Zona zombie (3 page)

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Authors: David Moody

Tags: #Terror

—Y tienes razón, aquí acabará ocurriendo lo mismo —la interrumpió Cooper—. Algo cederá... se bloquearán más bocas de ventilación, la enfermedad conseguirá entrar de alguna manera, o cualquier otra cosa. Más que nada será la suerte lo que mantenga a todo el mundo seguro aquí abajo.

—Entonces, ¿qué vamos a hacer?

—Ahora mismo no hay mucho que podamos hacer —respondió—. Tendremos que estar preparados para cuando ocurra, y dispuestos a salir de aquí lo más rápidamente posible si las cosas van mal.

3

Sólo pasaron tres días. Era media mañana cuando empezó.

Michael estaba delante de la autocaravana, hablando con Cooper del estado lamentable de su maltrecho vehículo. Aunque lo había limpiado y arreglado lo mejor que sabía con sus limitados recursos, la máquina seguía pareciendo desesperadamente destartalada. Su conversación fue interrumpida de forma abrupta cuando se encendieron por completo las luces del hangar, llenando el cavernoso espacio con una iluminación inesperada. Después de verse forzados a vivir durante semanas en una oscuridad casi completa, ambos hombres se taparon sus ojos sensibles y durante una fracción de segundo estuvieron pensado más en el dolor y la incomodidad repentinos que en las posibles razones de que se hubieran encendido las luces.

Michael fue el primero en reaccionar.

—Mierda —maldijo mientras miraba a su alrededor, protegiéndose aún los ojos—. Tiene que haber llegado el momento.

Cooper vio como se abrían las puertas de la cámara principal de descontaminación. Desde lo más profundo de la base empezó a surgir un flujo constante de figuras cubiertas de trajes oscuros. Cerca de un centenar de soldados llenaron con rapidez el hangar. Aunque a su formación y maneras les faltaba algo de la disciplina y la precisión que Cooper había esperado de sus antiguos colegas, seguían estando bien organizados y dispuestos para el combate.

—Dios santo, van en serio —comentó.

—¿Qué hacemos?

—Preparar a todo el mundo para salir de aquí.

Atravesaron la gran sala a la carrera, pasando por medio de la formación irregular de los soldados. La luz y el ruido repentinos ya habían alertado a los demás supervivientes. Empezaron a aparecer rostros ansiosos antes de que Michael y Cooper hubieran conseguido cruzar la mitad del hangar.

—¿Qué ocurre? —preguntó Steve Armitage.

—¿Qué te parece? —contestó Cooper—. ¡Están a punto de abrir las jodidas puertas!

Steve no pudo siquiera contestar antes de que una multitud de supervivientes aterrorizados lo apartase a un lado y saliera al hangar.

—Preparaos para irnos —gritó Cooper, lo suficientemente alto para que lo oyese todo el mundo. Tenía la esperanza de que no irían a ninguna parte, pero se sentía obligado a preparar al grupo para el peor de los casos—. Recoged vuestras cosas y que todo el mundo suba a los vehículos.

Sin preguntar ni entretenerse, la muchedumbre asustada empezó a atravesar con rapidez la sala cavernosa en dirección al furgón policial, el camión penitenciario y la autocaravana. Bernard Heath buscó con la mirada a Phil Croft. Agarró al médico por el brazo y le dio apoyo. Croft podía andar, pero sus heridas le impedían caminar a una velocidad razonable.

—Ve a buscar a los niños —le gritó Michael a Donna, señalando hacia la habitación pequeña y cuadrada en la que solían reunirse los miembros más jóvenes del grupo.

Ella iba un paso por delante de él, empujando a los cuatro niños hacia la puerta del pequeño almacén donde solían jugar. Intentaba que no se dieran cuenta de su miedo repentino. Emma, asustada y avanzando en dirección contraria a la mayoría, agarró el brazo de Michael.

—¿Qué está pasando? —preguntó—. ¿Qué están haciendo?

—Sube a la autocaravana —le ordenó—. Yo estaré contigo en un par de minutos.

—Pero... —protestó ella.

Michael la empujó, desesperado para que se pusiera a salvo con rapidez.

—No preguntes —le gritó a sus espaldas—, limítate a subir.

—¿Está todo el mundo? —preguntó Cooper al regresar al hangar después de comprobar que todas las habitaciones estaban vacías.

—Eso creo —contestó Jack, mirando hacia atrás a la inmensa caverna, contemplando cómo el resto de los supervivientes intentaba embutirse ellos mismos y sus pertenencias en la parte trasera del grupo de tres vehículos.

—Vosotros dos id hacia allí y que ese grupo se dé prisa —ordenó Cooper. Aunque nadie le había nombrado líder, la autoridad y el mando en su voz eran incuestionables.

Michael y Jack se dieron la vuelta y corrieron hacia los demás.

Mientras Cooper observaba a los soldados, el rugido de los motores llenó repentinamente el aire, resonando en el inmenso espacio, y un transporte blindado de tropas tomó posición al pie de la rampa que conducía a la entrada principal. Dos todoterrenos más pequeños salieron de las sombras y se detuvieron justo detrás del primer vehículo. Mientras avanzaba con precaución, su mente militar intentaba descubrir las tácticas de sus antiguos compañeros.

—¡Cooper! —gritó Michael mientras los últimos supervivientes se hacían un sitio en los desvencijados vehículos del grupo—. ¡Venga!

Cooper no le hizo caso, y en su lugar se acercó a la tropa. Estimaba que había entre ochenta y cien soldados en el hangar y no había duda de que se trataba de una operación importante. Sabía que los oficiales —que, por lo que podía ver, seguían enterrados con seguridad en los confines más profundos de la base— nunca se arriesgarían a enviar a la superficie a tantos hombres si no tenían más alternativa.

Aprovechó la oportunidad. No tenía nada que perder.

—¡Eh! —exclamó, oculto en las sombras y extendiendo la mano para agarrar el brazo de la figura más cercana enfundada en el traje de protección en la parte trasera de la formación. El soldado se dio la vuelta con nerviosismo para encararlo. La máscara de protección y el aparato de respiración tapaban casi todo el rostro del soldado, de manera que Cooper sólo podía verle los ojos—. ¿Qué ocurre?

—Los respiraderos están bloqueados —respondió el joven soldado, su voz amortiguada pero claramente ansiosa.

—Entonces, ¿cuál es el plan?

El soldado miró a su alrededor, sin estar seguro de si debía hablar con Cooper. Supuso que los preparativos de las tropas y del equipo más cercanos a la parte delantera del hangar serían distracción suficiente para arriesgarse a decir unas pocas palabras más.

—Calculan que por ahora podemos seguir con al menos dos respiraderos libres, así que vamos a salir ahí fuera para despejarlos y asegurarnos que siguen funcionando.

—¿Así que os vais a quedar ahí fuera? —susurró Cooper.

El soldado negó con la cabeza.

—¿Estás de broma? —se apresuró a contestar—. No, para eso son los Jeeps. Las bocas de ventilación están en el suelo. El plan es dejar los coches situados encima de cada respiradero para bloquearlos y evitar que esas malditas cosas de ahí fuera los vuelvan a taponar.

La tropa empezó a avanzar. El soldado soltó la mano de Cooper y recuperó su posición en la formación. Aún intrigado, Cooper regresó con los demás, pero en lugar de entrar en uno de los vehículos, se encaramó sobre el capó de un transporte militar grande y en desuso para conseguir una vista mejor de lo que estaba a punto de ocurrir. Sin aliento y con la cara roja, Jack apareció a su lado.

—¿Qué pasa ahora? —preguntó, jadeando con esfuerzo y nervioso mientras subía al lado del soldado.

—Van a salir para limpiar un par de respiraderos —explicó Cooper—. El plan es dejar esos todoterrenos aparcados sobre ellos para mantener alejados a los cadáveres.

—Primero tendrán que llegar a los condenados respiraderos —replicó Jack—. ¿Se dan cuenta de lo que hay ahí fuera?

—Lo sabrán dentro de un par de minutos. En cualquier caso, no tienen más alternativa si quieren seguir respirando. Si hubiera otra forma, estoy seguro de que ya la habrían puesto en práctica. Por mucho que lo que pienses, no son estúpidos...

Se calló de repente cuando las puertas se empezaron a abrir. Al principio parecía que no ocurría nada. Entonces, por encima del ruido sordo de los vehículos militares que intentaban salir al exterior se empezó a oír el sonido apagado de arañazos. Un segundo más tarde se apreció la primera grieta de luz. Una fina rendija de un intenso brillo gris blanquecino entre las dos mitades de la puerta que se estaban separando, y que iba creciendo a medida que aumentaba la distancia entre ellas.

—¡Dios! —exclamó Jack casi sin aliento, intentando no dejarse llevar por el pánico—. ¡Dios santo!

En cuanto el hueco fue lo suficientemente grande, los cadáveres empezaron a entrar en el hangar. Forzados a avanzar como un líquido viscoso por el peso de la carne putrefacta que les empujaba con fuerza desde atrás, los primeros cadáveres se tambalearon por la rampa hacia los soldados a una velocidad inesperada, muchos de ellos tropezando y cayendo, incapaces de coordinar con eficacia sus torpes movimientos. Los soldados respondieron instintivamente, empujándolos hacia atrás y disparándoles hasta que por el momento consiguieron contener el flujo de carne muerta. Desde algún punto de la formación surgió una orden amortiguada y una fila de cuatro soldados armados con lanzallamas surgió de la oscuridad. Se abrieron paso entre la muchedumbre enfermiza y dispararon sus devastadoras armas contra las criaturas más cercanas, enviando arcos controlados de llamas incandescentes y goteantes hacia el exterior de las puertas del búnker y hacia el frío aire matinal. Prácticamente resecos, los cuerpos que recibían el fuego quedaban incinerados casi al instante.

Se oyó otra orden y el transporte de tropas empezó a avanzar con lentitud, subiendo de forma constante hacia la luz del día y después saliendo al exterior, penetrando entre la muchedumbre en llamas, aplastando la carne y los huesos calcinados en el barro bajo sus ruedas pesadas y poderosas. Delante y a cada lado, los soldados con lanzallamas ocuparon las posiciones de protección y avanzaron con cautela, igualando el paso laborioso del vehículo pesado y destruyendo todos los cadáveres que podían alcanzar sus llamas. Más allá de la masa de cuerpos ardiendo, un número incalculable de figuras horribles seguía empujando para acercarse cada vez más al centro del disturbio, atraídas por el fuego, el ruido y los movimientos repentinos, sin tener en cuenta el peligro. En la entrada del búnker, los dos Jeeps salieron finalmente al caos, cada uno de ellos defendido por otro soldado con lanzallamas y otros efectivos equipados con armas más convencionales pero claramente menos efectivas.

Cuando el convoy militar se fue alejando lentamente de la base, el resto de la tropa formó una sólida línea de defensa a lo largo de la entrada que quedaba abierta. El aire estaba lleno de unas nubes de humo espeso y negro que no dejaban de crecer, así como del hedor asfixiante de los cadáveres en llamas. Incapaz de ver lo que estaba ocurriendo desde el lugar al que se había encaramado, Cooper saltó desde su mirador elevado y recorrió la rampa para acercarse a las tropas.

—¡Cooper —le chilló Jack—, vuelve! No seas imbécil.

Cooper no le hizo caso y siguió adelante. Ahora que estaba justo detrás de la línea de soldados armados hasta los dientes, podía ver que el transporte de tropas y su escolta habían conseguido abrir un canal profundo y ligeramente en curva a través de la inmensa multitud de cadáveres. Los vehículos se movían con gran lentitud a través del maldito caos, rodeados aún por la protección de los soldados que no dejaban de disparar llamas contra la masa retorcida y en continuo aumento que tenían a su alrededor. Cientos de cuerpos putrefactos quedaban aniquilados por las llamas y los disparos, pero aun así, imperturbables, centenares más seguían tambaleándose a través de la masa de restos en llamas para ocupar el lugar de los que habían caído.

A unos trescientos metros de la entrada de la base, el conductor del transporte de tropas se volvió hacia el oficial que tenía al lado.

—¿Dónde está el respiradero? —preguntó—. ¿Dónde está el maldito respiradero?

Los soldados que aún no habían estado en la superficie eran incapaces de anticipar el desorientador efecto visual de tantos cuerpos apelotonados en tan poco espacio. Temblando a causa de los nervios, un oficial intimidado intentó trazar el camino que ya habían dibujado sobre un mapa. Levantó brevemente la mirada para comprobar el entorno, pero el terreno a su alrededor no tenía ninguna característica especial y no se podía ver nada más que los movimientos frenéticos y descoordinados de las oleadas de muertos, los arcos abrasadores de las llamas y las nubes densas y espesas de humo nocivo.

—Debería estar por ahí —chilló en respuesta, señalando hacia su derecha mientras comprobaba sus instrumentos, y después intentó encontrar una referencia visual más precisa.

El conductor giró el transporte en la dirección que le habían indicado, protegiéndose los ojos del estallido brillante y repentino que se produjo cuando más cadáveres quedaron cubiertos por el fuego y fueron aniquilados. Contempló incrédulo cómo las criaturas a su alrededor estaban en llamas, pero aun así se seguían moviendo. Inexplicablemente ajenos a las llamas que los consumían con rapidez, los cadáveres en descomposición seguían avanzando sin pausa y a trompicones hasta que el último músculo, nervio y tendón putrefactos había quedado devorado por el fuego.

—¡Ahí está! —exclamó el conductor aliviado en el mismo instante que vislumbró el respiradero en medio del agitado mar de cuerpos en descomposición. Situado originalmente a unos pocos centímetros sobre el nivel del suelo y camuflado con barro, musgo y malas hierbas, la ubicación del respiradero quedó en ese momento en evidencia por la masa de restos humanos que se acumulaba a su alrededor. Los primeros cadáveres se habían sentido atraídos por el ruido apenas perceptible y el calor que surgía desde las profundidades de la base, pero después de eso, muchos más cuerpos se habían enredado con la baja estructura de metal y éstos a su vez habían quedado atrapados por un número incontable de figuras que los empujaban, hasta que el respiradero de metal quedó parcialmente obstruido por montones putrefactos de carne gris y fría.

—Pasa directamente por encima —ordenó el oficial, que había recuperado la compostura.

El conductor obedeció, girando el vehículo hacia el respiradero y acelerando a través de los cuerpos. El soldado que avanzaba justo por delante de ellos seguía cubriendo de fuego a una multitud aparentemente sin fin, quemando hasta reducir a cenizas a los más cercanos de la horda de cadáveres tambaleantes que se estaban arremolinando aún más cerca del convoy.

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