En la continuación de
Septiembre zombie
y
Ciudad zombie
, un pequeño grupo de supervivientes encerrados en un búnker subterráneo tendrá que enfrentarse a los muertos vivientes si no quiere que su refugio se convierta en su tumba...
Hace cuarenta y siete días, una agresiva enfermedad estuvo a punto de acabar con la raza humana. Miles de millones de vidas se apagaron en un abrir y cerrar de ojos. Pero la muerte ya no es el final. Los cadáveres, condenados a seguir caminando sobre la Tierra, dan caza a los pocos supervivientes de la plaga.
Un pequeño grupo de hombres y mujeres, entre los que se encuentran algunos soldados, sobreviven atrapados en una base subterránea, con miles de cadáveres reanimados acechándolos a las puertas del búnker.
En un escenario como éste, no es difícil que la situación se les vaya de las manos...
David Moody
Zona zombie
Autumn 3
ePUB v1.1
GONZALEZ25.02.12
Corrección de erratas por Breo
Título Original:
Autumn: The Human Condition
© 2005, David Moody
© 2012, Ediciones Minotauro
Traductor: Francisco García
Hacía cuarenta y siete días, más del noventa y nueve por ciento de la población había muerto en un período de tiempo increíblemente corto. Por todo el mundo, sin aviso ni razón aparente, se fue repitiendo el mismo patrón conforme miles de millones de vidas llegaban inexplicablemente a su fin; apagadas sin dignidad ni malicia, cantidades inimaginables de personas inocentes fueron abandonadas a su suerte para que se pudriesen allí donde habían caído. Sólo quedó un puñado de supervivientes aterrorizados, ninguno de ellos capaz de comprender ni preparado para asimilar lo que le había ocurrido a sus amigos, familiares, seres queridos, hijos...
A las cuarenta y ocho horas, casi un tercio de los muertos se volvió a levantar. El germen (o la enfermedad, o fuera lo que fuese la causa) había respetado una zona primitiva del cerebro de aquellas criaturas. Una chispa de instinto primordial había quedado en cierto modo ilesa y había sobrevivido a la infección, dejando los cuerpos físicamente muertos, pero aun así con el impulso de moverse; sin vida pero incesantemente animados. Y a medida que la carne que cubría esas aberraciones tambaleantes se había ido pudriendo y descomponiendo, la región ilesa del cerebro había ido cobrando fuerza y los había impulsado a seguir adelante. Primero habían vuelto poco a poco los sentidos más básicos; después, cierto grado de control. Los cadáveres no sabían qué ocurría, quiénes eran, ni dónde estaban. No sabían por qué existían ni lo que querían. No tenían necesidad de comer o beber, de descansar o dormir, ni siquiera de parpadear o respirar... se limitaban a existir. Esta combinación de mayor autoconciencia y menor autocontrol se fue manifestando gradualmente en forma de ira y hostilidad. Sentenciados a pasar cada minuto del día arrastrando los pies sin sentido por un mundo vacío, incluso el más mínimo sonido o movimiento inesperado era suficiente para atraer su atención limitada pero mortífera.
Con Gran Bretaña (y supuestamente el resto del mundo) ahora casi completamente en silencio, los muertos se desplazaban al azar desde los supuestos lugares de su último descanso, tambaleándose en todas direcciones sobre sus pies putrefactos e inestables, alejándose de los pueblos, las ciudades y otros centros de población donde habían muerto, esparciéndose sin rumbo por el territorio como una mancha de tinta que fluye lentamente hacia los bordes del papel secante.
Excepto aquí.
Aquí, a un campo aparentemente anodino a kilómetros de distancia de ninguna parte, por ninguna razón que saltase a la vista de inmediato, habían llegado miles de cuerpos rancios, que se apelotonaban en el espacio de unos pocos kilómetros cuadrados. Una masa sin fin de carcasas esqueléticas y vacías que en su momento habían sido individuos con identidad, vida y razones para existir, pero que ahora no eran más que una colección de harapos inmundos sin emociones, carne grasienta de un color gris verdoso, músculos desgarrados y huesos astillados.
En el extremo más alejado de uno de los grandes campos, el cadáver despeinado de lo que en su momento fue un banquero influyente levantó la cabeza y miró hacia arriba, casi incapaz de enfocar sus ojos empañados. Rodeado por decenas de cadáveres igual de desaliñados, los restos del hombre que antaño fue poderoso, digno y respetado se arrastraban hacia delante de una forma extraña, resbalando y deslizándose por el barro pisoteado, y apartaban con torpeza los demás cuerpos que se interponían en su camino.
Supervivientes.
Ese lugar era diferente de cualquier otro. Ignoraba qué, pero sabía que había algo cerca de allí y tenía un deseo instintivo e insaciable de acercarse a lo que fuera. No sabía por qué —casi ni sabía lo que estaba haciendo—, pero no podía parar.
Enterrados en las profundidades, muy lejos de las masas putrefactas, casi trescientos supervivientes proseguían su existencia en la semioscuridad antinatural de una base militar subterránea. Les resultaba imposible sobrevivir allí sin revelar su presencia. El mundo se había convertido en un lugar silencioso, sin vida y vacío, y los sonidos emitidos por las personas bajo tierra, por mínimos que fueran, resonaban a través del silencio. El calor que producían quemaba como un fuego. En aquel territorio, por lo demás frío y solitario, los cadáveres se sentían atraídos hacia ellos como las polillas hacia la última luz de la Tierra.
Lo que había empezado como un puñado de cadáveres que habían tropezado por casualidad con la base militar subterránea había ido creciendo hasta convertirse en una inmensa muchedumbre, de proporciones casi incalculables. El movimiento de las repugnantes criaturas atraía inevitablemente a una cantidad cada vez mayor de sus congéneres procedentes de los alrededores: una reacción en cadena a cámara lenta. Ahora, varios días después de que el último soldado saliera a la superficie, casi un centenar de miles de cuerpos se había reunido alrededor del búnker, todos ellos tratando por todos los medios de acercarse más a su entrada impenetrable.
El camino del banquero muerto estaba bloqueado por otros cuerpos. Levantó de nuevo los brazos escuálidos y con una fuerza inesperada golpeó al cadáver que tenía delante. La carne blanda y descompuesta salió a jirones del hueso cuando el putrefacto oficinista desgarró a la criatura desprevenida que tenía enfrente. El repentino estallido de violencia se extendió con rapidez por los cadáveres más cercanos, y generó una onda que recorrió en todas direcciones la enorme multitud, antes de desvanecerse con la misma celeridad con la que se había gestado. A lo largo y ancho de toda esa congregación masiva de cuerpos en descomposición ocurría lo mismo de vez en cuando: todos los cuerpos se mostraban únicamente interesados en acercarse a aquello que fuera diferente en ese lugar dejado de la mano de Dios.
Excepto por el viento que soplaba a través de las ramas de los árboles que se dejaban mecer y las luchas y el incesante movimiento torpe de los muertos, el mundo alrededor de la base subterránea parecía congelado. Incluso los pájaros habían aprendido a no volar demasiado bajo por la reacción que provocaban invariablemente sus fugaces apariciones. A pesar de que los cadáveres eran débiles y torpes por separado, lo que quedaba del mundo los temía por instinto y hacía todo lo que podía para guardar las distancias. Al avanzar agrupados en un enjambre tan ingente como aquél, los muertos eran imparables.
En las profundidades de la base militar, a los vivos no les iba mucho mejor. Aunque se mantenían relativamente fuertes y aún eran capaces de actuar de forma racional, tenían miedo de moverse. Todas aquellas almas perdidas y aterrorizadas enterradas en el laberinto de hormigón bajo los campos y las colinas tenían claro que la simple cifra de cadáveres en la superficie acabaría siendo demasiado para ellos. Sus opciones eran desesperadamente limitadas y terroríficamente sombrías. Se podían quedar sentados y esperar (aunque nadie sabía qué podrían estar esperando ni cuánto tiempo duraría aquello), o podían salir a la superficie y luchar. Pero ¿qué iban a conseguir con eso? ¿De qué les serviría el espacio abierto y el aire fresco a los militares? La enfermedad seguía muy presente en el aire contaminado, y cada uno de los soldados y sus oficiales sabía que una sola inhalación bastaría, probablemente, para matarlos. Los supervivientes inmunes a la enfermedad que también se refugiaban bajo tierra sabían que ese tipo de enfrentamiento no les resultaría más provechoso. Cualquier intento de eliminar los cadáveres que se encontraban encima de la base podría ayudar a corto plazo, pero, inevitablemente, el ruido y el movimiento que provocaría esa hazaña causaría, sin lugar a dudas, que unos cuantos miles de cadáveres más se sintieran atraídos hacia el refugio, y lo más probable era que ahí fuera hubiera millones.
Bajo la superficie, supervivientes y militares se veían obligados a no mezclarse. Diseñada para enfrentarse a los efectos de un ataque químico, nuclear o biológico, la base estaba bastante bien equipada y contaba con una tecnología avanzada. El aire que se bombeaba por todo el complejo era puro y estaba libre de infección. Sin embargo, los supervivientes que se habían refugiado en ella no lo estaban. Al principio se intentó sin demasiado entusiasmo la descontaminación, pero los científicos militares, deplorablemente mal preparados, sabían desde el inicio que sería un ejercicio inútil. El germen se podía eliminar de los equipos y de los trajes de protección de los soldados, pero los supervivientes llevaban respirando el aire contaminado desde hacía más de un mes y tenían la infección latente en cada rincón de su cuerpo. Aunque el contagio mortal aparentemente no les afectaba, la más leve exposición podía ser suficiente para contaminar la base y matar a todo el mundo que se encontraba en ella.
Los militares ocupaban casi todo el complejo (desde la entrada a las cámaras de descontaminación), lo cual dejaba a los treinta y siete supervivientes el hangar principal y unas salas adyacentes de almacenamiento, servicio y mantenimiento. El espacio, el calor y la luz estaban severamente racionados. Sin embargo, después de luchar para huir del infierno en que se había convertido la superficie, los supervivientes habían aceptado de buena gana y valoraban positivamente las limitaciones de las instalaciones militares subterráneas. Las alternativas que les esperaban si regresaban a la superficie eran inimaginables.
Emma Mitchell miró el reloj. Las dos en punto. ¿Eran las dos de la tarde o de la madrugada? Creía que de la madrugada, pero no estaba segura. En la permanente oscuridad de la base ya no era posible diferenciar el día de la noche. Siempre había gente durmiendo y gente despierta. Siempre había personas reunidas en grupos y apiñadas, cuchicheando en secreto sobre nada importante, y siempre había personas llorando, gimiendo y discutiendo. Siempre había soldados pasando a través de las cámaras de descontaminación o saliendo al hangar para comprobar, volver a comprobar y comprobar por milésima vez los equipos que tenían almacenados.
Fueran las dos de la madrugada o de la tarde, Emma no podía dormir. Estaba tendida en la cama al lado de Michael Collins, con la mirada fija en su cara. Hacía un rato que habían hecho el amor, y ella se sentía ridículamente culpable. Había sido la cuarta vez que practicaban sexo en las tres semanas que llevaban bajo tierra, y como siempre, él se había quedado dormido en cuanto habían terminado y ella se había quedado sola con los mismos sentimientos. Cuando ella le preguntó al respecto, Michael le contestó que al estar con ella se sentía completo, que su intimidad hacía que se sintiera como antes de que muriese el resto del mundo. Aunque Emma compartía ese sentimiento, el sexo le recordaba todo lo que había perdido y se preguntaba qué ocurriría si perdía a Michael. No sabía si se acostaba con él porque lo amaba o si sólo lo hacía porque casualmente estaban allí el uno para el otro. De lo que estaba segura era de que ya no había lugar en su mundo para el romanticismo ni para otros sentimientos largamente olvidados. Él no tenía problemas, pero ella no creía que volviera a estar lo suficientemente relajada o excitada como para tener un orgasmo. Y ya no había lugar para la seducción o los juegos previos. Todo lo que quería era sentir a Michael dentro de ella. Él era lo único positivo que quedaba en su mundo. Excepto las caricias de Michael, todo lo demás era frío.