ¿No te fías de lo que hago? Deberías aprender de C, que se toma tan bien todos los cambios... Hay que aprender a cambiar, chiquita. Ojalá tú y yo aprendiéramos de la compañera C.

Se quedó un instante pensando por qué acababa de decir aquella tontería. Últimamente le daba por manifestar más melancolía que de costumbre, como si necesitara, él también, un nuevo fertilizante. Pero, qué caramba, eso era psicología barata. Se consideraba un hombre feliz. Le gustaba dar clases, y disponía de mucho tiempo libre para leer, cuidar sus plantas y resolver jeroglíficos. Tenía la mejor familia del mundo, y sus padres, aunque mayores y jubilados, gozaban de buena salud. Ejercía de tío ejemplar con sus dos sobrinos, los hijos de su hermano, que lo adoraban. ¿Quién podía presumir de disfrutar de tranquilidad y cariño a partes iguales?

Estaba solo, cierto. Pero tal circunstancia se debía, ni más ni menos, a su propia voluntad. Era dueño de su destino. ¿Por qué amargarse la vida apresurándose a vivir con una mujer que no pudiera hacerle feliz? A sus treinta y cuatro años aún era joven y no había perdido el optimismo. La vida era cuestión de esperar: una aralia no se desarrollaba en dos minutos, y un amor tampoco. El azar era quien mejor disponía esas cosas. Un buen día conocería a alguien, o alguien conocido le llamaría...

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