—Nos tenemos que preparar para partir —indicó Michael.
Donna reaccionó al instante, pero Bernard fue incapaz de responder, paralizado por las visiones infernales que podía ver ahora en el exterior. El transporte de tropas empezó a avanzar, seguido primero por los Jeeps y después por otros vehículos fuertemente blindados. Todo el convoy quedó rodeado por un anillo de soldados que lanzaban chorros de llamas hacia la muchedumbre.
—Cooper afirma que esta vez van a ir a por ellos de verdad —comentó Jack Baxter, que apareció de repente detrás de Bernard—. Dice que incluso pueden intentar deshacerse de todos ellos. ¿Qué bien se creerán que están haciendo? Liquidarán a éstos, pero vendrán más a ocupar su lugar. Nunca lo conseguirán.
—No puedes razonar con ellos —intervino Cooper, que contemplaba cómo salían los soldados. Durante medio segundo se preguntó si debería estar luchando a su lado—. Poneos en su piel —prosiguió—. No sabemos mucho de lo que está ocurriendo, pero sabemos muchísimo más que ellos. Tal vez no tengamos el equipo pesado que tienen ellos, pero estamos más preparados para enfrentarnos a todo esto. Lo único que saben es que no pueden respirar el aire exterior porque probablemente les mataría, y esas malditas cosas de ahí fuera están impidiendo que obtengan el aire limpio que necesitan. Ven los cadáveres como el enemigo, y creen que la única opción que les queda es enviarlos a todos al infierno.
—Pero ¿es que no lo comprenden? —preguntó inútilmente Jack antes de que lo interrumpiese Cooper.
—No, Jack, no lo entienden, al menos no del todo. No han visto ni la mitad de lo que hemos visto nosotros.
—Pero los cadáveres no se van a detener, ¿verdad? Seguirán viniendo hasta que no quede nada.
Fuera del búnker, las tropas más avanzadas habían realizado un progreso constante. La zona más próxima que rodeaba la base —que ya parecía un campo de batalla sangriento y abrasado de la primera guerra mundial— era un hormiguero en movimiento. Los cadáveres se acercaban desde todos los ángulos y eran rechazados por soldados que habían esperado demasiado tiempo bajo tierra y estaban desesperados por luchar. Se precipitaban con ira y odio contra los cadáveres que se aproximaban, de manera que este estallido repentino de brutalidad les ayudó finalmente a librarse de su creciente frustración y de las emociones anteriormente ahogadas. Los que no habían estado antes en el exterior, aunque impresionados y aterrorizados por lo que estaban viendo a su alrededor, estaban sorprendidos por la facilidad relativa con la que podían destruir a los cadáveres. Pero desde su posición ventajosa en las profundidades subterráneas, aún no eran del todo conscientes del ingente número de muertos y de su implacable determinación.
La artillería pesada se desplegó con rapidez. Se dispararon morteros y obuses contra la interminable muchedumbre más allá del perímetro inmediato de la base. A cierta distancia, las explosiones hacían temblar constantemente el suelo y cada impacto destrozaba un gran número de cadáveres. Más cerca de la entrada, el transporte de tropas casi había alcanzado otra boca de ventilación. Caminando junto a uno de los respiraderos, y escudado de la batalla por el anillo protector de fuego que rodeaba el convoy, el oficial al mando sobre el terreno, un tipo duro y veterano de muchos conflictos llamado Jennens, contemplaba el desarrollo de los acontecimientos a su alrededor con cierto grado de prudente satisfacción. Sus hombres y mujeres avanzaban sin parar, a pesar de las condiciones adversas. Un chubasco repentino de lluvia torrencial lo había empapado todo. Por todo el terreno abrasado y pisoteado se formaban charcos de agua sucia, que el calor feroz de los lanzallamas convertía en vapor. Las botas del capitán Jennens hundieron en el barro carne calcinada y huesos abrasados.
Se pudo asegurar con facilidad otro respiradero. Jennens miró hacia el resplandor distante más allá de los restos esparcidos de cientos de cuerpos que ya habían sido destruidos. En su momento había presenciado visiones sorprendentes, pero nunca nada como aquello. El tamaño y la ferocidad de la muchedumbre aparentemente interminable eran considerables y terroríficos. En cuanto se abría un claro entre los muertos, aparecían más para ocupar el puesto de los caídos. Contempló con incómoda satisfacción cómo aún más de las criaturas oscuras y esqueléticas empujaban, pisaban y se arrastraban a través del caos hacia los soldados y una destrucción cierta. ¿Es que las malditas cosas no se daban cuenta de que serían aniquiladas? En medio de la confusión, Cowell, uno de los hombres de mayor confianza de Jennens, apareció a su lado.
—¡Lo podemos hacer, señor! —gritó para que lo pudiera oír a través de su máscara y por encima del viento, la lluvia torrencial y el ruido constante de la batalla. El suelo tembló durante un instante cuando un disparo de mortero ligero quedó corto del blanco y explotó en la cercanía, lanzando una terrible lluvia de trozos de cuerpos ennegrecidos volando por los aires—. Si vamos a hacerlo, entonces deberíamos hacerlo ahora.
Jennens reflexionó durante un momento. Cowell tenía razón. Sus rivales, aunque enormes en número, resultaban claramente débiles y parecían incapaces de oponer cualquier resistencia coordinada y tangible. Aunque liquidarlos no proporcionaría mayor libertad a los soldados, ésa era, indudablemente, una oportunidad perfecta para recuperar algo de lo que habían perdido. La posición defensiva que al principio tenían la intención de formar se había convertido ya en una ofensiva atacante. Si podían destruir suficientes cadáveres y alejar a los restantes hasta cierta distancia y mantenerlos allí, podrían reforzar la entrada del búnker y limpiar y asegurar los respiraderos. Seguía sin existir la más mínima posibilidad de que los militares pudieran sobrevivir fuera de la base, pero el capitán Jennens reconoció de inmediato la importancia psicológica de librarse de lo que veían como el enemigo.
—¿Doy la orden, señor? —preguntó Cowell, ansioso por emprender esta acción arriesgada y decisiva.
Jennens recorrió de nuevo con la mirada el campo de batalla. En el corto espacio de tiempo que llevaba allí, sus tropas habían avanzado a través de la muchedumbre putrefacta. El enemigo era patético y estaba indefenso contra el poder superior de los militares. Lo único que tenían los muertos era su superioridad numérica. Jennens sabía que no tenían nada que perder.
—Hazlo —ordenó.
—No veo nada —gimió Jack, acercándose más a los soldados encargados de proteger la entrada del hangar—. No puedo ver nada en absoluto.
—No te acerques, Jack —le advirtió Michael.
Un ruido repentino a las espaldas del pequeño grupo de supervivientes los sobresaltó durante un momento. Cooper se dio la vuelta para ver que se volvían a abrir las puertas de la cámara de descontaminación.
—Mierda —maldijo cuando una segunda columna desorganizada de soldados nerviosos apareció desde las profundidades de la base. Esta vez parecía que había el doble.
—¿De qué va todo esto? —preguntó Bernard, que se sentía cada vez más ansioso.
—Supongo —respondió Cooper mientras más de un centenar de soldados pasaban en filas por su lado— que han decidido liquidarlos completamente. Creo que éste es el espectáculo que nos habían prometido.
A medida que surgían de las sombras y penetraban en la luz del hangar, los soldados aumentaban la velocidad, adoptando un paso ligero durante unos metros antes de acelerar y correr para salir a la semioscuridad con las armas terciadas, dispuestos para el combate.
—Esto no pinta bien —comentó Jack, sintiendo cómo se le revolvía el estómago a causa de los nervios—. Esto no pinta nada bien.
A medida que la lucha en el exterior aumentaba en ferocidad y volumen, Cooper indicó a los demás que se dirigieran a sus vehículos. Michael subió a la autocaravana y descubrió que ya estaba abarrotada de personas aterrorizadas, cada una de ellas abrazada a las pocas pertenencias personales que había conseguido salvar de la confusión repentina. En la parte delantera, Donna ocupaba la posición que normalmente tenía él detrás del volante. Emma estaba sentada a su lado.
—¿Estáis bien? —preguntó Michael, inclinándose hacia la cabina delantera.
Donna agarró con fuerza el volante, dispuesta a todo.
—¿Quieres ocupar tu asiento?
—No te preocupes —contestó Michael—. Esto ya está bastante lleno, encontraré otro sitio. Mira, Donna, si ocurre cualquier cosa, sólo tienes que apretar tu jodido pie y sacarnos de aquí, ¿de acuerdo?
—Ten cuidado, Mike —dijo Emma, pero él ya se había ido.
Tanto la autocaravana como el camión penitenciario estaban llenos, porque la gente elegía la comodidad del primero o la seguridad del segundo, pero seguía habiendo sitio en el furgón policial. Cooper lo llamó.
—Sólo hay un par de tipos en la parte trasera —le comentó, haciendo un gesto hacia el furgón por encima del hombro—. Hazme un favor, asegúrate de que tú o yo estamos al volante si nos tenemos que poner en marcha, ¿de acuerdo?
—De acuerdo.
Sin aliento y con la cara roja, Bernard Heath salió de la parte trasera del furgón.
—He realizado un recuento rápido —resolló—. Creo que está todo el mundo.
Cooper asintió y se quedó contemplando cómo los soldados seguían saliendo por la puerta del búnker.
Fuera de la base ya se había limpiado una amplia zona de terreno. La mayor parte de los soldados habían formado ahora en largas líneas de ataque, barriendo lentamente toda la superficie a partir de la entrada del búnker, ocupados en destruir todos los cadáveres que podían. Los Jeeps se habían colocado sobre todos los respiraderos, excepto uno, y se había cumplido el objetivo principal de la expedición. Lo que estaba ocurriendo ahora no había sido planificado en su mayor parte, pero aun así parecía relativamente bien coordinado. Situada en sus posiciones justo detrás de los soldados que avanzaban, la artillería pesada disparaba por encima de sus cabezas, arrasando sin descanso toda la zona y las hordas sombrías, destruyendo docenas de cuerpos con cada impacto. Por toda el área, llamaradas repentinas de luz amarilla, naranja y blanca atravesaban la penumbra monocroma y cada vez más oscura, iluminando durante una fracción de segundo cuerpos grotescos como si fueran los flashes de una cámara. Las tropas se iban alejando a un ritmo constante de la entrada de la base, su avance rápido y prácticamente sin resistencia.
Las líneas de ataque de vanguardia de las tropas de infantería se habían desplegado a medida que se alejaban del búnker, evitando que la muchedumbre se pudiera acercar. Entre los soldados que avanzaban y los muertos se abría un espacio sangriento y relativamente constante de bastantes metros de anchura. Ignorantes del peligro al que se enfrentaban, las criaturas que hasta ese momento habían escapado de la ira de los militares seguían intentando acercarse, arrastrándose por encima de los restos putrefactos de los miles de cadáveres que habían caído delante de ellas.
—¡Apuntad a la cabeza! —gritó un sargento, intentando no pensar hasta qué punto sonaba como un personaje de una de las películas de terror que le gustaba ver, mientras sus soldados descargaban otra furiosa lluvia de balas y llamas contra la masa furibunda de cadáveres.
Impertérritos, y sin la más mínima muestra de emoción, los muertos seguían avanzando.
A una corta distancia a lo largo de la línea de tropas, Sean Ellis, un soldado con una hoja de servicios corta pero impecable, hundido hasta los tobillos en sangre, barro y carne rancia, abatía uno a uno a los cadáveres en medio de la multitud en constante movimiento que tenía delante. Con la habilidad y la concentración de un francotirador muy bien entrenado, conseguía aislarse del resto del caos que se desarrollaba a su alrededor y apuntaba por turno contra cada uno de los cadáveres, disparándoles a la cabeza y destruyendo lo que quedaba de su cerebro. Caían al suelo retorciéndose e inmediatamente eran pisoteados por más figuras grotescas que avanzaban detrás de ellos. Las condiciones eran cada vez peores debido a la mezcla de humo, llamas y lluvia que impedía ver con claridad a través de la luz difusa de esa lluviosa tarde de otoño. A derecha e izquierda, los compañeros de Ellis seguían la lucha, cada uno de ellos destruyendo todos los cuerpos que podían, pero las criaturas enloquecidas seguían avanzando. Por cada uno que destruía Ellis, parecía que diez más ocupaban inmediatamente su puesto. Y se dio cuenta de que más allá había miles y miles más. Fuera de lo que alcanzaba la vista, un número interminable de cadáveres atravesaba la oscuridad en dirección al combate.
—Dios santo —maldijo un soldado que se encontraba a su derecha—. ¿Cuántas de estas jodidas cosas hay ahí fuera?
Siguieron disparando y los cuerpos siguieron avanzando, ocupando el terreno como un lodo espeso y oscuro. Ellis no tenía tiempo de pensar o hablar, concentrado totalmente en disparar bala tras bala contra la masa putrefacta. Un arco de llamas blancas atravesó ardiendo el aire justo delante de él, iluminando todo el horror de la escena durante unos pocos y angustiosos segundos. Los rostros desintegrados de cientos de cadáveres se hicieron visibles de repente y Ellis quedó petrificado, mirándolos horrorizado y asqueado, rezando para que se desvaneciese la luz y regresase la oscuridad. Los cadáveres más cercanos se encontraban a menos de diez metros.
La línea irregular de soldados, que seguía avanzando, llegó a una zanja donde antaño un arroyo había serpenteado en diagonal a través del campo de batalla, si bien a lo largo de las últimas semanas había quedado colmatada por una capa compacta de restos humanos putrefactos. El soldado a la derecha de Ellis, que se esforzaba por seguir concentrado en el combate y no perder los nervios, resbaló en la ligera pendiente, aterrizando a cuatro patas en medio de la zanja estancada. Una poderosa arcada lo asaltó al mirar hacia abajo y contemplar un barrizal formado por caras, extremidades y otras partes del cuerpo en descomposición, que eran totalmente reconocibles como tales. Se puso en pie y cruzó tropezando y tambaleándose al otro lado de la zanja, a la parte más cercana a los cuerpos que se aproximaban. La bilis le empezó a subir a la garganta y empezó a salivar. Sabía que iba a vomitar, pero también que tenía que evitarlo a toda costa. Se dio la vuelta para pedir ayuda, y otra llamarada de fuego destructor iluminó el cielo tormentoso por encima de su cabeza. Una fracción de segundo más tarde, un obús quedó corto de su objetivo e impactó a unos pocos metros, explotando al instante y regando las tropas con barro, metralla y jirones de carne. Derribado de nuevo, el soldado fue presa del pánico y se alejó gateando de la línea del frente. Notó de repente un dolor punzante y ardiente en su espalda, pero no le prestó atención y siguió adelante. Una vez estuvo de nuevo en pie, se tocó por encima del hombro y se frotó la parte del cuello y del hombro derecho que le dolía más. Pudo sentir un trozo de metal pequeño y cortante que le había atravesado el traje y le había perforado la piel. Se miró la mano y vio que brillaba con sangre, y supo que el traje se había roto. Presa del pánico, levantó el arma y se dio la vuelta para encararse con los muertos. Durante un instante más, no más de unos pocos segundos, la adrenalina adormeció el dolor y lo mantuvo en la lucha.