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Authors: David Wellington

Tags: #Terror, #Ciencia ficción

Zombie Island (15 page)

—¿Preparada? —le pregunté. Ella se colgó su AK-47 esterilizado al hombro y ajustó la correa antes de asentir. A través de la visera de su casco vi que parecía tranquila y disciplinada. En otras palabras, parecía Ayaan.

A las órdenes de Fathia, las chicas levantaron los rifles e hicieron una breve descarga sobre la multitud de
xaaraan
que nos esperaba. Cayeron unos cuantos, otros giraron sobre sí mismos y se quedaron con aspecto de desorientados antes de volver a su estado de ansiedad. Dispararon otra ronda y los muertos se agitaron aún más, apretándose contra las barreras de contención con más fuerza, hasta que algunos se colaron entre las mismas y cayeron al agua. El ataque tuvo el efecto deseado, que era alejar la atención de nosotros mientras desembarcábamos silenciosamente. Nos movíamos de prisa, pero con cuidado de no enganchar los trajes; Ayaan y yo echamos una pasarela hasta la orilla y descendimos. Osman y Yusuf estaban preparados y echaron la plancha que hacía las veces de pasarela al agua tan pronto como tocamos tierra firme. No nos quedamos mucho tiempo allí, rápidamente nos dirigimos al paseo marítimo que estaba en la parte más alejada de la zona de espera.

Un hombre muerto con cadenas de oro enredadas en el vello rizado de su pecho vino hacia nosotros con los brazos abiertos mientras las piernas le temblaban al intentar correr. Ayaan se preparó para disparar, pero le puse una mano enguantada sobre el cañón e hice un gesto negativo con la cabeza. No le hacía falta que le recordara nuestro trato —sólo dispararía en caso de extrema necesidad, por temor a alertar a los muertos con el sonido de los disparos—, pero me hizo sentirme mejor. Al tranquilizarla a ella, yo me calmé, y en ese momento lo necesitaba. Noté cómo se me erizaba la piel, tratando de alejarse del cadáver animado a medida que éste se acercaba.

Extendió una mano y me cogió de la manga; creí que todo había terminado, que había cometido algún error fatal. Quizá el muerto percibía la fuerza vital de la que me había hablado Gary, o quizá eran capaces de ver a través de los trajes. Me preparé para lo que sin duda iba a venir: el forcejeo, el mordisco, la sensación de la carne arrancada de los huesos. Cerré los ojos e intenté pensar en Sarah, en su seguridad.

El muerto me apartó a un lado y pasó tambaleándose entre Ayaan y yo. Estábamos interceptando su camino hacia su verdadero objetivo: las chicas en el
Arawelo.
Escuché durante un minuto o dos las fuertes respiraciones cíclicas del sistema de aire, feliz de seguir con vida. Fueran cuales fuesen los sentidos especiales que tenían los muertos, no podían ver a través de los trajes. Mi plan tenía verdaderas posibilidades de funcionar.

—Dekalb —me dijo Ayaan, su voz sonaba distorsionada por las capas de plástico que nos separaban—, estamos respirando aire prestado. —Asentí y nos pusimos en marcha.

Cruzamos West Side Highway, pasando cuidadosamente entre los coches abandonados para evitar romper los trajes, después, los edificios de la Cuarenta y dos se cernieron sobre nosotros como los muros de una mazmorra. Había contado con la posibilidad de que la calle estuviera despejada de coches y por una vez había acertado, salvo por una excepción: un vehículo militar blindado estaba cruzado en medio de la calle. Había chocado con un quiosco, esparciendo copias de las revistas
Maxim
y
Time Out New York
por todas partes, las páginas se ondulaban con la suave brisa que soplaba. Yo quise comprobar si el vehículo funcionaba, pero Ayaan comentó, con toda la razón, que si su rifle hacía mucho ruido, entonces el de un enorme motor diésel era del todo inaceptable.

Avanzamos con cautela para abrir la parte de atrás del vehículo; probablemente los dos nos estábamos acordando de los antidisturbios armados en Union Square. No salió ningún ex guardia nacional hacia nosotros, pero no tardamos mucho tiempo en encontrarlos. Tres de ellos, que todavía llevaban cascos blindados y chalecos antibalas de última generación, estaban peleándose por una papelera que había a media manzana. La papelera debía de haber sido saqueada semanas atrás, pero ellos seguían peleando por su contenido. Uno de ellos cogió un puñado de basura y se dejó caer sobre el bordillo, lamiendo y olisqueando con mucha atención un reluciente trozo de poliestireno con letras amarillas. Otro sacó una vieja lata de refresco. La pintura roja se había borrado, dejándola plateada e irreconocible. Metió el índice dentro de la lata quizá intentando rebañar la última gota de agua azucarada, pero se le atascó el dedo. Sacudió violentamente la mano intentando sacarlo, pero no salía.

Al describirlo ahora casi suena gracioso, pero en aquel momento, bueno, no te reías de los muertos. No era tanto una cuestión de respeto como de miedo. Tras los primeros encuentros con cadáveres animados nunca dejabas de tomártelos en serio. Eran demasiado peligrosos y horribles para tomártelos a la ligera.

A menos que fueran capaces de hablar, claro. El pensamiento me hizo estremecer. Había cometido un gran error al confiar en Gary. No me quedé para seguir mirando a los guardias nacionales. Pasamos por las salas de espectáculo de Theatre Row, dejando atrás sus coloridos reclamos para entretenimientos que ya no tenían sentido. Los muertos escarbaban a la caza de comida bajo las marquesinas. Vimos a una mujer mayor con el pelo azul y una llamativa bufanda alrededor del cuello tumbada boca abajo en la acera. Sus huesudos brazos estaban metidos dentro de una alcantarilla sacando arañas a la superficie. Todos los contenedores se movían a causa de los muertos que se habían metido dentro en busca de un último bocado.

Los más patéticos eran los débiles. Por una razón u otra no podían competir por la escasa comida disponible. A algunos les faltaban extremidades o eran demasiado pequeños o estaban demasiado esqueléticos para enfrentarse a los otros. Había muchos niños. Se los reconocía por la manchada piel carnosa, por los labios resecos y reabsorbidos que dejaban sus dientes al descubierto en permanentes muecas. Hacían todo cuanto podían por alimentarse, pero nunca era suficiente. Vimos a una chica de la edad de Ayaan rascando el musgo verde que crecía en un ladrillo. Otros mordían con desgana la corteza de los árboles muertos o masticaban terrones de césped seco hasta que les chorreaba una pasta verde entre las chirriantes mandíbulas. Sabía que sólo era cuestión de tiempo, pero hasta el más fuerte de los muertos acabaría reducido a esas condiciones. En la ciudad había unas existencias limitadas de comida, y no importaba lo amplia que fuera la interpretación del término. Por alguna razón desconocida, no se comían unos a otros, así que eso era lo que les quedaba.

Entonces, eso era el futuro. El resto de la historia tenía otra forma de narrarse: un rostro humano masticando una bota de cuero eternamente. Mantuve la cabeza gacha y Ayaan hizo lo mismo. Ninguno de los dos se paró a pensar más mientras caminábamos con dificultad respirando aire embotellado escuchando los crujidos de nuestros trajes.

Capítulo 7

Cuando Gary llegó a Central Park, ya se había convertido en un caos. Era un mar de barro interrumpido aquí y allá por charcos de agua estancada que tenían el destello multicolor de la contaminación química. Los fragmentos de hueso, indestructibles incluso en los bajos estándares de los no muertos, se apilaban en una especie de cunetas. No se veía césped en ninguna parte: los muertos se lo debían de haber comido a puñados. Incontables árboles rotos y combados elevaban ramas suplicantes al cielo nublado, se veían carnosos y blanquecinos en las zonas donde los muertos habían arrancado la corteza. Sin la red de raíces de las plantas vivas para mantenerla unida, la misma tierra que había bajo Central Park se había rebelado, emergiendo en forma de barro cada vez que llovía. Las amplias travesías se habían convertido en ríos de aguas revueltas y turbias. Las vallas que dividían el parque en diferentes áreas de descanso habían cedido bajo el poder de arrastre del agua y el barro, estaban caídas y enredadas como alambre de espino oxidándose al sol. En distintos puntos asomaban farolas entre el barrizal en torcidos ángulos que recordaban las tumbas de un cementerio abandonado. Los caminos asfaltados y los de gravilla que atravesaban los claros habían desaparecido por completo. Una marea de barro se había desbordado en la Sexta Avenida. A su paso, el barro se había solidificado en las alcantarillas y había dejado anchas franjas marrones por la calle con elaboradas formas de abanicos ramificados, también había arrastrado los coches, haciendo que chocaran contra los edificios a una manzana de distancia y se convirtieran en amasijos de metal sucio y cristales reventados.

Condujo al hombre sin nariz y a la mujer sin cara a la enorme extensión marrón del parque; notó como los pies se le hundían un centímetro en el suelo blando. Unos minutos después de cruzar la planicie, Gary estaba completamente perdido. A su alrededor, veía los altos edificios de la ciudad por todas partes excepto al norte, la tosca geometría de la ciudad desierta era como una serie de cadenas montañosas que lo inmovilizaban. Se sentía solo, pero observado. El misterioso benefactor lo esperaba en algún lugar más allá del siguiente montículo de tierra.

Desde que había comido pensaba con más claridad. Se había sacudido de encima el estado de semitrance que lo había cubierto como un manto desde que había recuperado las fuerzas en el sótano del Virgin Megastore y contaba con tiempo para reflexionar sobre el lugar al que se dirigía.

Alguien —una criatura desconocida— había llegado a él en el momento de máximo peligro y le había enseñado a abrirse a algo mucho más grande que él mismo, le había enseñado cómo conectarse con los sistemas nerviosos de innumerables hombres y mujeres muertos. A partir de esa conexión, había extraído la fuerza para mantenerse con vida incluso después de haber recibido un tiro en la cabeza. A cambio de esa enseñanza, el benefactor desconocido había convocado a Gary a su presencia y, sin pensárselo dos veces, Gary se había dispuesto a obedecer. Sin embargo, ahora que era capaz de pensar con un poco más de claridad, se preguntaba hacia dónde se dirigía. No se podía tratar de una persona viva; nadie con vida podría acceder a la red de muertos, Gary estaba seguro de eso, y además, ¿por qué un ser vivo iba querer ayudar a sobrevivir a un monstruo como Gary?

Pero si el benefactor estaba muerto, ¿qué podría querer de Gary? Incluso si el otro había logrado preservar su intelecto de alguna manera, como Gary había hecho, todavía compartiría su biología y psicología con los muertos. Los muertos sólo tenían un deseo: la necesidad de sustento. Parecía absurdo, pero Gary estaba convencido de que caminaba hacia el lugar donde sería devorado. Entrega a domicilio de comida rápida, en tu propia puerta.

Incluso si era cierto, si se habría librado de morir para convertirse en la comida de un muerto aún más listo que él, Gary seguía siendo incapaz de detenerse. Continuó arrancando sus pies del barrizal y dando un paso detrás de otro. A su espalda, el hombre sin nariz y la mujer sin rostro caminaban sin una queja ni una pregunta.

Cuando divisaron la primera ruptura de la monotonía en la embarrada extensión del parque, el sol ya estaba más alto. El zoológico apareció a su derecha, las instalaciones seguían en pie, aunque estaban medio enterradas en limo sólido. Agradecido por cualquier interrupción en clave visual de lo que se había convertido el parque, Gary le hizo un gesto con la mano a sus compañeros y se apresuró a entrar en el laberinto de jaulas anegadas del zoológico Naturalmente, no había animales en las jaulas; los muertos debían de haber hecho un trabajo rápido con ellos. Había algún que otro trozo de pelaje en el caos de un hábitat o alguna filigrana más elaborada en las rejas de hierro forjado, pero eso era todo. De la misma forma, los paneles informativos y las pantallas interactivas estaban enterrados o se los había llevado tiempo atrás alguna oleada de barro. Sólo quedaban a la vista los barrotes, una serie de jaulas vacías dividían la luz de la tarde en largas barras. Gary condujo a sus compañeros por los senderos de curvas que en su día eran la separación de las instalaciones para babuinos y pandas rojos, y que ya no eran más que canales de barro.

A la espera de ver algo, los llevó a un edificio decorado con cabezas esculpidas de elefantes y jirafas. Sus alegres formas caprichosas de otro tiempo se habían convertido en gárgolas espantosas, estaban manchadas a causa de las tormentas y el óxido se escurría de los ojos de los animales como lágrimas de sangre. Gary ignoró el escalofrío que le produjo aquel lugar y tocó los viejos picaportes de cobre de las puertas del edificio.

Las puertas se abrieron con una fuerza tal que lo lanzaron de espaldas diez metros más allá, su cuerpo cavó un profundo surco en el barro. El hombre sin nariz y la mujer sin rostro se volvieron para mirarlo con una especie de shock que debían de haber visto reflejado en su cara. ¿Qué podía haber roto la quietud del parque con tanta violencia?

Un hombre desnudo salió con paso firme de la Casa de los Elefantes, sus gemelos eran como columnas. Medía por lo menos tres metros, era una temblorosa mole de carne pálida atravesada por venas negras. El gigante o lo que fuera carecía de tono muscular alguno, tan sólo tenía michelines enormes y carne blanda. Sus manos estaban hinchadas y eran prácticamente inservibles, unas uñas de proporción humana se enterraban en los extremos de sus dedos embotados. Una cabeza de tamaño normal asomaba en medio de la masa gelatinosa de su cuerpo como si fuera un percebe obsceno. Gary nunca había visto nada similar en su vida. Dedicó más de un segundo a la idea de que tal vez ése era su benefactor —y su perdición—, pero no podía ser. Cuando tiró de las cuerdas de la red que unía a todos los hombres y mujeres muertos no sintió la vibración de la inteligencia de esa bestia.

Lo que vio en el ojo de su mente era horrible de contemplar: energía oscura, muchísima más de la que parecía posible, una nube negra, turbia, retorcida de energía oscura que destellaba y radiaba enormes gotas desde el gigante y aun así su fuerza no disminuía: era una estrella negra. También había odio, un odio ardiente hacia cualquiera que osara entrar en los dominios de la bestia.

La criatura que estaba ante Gary no había nacido con ese tamaño. En vida había sido un hombre de complexión grande, pero no un culturista ni un atleta. Sencillamente, había sido uno de los primeros muertos vivientes en dirigir sus pasos al zoológico. Había vencido a los muertos más débiles cuando llegaron, había librado batallas épicas con los más fuertes, pero siempre había ganado. Su tamaño actual sólo se debía a que había comido mayores cantidades de carne que cualquier otro que lo hubiera retado.

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