Zombie Island (31 page)

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Authors: David Wellington

Tags: #Terror, #Ciencia ficción

Atravesamos toda la bahía como un rayo y entramos en el espacio aéreo de Brooklyn, volando a poca altura y moviéndonos de prisa. Estábamos corriendo el primero de los muchos riesgos absurdos que requeriría esa misión. Si bien estábamos seguros de que Brooklyn estaba atestado de muertos y también de que algunos nos verían, sólo nos cabía esperar que la capacidad de Gary para utilizar a los muertos como espías no alcanzara un radio tan amplio o que, tal vez, no estuviera prestando atención a los barrios del extrarradio.

La ubicación de mi asiento no me permitía ver la calle, de forma que tuve la fortuna de ahorrarme la cara de sorpresa de cualquier muerto que nos divisara. Sólo alcanzaba a ver algún que otro edificio al pasar junto a mi ventanilla: los juzgados, la torre del reloj de Williamsburg Savings Bank, las oficinas centrales de los testigos de Jehová. Al entrar en Queens, Kreutzer subió otros treinta metros y viramos hacia el río.

—Última oportunidad —dijo él.

Yo fruncí el ceño, confuso. Estábamos a la altura del recinto de la ONU, el edificio de la Secretaría General, blanco y reluciente como una lápida, sobre el área en que se alzaba paralelo al río cortado por los cadáveres. Invertí la perspectiva mentalmente y entendí a qué se refería. Podíamos llegar por aire, coger los medicamentos y marcharnos sin más. Podía llamar a Ayaan y abortar la misión suicida. No veía ninguna paloma; tal vez Gary había cumplido su palabra y nos había despejado el camino.

Estábamos tan cerca. Estaba ahí mismo. ¡Ahí mismo!

Jack apoyó una mano sobre mi hombro y apretó con fuerza. No me estaba amenazando, ni siquiera me estaba recordando mis responsabilidades. Tan sólo era apoyo emocional de un tipo a quien hubiera considerado incapaz de tener un gesto así. Me volví para asentir con la cabeza y me recosté nuevamente en mi asiento.

No pasó mucho tiempo hasta que Kreutzer nos tuvo sobrevolando el puente de Queensboro a la altura donde cruzaba Roosevelt Island. Eso era lo más cerca que nos atrevimos a acercarnos a Manhattan en nuestro ruidoso medio de transporte. Me levanté del asiento y miré hacia abajo a través de las ventanas circulares del helicóptero. Veía a los muertos a lo lejos, reunidos en masa alrededor de los pilares del puente, con las cabezas levantadas hacia el cielo y las manos extendidas hacia nosotros.

Kreutzer se dio media vuelta en su asiento.

—No sé si alguno de vosotros ha aceptado a Jesucristo como su salvador personal, pero éste sería el momento.

Lo ignoramos y nos dirigimos a la parte de atrás de la cabina. Jack y yo nos turnamos para cerrarnos el uno al otro los trajes de seguridad, que eran iguales a los que Ayaan y yo habíamos utilizado cuando llegamos por primera vez a Times Square unos días —o una vida— atrás. Éstos estaban diseñados para la Guardia Costera, para ser utilizados en la recogida de vertidos tóxicos, así que eran más gruesos y menos manejables, pero había probado el mío en el exterior y sabía que podía caminar con él. Una vez estuvimos equipados, Jack me recordó los puntos básicos del rápel desde helicóptero. Me colocó un arnés de nailon que me rodeaba los muslos y después me enganchó el descensor —un ocho de aluminio— a la entrepierna con dos mosquetones. Cuando terminó, abrió una escotilla en la tripa del Chinook que dejó pasar una explosión de luz blanca y enganchó dos cabrestantes para cuatro cuerdas. Uno de los extremos de la cuerda atravesaba mi descensor con un complicado nudo. Jack ató una cuerda de seguridad a la parte trasera de mi arnés, y ya estaba preparado para saltar.

—Te veo en el piso de abajo —dije, intentando sonar duro. Jack no me contestó, así que contuve el aliento y salté a través de la escotilla.

Lo llaman rápel porque «caer como una piedra» no suena como jerga militar de verdad. Podía reducir mi velocidad de descenso si no me importaba quemar los guantes, la fricción de las cuerdas cada vez era más intensa, pero hice la mayor parte del descenso en caída libre, tal y como Jack me había enseñado. Todos los objetos caen a la misma velocidad —ya lo demostró Galileo—, pero cuando llevas una mochila de veinte kilos, sin lugar a dudas de la impresión de que estás cayendo más de prisa. Me frené sujetándome con fuerza a la cuerda hasta que mis guantes comenzaron —literalmente— a echar humo cuando me aproximaba al suelo, después flexioné las rodillas al tocar la calzada de cemento y eché a rodar para evitar el impacto y no romperme los tobillos.

En un segundo estaba de pie, sujetando la cuerda, mientras Jack descendía. Soltamos las cuerdas, nos quitamos los arneses y nos despedimos de Kreutzer con la mano, pero él ya estaba dando media vuelta con un amplio giro que lo llevaría lejos de Manhattan. Unos instantes después, quedó oculto tras una línea de edificios y el mundo se sumió en un súbito silencio, tan sólo me acompañaban el sonido de mi respiración y el crujido de mi traje. Jack había prohibido expresamente hablar durante esa parte de la misión, por si acaso. Con que un hombre muerto nos viese habríamos fracasado y nuestras vidas estarían condenadas.

El puente se extendía a ambos lados desde nuestra posición, un tendido de hormigón flanqueado de altas torres de hierro. Al este estaba Manhattan, el Upper East Side y, después, Central Park. Nos esperaba una buena caminata. Comenzamos a andar sin decir ni una palabra.

Capítulo 12

Nuestro paseo a través del Upper East Side me provocó un dolor de huesos y me dejó empapada la espalda de sudor, pero no nos divisaron, que era lo principal. Las calles estaban desiertas, era de suponer que Gary había convocado a todos los muertos de esa zona para que se unieran a su ejército. Eso no significaba que no nos la estuviéramos jugando. Nos movíamos por las calles de Manhattan utilizando una estrategia para ponernos a cubierto que Jack llamaba «sobrevigilancia limitada», lo que significaba que yo me escondía en una entrada a la sombra, vigilando la esquina, mientras Jack cruzaba el espacio abierto tan rápido como podía. Después, tomaba posición detrás de algún tipo de cobertura y yo hacía lo mismo que él acababa de hacer, sólo que con mucha más torpeza.

Vimos que una serie de edificios habían sido derrumbados por medio de la fuerza bruta, seguramente para extraer los ladrillos de la torre de Gary. Había manos y pies entre las pilas de escombros. Era evidente que a Gary no le importaba mucho la seguridad laboral cuando enviaba a sus tropas en busca de materiales de construcción. Sólo vimos a un hombre muerto en activo, lo que fue suficiente para provocarme palpitaciones. Si Gary hubiera estado usando sus ojos en ese momento, estaríamos jodidos, y hasta que no llegáramos al parque y supiéramos si Gary nos había descubierto no teníamos forma de saber si eso había sucedido. Pensar en ello me hacía desear entregarme al pánico, así que intenté quitármelo de la cabeza. Lo que no funcionó.

El tipo muerto estaba de pie en medio de Madison, un tramo prácticamente vacío de coches. Nos estaba dando la espalda, observando el escaparate de una tienda tapado con una valla publicitaria que habían convertido en una cartelera gigante. APERTURA EN 2005: LA PERLA, aseguraba el anuncio. Debajo había una mujer explosiva que no llevaba nada más que un sujetador y unas bragas, con la espalda arqueada y la cara mirando hacia la cámara con desinterés. Incluso aumentada diez veces su tamaño normal, su piel parecía impoluta, sin poros.

La piel del muerto había perdido el color y estaba salpicada de manchas, acribillada de heridas y desprendiéndose a jirones de sus manos y su espalda. Movía la cabeza adelante y atrás y el cuello le crujía cada vez que lo hacía. ¿Qué podía estar buscando en el anuncio? ¿Pensaría que la mujer gigante era algún tipo de comida? Nunca había visto pruebas de que los muertos estuvieran interesados en el sexo.

Jack y yo esperamos quince minutos detrás de un edificio a que el cadáver se fuera, pero se hizo patente que no iba a ir a ninguna parte. Finalmente, le eché un vistazo a Jack y saqué mi machete de combate de la mochila. Él asintió. Mi intención era pasarle el arma, pero al parecer era mi turno. Levantó un dedo ante la visera. Me estaba diciendo: «Hazlo en silencio».

Imaginé que era mejor resolverlo rápido. Corrí hacia el monstruo tan de prisa como fui capaz con mi pesado traje, con el machete en alto para poder apuñalarlo en medio de la cabeza. Sin embargo, cuando el hombre muerto giró sobre un tobillo inestable y se volvió para mirarme, me detuve en seco. Tenía los ojos tan cubiertos de esclerótica blanca que sus pupilas estaban totalmente ocultas. Debía de estar casi ciego. La mandíbula le colgaba inerte bajo la piel, desconectada del resto de su calavera. Nunca había visto a un hombre muerto en tan mal estado. Me inundó la compasión, pero no antes de que hubiera bajado el machete seccionándole la cabeza. Cayó sobre el pavimento como una madeja deshecha.

Llegamos al extremo de Central Park en menos de una hora. Examinamos el paisaje devastado: barro seco, muchísimo, y numerosos árboles moribundos que nos ofrecían algo de cobertura. Divisamos a unos cuantos muertos dando vueltas, pero estaban lo bastante lejos para no vernos. Ésa era nuestra esperanza. Jack me condujo por una de las transversales, las calles que cruzaban la ciudad por el medio del parque. Fuimos agachados entre los muros que convertían la transversal en un cañón cerrado artificial y pronto teníamos agua embarrada hasta los tobillos. Cuando los muertos devoraron el césped y las plantas de Central Park destruyeron lo único que se interponía entre los cuidados jardines públicos y la erosión. La primera tromba de agua había convertido Central Park en un conjunto de arroyos, propenso a las inundaciones espontáneas y a los erosivos efectos de los rápidos que se formaban en las corrientes. Las transversales eran ríos de poca profundidad y el agua que en su día estaba almacenada en las cuencas del parque —estanques, lagos, el embalse Jacqueline Kennedy Onassis— se había convertido en poco más que charcos oleaginosos. Es imposible caminar sigilosamente sobre agua estancada, pero, afortunadamente, no íbamos muy lejos. Cruzamos unas puertas de hierro encastradas en el muro de contención tras recorrer unos cincuenta metros por la transversal. Al otro lado estaba la oscuridad, mucha oscuridad.

Jack sacó la ganzúa de su abultada mochila. El cierre de las puertas parecía bastante simple, pero soltarlo requirió algo de forcejeo y unos tirones. En un momento dado, Jack sacó una lima de metal y limó ruidosamente la parte frontal de la cerradura. Quizá estaba atascada a causa del óxido. Yo estaba absorto vigilando a los muertos, así que no estoy seguro. Finalmente, la cerradura cedió y, tras un
clac
, nos encontramos dentro.

El túnel que había al otro lado de la puerta tenía el suelo de tierra (en ese momento sumergido en unos cuantos centímetros de agua; a mis pies veía la arena, que emitía destellos fugaces de mica y se convertía en nubes de polvo cada vez que yo cambiaba el peso de pie) y el techo abovedado de ladrillos blancos. Había luces, pero no funcionaban. En el interior del túnel había sutil bruma que empañaba nuestra visibilidad a más de tres metros. Nuestras propias sombras se proyectaban amenazantes flotando sobre el vapor. Cada movimiento que hacía aparecía magnificado, aumentado más allá de toda lógica. Las sombras se multiplicaban a medida que nos internábamos en la oscuridad, las formas cambiantes se cernían sobre nosotros o se alejaban de los reflejos de nuestras linternas en el agua. Podría haber habido cualquier cosa en el túnel: un ejército de muertos podría haber estado avanzando hacia nosotros y no nos habríamos dado cuenta. Las estrechas paredes y el cielo abovedado parecían cerrarse más adelante, amenazando con desaparecer en cualquier momento y arrojamos a la oscuridad infinita sin aviso previo.

Al final, llegamos a una sala donde había un equipo de turbinas completo que, gracias a Dios, llevaba mucho sin funcionar, porque, de lo contrario, nos habríamos electrocutado. Las enormes máquinas circulares estaban alineadas como huevos o formas durmientes entre nosotros y una escalera de caracol de hierro forjado que ascendía en la húmeda oscuridad. Las botas de goma no hacían mucho ruido en los escalones, pero el agua que caía de entre los pliegues de nuestros trajes mientras subíamos hizo nuestro ascenso ruidoso, de un chapoteo incesante. En lo alto de la escalera había un habitáculo de ladrillo con unos cuantos muebles y un colchón sucio en un rincón. Había ventanas, pero no dejaban ver nada más que una pared de ladrillos colocados torpemente. Había una puerta, una puerta de incendios de acero cerrada que era nuestro próximo destino. Dando por hecho que condujera a alguna parte.

Gary había erigido su torre en una amplia zona de Central Park y, al parecer, no había pensado mucho qué había por el camino. Había tirado abajo muchos de los edificios del parque para hacerse con los ladrillos, pero otros —los que estaban cerca del Grat Lawn— habían sido incorporados a la estructura. Belvedere Castle, uno de mis sitios preferidos en Nueva York, se había convertido en un mero contrafuerte de la enorme muralla. En el lado de la torre que daba a la parte alta de la ciudad, la caseta de vigilancia del embalse sur había sido destinada a un fin similar. La habían integrado por completo en la torre, algo que Jack había descubierto en el montaje del vídeo que conseguimos con el Predator. Lo que Gary no sabía, o eso esperábamos, era que había un túnel que conducía desde la caseta sur hasta una de las transversales. Era el túnel en el que acabábamos de entrar.

Era posible que la puerta ante la que nos encontrábamos hubiera sido sellada durante las obras. También era posible que diera directamente a las habitaciones personales de Gary. O a una sala de vigilancia llena de cadáveres violentos. No teníamos otra forma de averiguarlo que probar.

Ése era nuestro plan. Ayaan distraería a los muertos, atrayendo tantos soldados de Gary como pudiera, y aguantaría tanto tiempo como fuera posible en el tejado del Museo de Historia Natural. Entre tanto, Jack y yo nos colaríamos en la fortaleza de Gary, mataríamos a todos los muertos vivientes que nos encontráramos dentro (incluyendo a Gary) y llevaríamos a los supervivientes a un lugar al que Kreutzer pudiera ir a recogerlos en el Chinook. Era el mejor plan que habíamos sido capaces de urdir. Yo estaba comprometido con él, dispuesto a dar mi vida para que saliera adelante. Ambos lo estábamos.

Jack no perdió un segundo. Cogió el pomo y lo giró. La puerta se abrió, tenía las bisagras bien engrasadas, y reveló un oscuro pasillo de ladrillo. No apareció ningún muerto para atacarnos. Recibimos una bocanada de aire seco que barrió la escasa bruma que ascendía por la escalera de caracol. Cerró la puerta otra vez; aún no estábamos listos para comenzar nuestro asalto.

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