Para tratar de comprenderlo un poco mejor, se acercó a donde Dekalb y las otras, las chicas sanas, estaban durmiendo, envueltas en sus coloridas alfombras tejidas a mano. Permaneció en silencio e intentó absorber al máximo cuanto lo rodeaba. La energía estaba allí, manaba de todos ellos, pero era muy diferente: se trataba de una masa compacta, que latía en un registro bajo, vibraba como un tambor. Dekalb exudaba un poco más —era más grande que las chicas—, pero la energía de las chicas le producía una sensación más vibrante, de algún modo más excitante.
—
Waan xanuunsanahay
—murmuró la chica herida.
Gary regresó a su lado, se arrodilló delante de ella. Fuera lo que fuese esa energía —y Gary sabía, tenía la certeza de que era su vida—, estaba abandonándola. Se escapaba. Moriría en una hora a juzgar por la poca energía que le quedaba. La chica se echaría a perder. Era extraño pensarlo, pero era así. Ella moriría y se descompondría.
Gary se apartó y abrió el envoltorio de otro SlimJim. Lo masticó pensativo. No podía, no debía, seguir mirándola, le venían a la cabeza malas ideas. Podía controlarse. Fue de las primeras cosas que le había dicho a Dekalb. Contaba con pensamiento autónomo. No tenía que obedecer sus caprichos.
Apoyó con fuerza una mano sobre el cristal. Desde fuera, los muertos miraron su mano por un momento, después siguieron apretando sus rostros contra el cristal, observando a los seres humanos que había en el interior de la tienda. Volvieron a sentir el deseo, el anhelo. En muchos sentidos, él era como ellos, pero contaba con esa diferencia. Su fuerza de voluntad. Su voluntad. Podía aplacar cualquier impulso si se empeñaba lo suficiente.
—
Waan xanuunsanahay. Hilib.
Valoró la posibilidad de marcharse, de sumergirse entre el gentío de fuera; no creía que a él le fueran a hacer daño. Él no les servía para nada. No era nada que les importara. Sin embargo, no sabía cómo abrir la puerta y evitar que cientos de ellos entraran antes de que él tuviera oportunidad de cerrarla al salir.
No tenía escapatoria. Estaba atrapado allí, atrapado con los demás.
—
Biyo
—suplicó la chica—.
Biyo!
Quizá sus gemidos despertaran a los demás, pensó. Tal vez Dekalb se despertara y cayera en la cuenta de que había olvidado organizar una guardia. Quizá las chicas se despertaran y se ocuparan de su comandante herida y le dieran lo que necesitaba. Quizá acabaran con sus sufrimientos. Pero ni siquiera se inmutaron.
Se comió otro SlimJim con las manos temblorosas, pero no era el hambre lo que lo alteraba tanto, o al menos no se trataba del tipo de hambre que una barrita pudiera aplacar.
—
Takhtar! Kaalay dhaqsi!
—La chica parecía lúcida. Gary se apresuró hasta
llegar
al lado más alejado de la tienda, a la oficina del gerente. Encontró un armario, entró y cerró la puerta. Sentado en el fondo, metió la cabeza entre las rodillas y se tapó las orejas con las manos.
Todo saldría bien. Podía controlarse. Todo saldría bien.
En mi sueño iba conduciendo.
Era un coche grande, probablemente de ocho cilindros. Tapicería de cuero, llantas de cromo. Qué demonios, digamos que tenía también alerones laterales. Cada vez que pisaba el acelerador se oía un profundo rugido, tenía una de esas radios con una aguja luminosa que subía y bajaba por las emisoras, mezclando canciones. En el volante mis manos parecían enormes, fuertes y marrones.
Era de noche, conducía por el desierto. La luz de la luna iluminaba la maleza, las dunas y los muertos. El interior estaba a oscuras, salvo la aguja luminosa y el reflejo de ésta en los ojos de Sarah. En la oscuridad, Sarah parecía Ayaan, pero era Sarah. Era Sarah. Fuera, los muertos corrían al lado del coche, aguantando el ritmo aunque íbamos casi a ciento cincuenta. Aceleré un poco más y vi a Helen sonreírme a la izquierda, movía las piernas enloquecidamente para alcanzar nuestra velocidad. Se le cayeron todos los dientes. Se despellejó, corría tan rápido que pronto no sería más que un montón de huesos a la carrera. Ella saludó con la mano y yo le hice un gesto con la cabeza a modo de respuesta, un codo redondo y enorme asomaba por la ventanilla. Me estremecí mientras el coche rugía en su avance.
—Dekalb —dijo Sarah—,
iga raali noqo,
pero ¿qué es eso? —Estaba mirando mi mano sobre el volante.
Encendí la luz del interior y vi que tenía las manos cubiertas de sangre.
—Maldita sea, no es nada, pequeña —dije, arrastrando las palabras—. Sólo se trata de unos fluidos, yo…
Me desperté antes de poder acabar de pensarlo. Abrí los ojos, pero no había nada que ver; Manhattan sin luz por la noche era tan oscuro como cualquier región del interior del país. Más oscuro aún, puesto que los rascacielos tapaban la luz de las estrellas. Me puse de lado, entumecido, incómodo y helado hasta los huesos. Tenía algo húmedo y pegajoso en la mano: quizá era rocío.
Lentamente y dejando escapar un gemido, me senté, doblé las rodillas e intenté recuperar la circulación en las piernas. Me dio la impresión de que algo se movía cerca, pero supuse que no eran más que los muertos de fuera, esperando a que saliéramos para devorarnos. Lo ignoré y me puse de pie. Debía de haber un baño cerca de la oficina del gerente. Fui hacia allí con cuidado de no pisar a ninguna de las chicas que dormían. No era fácil; mis ojos se habían adaptado a la oscuridad, pero apenas lograba distinguir las sombras de cada una. Meé ruidosamente en el váter sin agua y después, a pesar de que era evidente que el agua no funcionaría, alargué la mano en la oscuridad hasta la cadena y tiré. Contra todo pronóstico, funcionó. Corrió el agua y se llevó mis desperdicios. No sabía qué tipo de sistema de agua tenía Manhattan, pero debía de ser una maravilla; meses después de que nadie se ocupara del mantenimiento, la instalación de agua del Virgin Megastore funcionaba a la perfección. Tal nimiedad, una cosa tan estúpida, compensaba muchas otras. Todavía había algo que funcionaba. Algo del viejo mundo, de la vida de antes, todavía funcionaba.
Impresionado y aliviado, regresé y me pregunté si quedaría algo comestible en la despensa de la cafetería. Lo dudaba, pero tenía el hambre suficiente para hacer al menos una incursión rápida. A mitad de camino oí otra vez el ruido, el movimiento que había oído inmediatamente después de despertarme. Esa vez estaba seguro de que era dentro de la tienda.
Naturalmente, el miedo despeja la mente. La adrenalina manó de mis riñones y se extendió por todo el organismo en un instante. Sentí una punzada en la espalda y la piel de detrás de la orejas comenzó a sudar. Tal vez se trataba de una rata, o alguna de las chicas se había movido mientras dormía. Quizá un muerto viviente había logrado acceder al edificio mientras estábamos indefensos.
Saqué la linterna del bolsillo y la encendí.
—Dekalb. —Era Gary, el muerto más listo del mundo. Comencé a darme la vuelta apunté con la linterna a donde estaba él, pero me detuvo—: No, por favor, no mires todavía. —Le hice caso y apagué la linterna. Lo oí acercarse. Quizá él sí podía ver en la oscuridad, no iba tropezándose con las cosas como yo.
—Dekalb —dijo—. Necesito tu ayuda. Tienes que explicárselo a ellas. Tienen que entenderlo.
—No sé de qué hablas —respondí.
—Puedo ser de gran valor para ti —afirmó. Su voz me tranquilizaba, en la oscuridad era casi hipnótica—. Tienes que dar con los medicamentos para el sida antes de marcharte, ¿verdad? Yo puedo ir a cualquier parte de la ciudad sin correr peligro. Puedo conseguir los medicamentos y llevarlos al barco. Vosotros podéis ir al barco, poneros a salvo y limitaros a esperar a que yo vuelva.
—Gary —comencé a hablar—, ¿has hecho algo…?
—dejemos eso de momento. Hay otra cosa, tengo una idea sobre cómo sacaros de aquí de una pieza. Ahora mismo estáis jodidos, ¿o no? No podéis salir por esa puerta sin que os hagan pedazos. No tenéis comida ni radio. Nadie vendrá a rescataros. Lo necesitáis. Necesitáis la solución que se me ha ocurrido.
Tenía razón.
—Habla —le dije.
—No lo haré hasta que hables tú en mi defensa. Tienes que mantener alejadas a las chicas de mí, Dekalb. Tú te dedicas a eso, ¿verdad? Trabajas para la ONU. Mediabas en conflictos. Tienes que mediar por mí, tienes que ayudarme. Venga, sólo di que lo harás.
Me sentía como si me hubiera tomado veinte granizados. Tenía la tripa llena de hielo.
—Voy a encender la linterna, Gary —le advertí.
Él se movió tan de prisa que me podría haber partido el cuello si hubiera querido. Sin embargo, sólo me cogió la mano y me obligó a soltar la linterna. Sentí su cuerpo muy cerca del mío, el olor a putrefacción de su carne, y algo más, algo más fresco pero no menos desagradable.
—Ayúdame, Dekalb. Maldita sea, vas a ayudarme —dijo, susurrándome en la cara. Percibí olor a salchichón—. Ella iba a morir de todas formas.
CLIS-CLAC. Era el sonido del cerrojo del AK-47 cambiando de la posición SEGURO a DISPARO A DISPARO. Era Ayaan.
—Dekalb, ¿qué es esto? ¿Por qué haces tanto ruido? —La luz de su linterna atravesó la oscuridad e iluminó para mí la cara de Gary. Había sangre en su barbilla, sangre fresca, roja.
No, pensé, éste no era el plan. No, yo no había planeado eso.
—Yo puedo conseguiros los medicamentos, Dekalb. ¡Puedo sacaros de aquí!
Notaba los ojos de Ayaan en mi nuca. Estaba esperando una orden. Un segundo más y tomaría una decisión por su cuenta, entonces, dirigiría su linterna a la esquina donde habíamos dejado a Ifiyah inconsciente en la silla de la oficina.
Notaba como el cuerpo de Gary temblaba presa del pánico a pocos centímetros de mí.
—¡No podéis lograrlo sin mí! ¡Dekalb!
El haz de luz se alejó. Los tres habíamos visto el reguero de sangre en el suelo. Me acordé de la sustancia pegajosa que me había despertado y se me hizo un nudo en la garganta. En mi sueño tenía sangre en las manos.
—¡Dekalb! ¡Sálvame!
A la luz de la linterna, vimos que el cuerpo de Ifiyah había sufrido un cambio radical. Le había quitado la chaqueta y la camisa. Y casi todo el torso. Veía brillar sus costillas amarillas con la tenue luz de la linterna. No alcanzaba a verle la cara ni el brazo izquierdo, debían de estar perdidos en la sombra. Tenían que estarlo.
—Ayaan —dije en voz baja—, vamos a pensar nuestro próximo paso antes de…
Oí la bala atravesar el aire, haciendo el mismo ruido que un trueno. La oí romper el cráneo de Gary. Noté como algo seco y polvoriento me salpicaba la cara y el pecho mientras el cuerpo de Gary se desplomaba alejándose de mí, girando para caer sobre el costado.
Intenté respirar, pero no me llegaba el aire. Entonces, con un espasmo, salió de mi garganta. Era como un gemido.
Me agaché y recogí mi linterna. La encendí y apunté hacia él.
El muerto más listo del mundo tenía un agujero del tamaño de un dedo en la sien derecha. No había sangre, pero algo gris supuraba de la herida, supongo que era masa encefálica. Su cuerpo se dobló y contorsionó entre espasmos durante un rato. Luego paró.
Dedos escarbando, retorciéndose, presionando una herida abierta, olor a canela, risa, oscuridad, oscuridad, oscuridad, frío, hambre, dedos escarbando, apresando, rasgando…
Gary se estaba perdiendo. Su chispa, la fuerza que le daba vida lo estaba abandonando, saliendo por el agujero de su cabeza.
Vuelta a empezar.
(Había alguien más allí. Alguien fuerte y con determinación, decidido a no dejar que Gary se rindiera. Había alguien más allí).
Caía, en la oscuridad, libre y ligero por un momento, incluso los haces amarillos de las linternas habían desaparecido para él en la tranquila y confortable ceguera en la que se había sumido al derrumbarse, lo habían empujado por la barandilla, lo habían expulsado del paraíso a las profundidades de los grandes almacenes. Chocaba, su espalda golpeó la goma suave de la barandilla de una escalera mecánica, pero a esa velocidad todo era duro, tan duro y afilado que notaba cómo se rompían sus vértebras, D6, después D7, D8, todas destrozadas, pulverizadas mientras su cuerpo se plegaba como una navaja automática sobre el pasamanos. No volver a caminar nunca, ja ja ja.
En la oscuridad, en la oscuridad de la ceguera, había una forma, un contorno blanco en forma de árbol que parecía grabado a fuego en las retinas de Gary, el destello, el destello de la boca de un rifle de asalto fue lo último que vio, la última cosa que había visto parecía un árbol, quizá las ramas eran las venas de sus ojos al explotar por el shock hidrostático del disparo; aunque tal vez no eran ramas, tal vez…
Gary aterrizó en el suelo en un amasijo.
Dedos dedos dedos en la tarta, buscar, moverlo.
Desangrándose de su no vida, esa media llama se estaba extinguiendo. Vuelta a empezar.
Blanco y grueso, casi carnoso, el árbol se elevaba sobre un terreno fértil y extendía sus brillantes hojas tapando el cielo, su grueso tronco carnoso latía con vida, pero no, estaba destrozado, el árbol había sido destrozado por un rayo, o por la lluvia, y ya sólo era un tronco, Gary lo veía, las ramas rotas y esparcidas a su alrededor, tan sólo era un tronco que se levantaba desde el suelo, partido, un enorme anillo en medio del tocón como una boca abierta, sorprendida, formando una «O» eterna, congelada en el momento de la sorpresa, el momento en que todavía el coyote no se ha dado cuenta de que está suspendido en el aire, el árbol no es más que un tocón.
Todo eso desperdigado en su visión. Era lo único que veía. Sus músculos, su cuerpo, esa muñeca de goma seguía moviéndose debajo de él. Los espasmos arrastraban su cabeza por el suelo, ya muerto, sentía la bala en la cabeza, tan caliente, tan caliente y sólida como si flotara en un medio líquido, en la gelatina de su cerebro. Naturalmente, eso era todo, el fin,
finito.
Los muertos mueren dos veces y ha pasado, es esto, claro, esto. Una bala en la cabeza. El fin. (El fin no. Ese alguien, el benefactor, el que estaba en la oscuridad, el fuerte, el que tenía la convicción dijo que eso no es el fin dijo que tenía una oportunidad pero que tenías que aprovecharla).
El árbol era sólo un tocón. Todavía. Latía con vida. Vibrando condenadamente.
Todavía tenía algo de control. Una frágil energía temblorosa que era suya, que podía utilizar mientras se echaba a perder. Se sentía ligero, más ligero que el aire, se llevó la mano a la sien y encontró la herida, el orificio de entrada. Humedad en los dedos.