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Authors: David Wellington

Tags: #Terror, #Ciencia ficción

Zombie Island (29 page)

Gary se rascó.

—¿Rescatados? ¿Cómo? ¿Por Dekalb? Si es listo, me dejará en paz de una puta vez.

Había un arduo camino hasta lo alto del
broch
, probablemente demasiado para una mujer embarazada con molestias estomacales (parecía que estaba sufriendo mucho cuando llegaron al tejado), pero Gary subía los escalones con facilidad, casi de dos en dos.

—Naturalmente, no hará lo más inteligente —le dijo a Marisol.

El hombre sin nariz y la mujer sin rostro los estaban esperando en las murallas inacabadas de la torre. El hombre les acercó una bandeja de plata con doce barritas de carne de ternera dispuestas en abanico, al gusto de Gary. Él cogió una y masticó con vigor. De mala gana, Marisol aceptó una también, y se quedó mirándola durante un buen rato antes de decidirse a darle un bocado, preguntándose si tal vez sería carne humana seca. No era, Gary no era un salvaje.

—Dekalb es un idealista. Vendrá aquí aunque tenga que hacerlo solo, aunque suponga su muerte.

—Quizá tiene ayuda —le sugirió Marisol—. Todavía no has conocido a mi Jack.

Gary le hizo un gesto para que echara un vistazo al parque. Más abajo, se alineaban los muertos a millares, tenían los hombros caídos, el cuerpo devastado, pero eran muchos. Cubrían la superficie como langostas, sus movimientos continuos eran como el oleaje del mar.

Él se conectó al
eididh
y atrapó las gargantas y diafragmas de miles de muertos con su puño espectral. El aire se convirtió en un suspiro con sus espasmos; era la primera vez en semanas o meses que se abrían sus esófagos y el aire entraba en su organismo. Gary liberó ese aire como si estuviera vaciando un globo por la boquilla.

—Hol…a… —gimieron los muertos. El sonido se parecía al movimiento de las placas tectónicas, como si el océano se estuviera vaciando por una grieta en el planeta. Un sonido que evocaba la muerte de verdad, una sinfonía apocalíptica. Los labios de Gary se separaron en una enorme sonrisa. Hola… Marisol…

—No necesito más machos —le dijo Gary—. Si tu Jack viene aquí, morirá.

Capítulo 8

En el tráiler de diez metros apenas había espacio para un equipo de tres personas. Con todas las chicas peleándose por entrar y echar un vistazo a las pantallas, el aire del interior rápidamente se volvió demasiado pesado y bochornoso para que se pudiera respirar. Me enjugué el sudor de la frente y asentí cuando Kreutzer me preguntó si estaba listo. Jack todavía tenía el Predator en el aire, sobrevolaba Manhattan en amplios círculos, a unos setecientos metros de altura, pero ni siquiera él podía contener su curiosidad. Todos queríamos saber qué había detectado el avión espía.

Parpadeé de prisa mientras la pantalla me lanzaba un fogonazo de imágenes de los edificios que dejaba atrás a toda velocidad y escasa distancia. Estuve a punto de caerme de la silla cuando el rango de visión se amplió radicalmente en el momento en que el vehículo pasó por encima de la cabeza de la estatua de Colón en la Calle cincuenta y nueve. Más allá de la valla al sur de Central Park, la vista cambiaba otra vez, y mucho, el paisaje se transformaba en un barrizal salpicado de chatarra. El parque se había vuelto irreconocible, los cambios que había traído la Epidemia habían acabado incluso con el césped. Hasta ese momento no se me había ocurrido que los muertos pudieran comerse incluso la vegetación. Noté como mi cabeza se movía de un lado a otro, dubitativo y asqueado, al ver en qué se había convertido uno de mis lugares favoritos en el mundo.

Observamos el ascenso del avión a la parte alta de la ciudad en silencio. Jack lo mantenía a poca altura, quizá a unos ciento cincuenta metros, para que tuviéramos una mejor vista. Desde esa altura, cuando vimos a los primeros muertos en el parque parecían palomitas de maíz desperdigadas sobre un tablero oscuro. Kreutzer congeló la imagen e introdujo un algoritmo de aumento de imagen para centrar el zoom en uno de ellos. Había perdido el pelo a clapas y su piel se había vuelto de un blanco lechoso. Le colgaban las ropas en jirones de las extremidades. No podíamos distinguir si era un hombre o una mujer.

Kreutzer, que sólo había visto un puñado de muertos, tuvo que apartar la vista un momento. El resto de nosotros ignoramos el cadáver y escudriñamos el fondo en busca de posiciones en las que montar trincheras desde las que organizar un asalto.

Entonces, la cámara del morro del Predator se levantó hacia delante para dejarnos ver el horizonte. Abrimos los ojos como platos.

Los muertos habían ocupado la mitad del parque. Estaban lo bastante cerca unos de otros como para tener dificultades si levantaban los brazos mientras se apretaban más y más alrededor de algo circular y gris en medio del parque. Llenaban lo que en su día fue el Great Lawn, el Ramble y el Pinetum. Cubrían la superficie como un mar agitado de gorras blancas. No. Ésa era una imagen demasiado agradable. Era más parecido a una masa de gusanos. Por desagradable que fuera era la única analogía que se me ocurría; su piel descolorida y flácida y sus constantes movimientos mecánicos sólo me evocaban la imagen de larvas expandiéndose por la piel reseca de un animal muerto.

No había forma de hacer un cálculo estimativo de cuántos había. Sin duda, miles. Cientos de miles era una apuesta segura. Yo participé en una carrera por la paz justo antes de la primera guerra del Golfo. Según los medios de comunicación, mis colegas antibelicistas y yo sumábamos por lo menos veinte mil personas y sólo ocupábamos un par de docenas de manzanas de la Primera y Segunda Avenidas. Para cubrir la mitad de Central Park con esa densidad…

Gary había mencionado que tenía un millón de muertos. Parecía que no estaba exagerando.

—¿Qué es eso? —preguntó Jack, arrastrando su silla por el suelo del tráiler mientras se acercaba para mirar desde más cerca. Dio unos toques a la pantalla con el dedo, haciendo un ruido sordo que me hizo volver. Estaba señalando una forma circular gris en el centro de la muchedumbre.

Los dedos de Kreutzer volaron sobre el teclado mientras pedía una imagen tridimensional del objeto, obteniendo los detalles a partir de cientos de planos de la grabación bidimensional. Los discos duros del tráiler hicieron un ruido sordo y traquetearon durante un minuto, y después mostró el resultado. Lo que vimos era una especie de torre maciza, una estructura circular que se elevaba con muros cada vez más estrechos y culminaba en una cumbre irregular. No debía de estar acabada. Alcanzaba los treinta metros de altura y era más ancho que el Met. Para qué podría querer Gary una edificación de esa naturaleza era un misterio.

Los edificios anexos tenían algo más de sentido. Los muertos habían levantado un muro de unos cuatro metros de alto que delimitaba un espacio del tamaño del Great Lawn. El muro estaba pegado a la estructura principal, formando una especie de corral. Dentro de ese espacio cerrado había algo similar a un pueblo diminuto con casas de piedra y tejados de terracota. Parecía un pueblo europeo de la Edad Media. El único acceso de entrada o salida al pueblo era a través de la estructura principal.

—¿Por qué querría Gary reconstruir Colonial Williamsburg aquí? —pregunté muy confuso. Ayaan se quedó mirándome con curiosidad—. Esas casas. —Las señalé para que las viera—. Supongo que es donde tiene a los prisioneros, pero no parecen celdas.

—No, no lo parecen —dijo Jack—. Parecen establos. Establos, donde se guarda el ganado. Capté lo que estaba diciendo. Gary necesitaba mantener a los prisioneros vivos y sanos, quizá incluso felices, a muy largo plazo. Cuánto tiempo podría sobrevivir con la carne que tenía encerrada en el corral no lo podía saber nadie, pero era evidente que quería estirarlo al máximo.

Me levanté de la silla y salí a respirar aire fresco. En el camino, apreté el hombro de Ayaan. Ella me siguió a la pradera, lejos de donde podían oírnos. —Hay algo —empecé a hablar, aunque no sabía qué iba a decirle—. Algo que deberías saber. Yo tengo intención de ir tras él. No puedo volver a África hasta que esté muerto. Muerto de verdad. Eso significa entrar en esa torre. En el proceso, voy a intentar liberar a los prisioneros, pero mi objetivo principal es separar su cerebro de su cuerpo. Ella tomó aire. —Eso es imposible. Yo asentí con la cabeza.

—Ya he visto cuantos muertos tiene a sus órdenes. Aun así voy a intentarlo. ¿Me ayudarás?

—Sí, por supuesto. —Me sonrió de manera extraña—. En realidad, no hay alternativa, ¿verdad? No nos dejará acercarnos al edificio de Naciones Unidas, no mientras esté al mando. Si queremos cumplir nuestra misión, tenemos que eliminarlo.

¿Debía contárselo? Sólo serviría para perturbarla y, sinceramente, no necesitaba la presión de saber que realmente tenía una alternativa. Pero al final decidí que conocía a Ayaan lo bastante bien para saber que ella querría estar informada.

—Me llamó —le expliqué—. Dijo que podía despejarnos el camino. Darnos un salvoconducto. Pero tiene un precio. Quiere devorarte personalmente. Es una venganza por la vez que le disparaste.

Ella abrió los ojos como platos durante un momento. Después asintió con la cabeza.

—Vale. ¿Cuándo voy?

Di un paso adelante y le puse las manos en los hombros.

—No creo que lo entiendas. Quiere torturarte. Hasta la muerte. No permitiré que eso suceda, Ayaan.

Ella me apartó. Estoy casi seguro de que mi forma de tocarla había violado la
sharia
, pero en su mayor parte lo que pasó es que no le gustó mi actitud.

—¿Por qué me deniegas esto? ¡Es mi derecho! ¡Han muerto muchos otros! Ifiyah murió para que aprendiéramos una lección. Esa chica, la del gato, murió por estúpida. ¿No me dejarás morir por mi país? ¿No me dejarás tener la muerte más honorable posible? ¿Aunque eso signifique el éxito de nuestra misión? ¿Aunque signifique que podrías volver a ver a tu hija?

Abrí la boca, pero… No hay palabras para algo así. Ninguna en absoluto.

Capítulo 9

—Claro. —Kreutzer se rascó con vehemencia el pelo desordenado—. Tiene sentido. Es chiita, ¿no es así? En realidad, ellos quieren convertirse en mártires. Para ellos es un trato favorable: una muerte rápida y, después, están en el jodido paraíso con setenta y dos vírgenes. —Lo ponderó durante un segundo—. O quizá ella se convierte en una de las vírgenes de alguien. Afróntalo, inmolarse es lo que mejor hacen.

Lo fulminé con la mirada.

—Es lo más estúpido que he oído en mi vida. Para empezar, la rama somalí del Islam se basa en las enseñanzas de la secta sufí, no de la chiita. Y, en cualquier caso, tan sólo una facción minoritaria de los chiitas apoya ese tipo de locuras. —Levanté las manos al cielo—. Es una adolescente, eso es todo. No entiende de verdad qué significa morir, pero sabe sin duda que la vida apesta. Está dominada por las hormonas y la energía y toda esa extrañada mierda culturalmente manipulada, una sexualidad oprimida que se proyecta en glamurosas ideas acerca de la trascendencia de la muerte…

—Es una soldado. —Jack arrancó una brizna de hierba y se la llevó a los labios, Sopló con fuerza y emitió un sonido agudo, similar a un lastimero fagot empezando a interpretar una elegía.

—Es una niña —dije yo. Pero, naturalmente, era mucho más que eso. En esos momentos, Jack la comprendía mucho mejor que yo Era una soldado. Lo que significaba que ella estaba inmersa en una idea más grande, un contexto en que había una comunidad a la que servir: su identidad nacional como somalí, su puesto como guerrera
kumayo
luchando por Mama Ha lima. El bien para la humanidad.

Era un sentimiento notablemente antiamericano, pero lo sentía. Cuando regresamos de nuestro infructuoso saqueo al hospital arrastrando lo quedaba de Ifiyah, lo había sentido. Mis propias necesidades, deseos y limitaciones ya no eran importantes. Cuando regresamos al barco y Osman comenzó a hacer chistes, yo me había sentido totalmente alejado de él y de su cobardía.

Nos lleva años aprender a rendirnos a lo que es más grande que nosotros mismos. Jack había pasado gran parte de su vida recibiendo entrenamiento para ese fin. Se suponía que los padres lograban sentirlo instintivamente tan pronto como nacían los hijos, pero algunos nunca aprendían a poner sus familias por delante de sí mismos de verdad.

Ayaan lo había descubierto en primaria. Era insultante, por no mencionar que también era inútil, negar la creencia más profunda de su alma.

La propia chica debió de oírnos —a duras penas logré mantener el volumen de mi voz después de que Kreutzer empezara a hablar de aquella manera—, pero estaba ocupada y no sintió la necesidad de intervenir en la conversación. Se estaba preparando. Se estaba preparando para que se la comieran viva.

De todas las cosas enfermizas que había visto desde que los muertos comenzaron a volver a la vida y el mundo se había sumido en un hambriento y envolvente horror, lo peor era ver a una chica de dieciséis años tocando el césped con la frente en un día soleado, en comunión con su dios. Podía comprender su motivación para desperdiciar su vida —incluso podía secundarlo, apretando los dientes, si era necesario—, pero sabía que era algo que me perseguiría para siempre.

Pero así eran las cosas. Era todo lo que podía aspirar a conseguir. Conseguiría los medicamentos, volvería a África y vería a Sarah. La tendría entre mis brazos y rezaría para que ella nunca tuviera que tomar decisiones como ésa, para que nunca tuviera que ver a gente aniquilarse por el bien de políticos corruptos de la otra parte del mundo. Construiríamos algún tipo de vida y yo me obligaría a olvidar lo que había sucedido. Por el bien de Sarah.

Mi misión estaba a punto de concluir. El precio: una chica de dieciséis años. Pero todo había terminado.

—No creí que fuera a ser tan sencillo —mascullé, golpeándome el muslo con un puño cerrado.

—Dekalb —dijo Jack—. Te olvidas de algo.

Oh, no, no me olvidaba. Era perfectamente consciente de que Marisol y los otros todavía estaban retenidos para convertirse en comida en un castillo en Central Park. Sabía que tenía la responsabilidad personal de matar a Gary.

También sabía que Ayaan me acababa de liberar. Había convertido todas esas cosas en minucias. En cosas que se podían ignorar. Podía cumplir mi misión sin apenas mover un dedo. El precio subía: doscientas vidas humanas. Doscientas una, si se contaba a Ayaan. Aun así, dudaba mucho de que los doscientos estuvieran igual de entusiasmados ante la perspectiva.

Jack no había terminado.

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