Las instrucciones de la mañana habían sido sencillas: limpiar de cadáveres las casas que visitasen. Sin embargo, echando un vistazo general a esa propiedad pequeña y modesta, estaba claro que quedaba mucho trabajo por delante para conseguir que todos los edificios fueran habitables de nuevo. En la cocina, la nevera y los armarios estaban llenos de alimentos podridos. Había polvo, moho y descomposición por todas partes. No se podía salvar nada. Había rastros de plagas de insectos y roedores. Una ventana abierta en uno de los dormitorios había permitido la aparición de muchos nidos de pájaros y la entrada de dos meses de agua de lluvia. La humedad se estaba extendiendo por las paredes.
Las consecuencias de lo que veía a su alrededor eran inmensas, aunque decidió no compartirlas con los demás. Lo que veía en aquel momento era un mundo que desaparecía lentamente. Sin duda, la llegada de los supervivientes a Cormansey iba a prolongar la vida y la utilidad de ese y otros edificios de la isla, pero en el continente, el proceso de descomposición y deterioro continuaría sin freno. La desaparición del hombre de la faz del planeta iba a provocar inevitablemente un cambio enorme y un desequilibrio en el ecosistema. Ya no crecerían ni se recogerían las cosechas. Las alimañas podrían crecer y alimentarse. La descomposición de millones de cuerpos provocaría el aumento exponencial del número de insectos, gérmenes y enfermedades. Las repercusiones eran interminables, demasiadas para que pudiera pensar en ellas. Al llegar a la isla, se había sentido fuerte, decidido y lleno de esperanza. Sin embargo, en la actualidad, esos sentimientos habían empezado de diluirse. En comparación con la magnitud casi inimaginable de los cambios que había provocado la infección en todo el planeta, los logros de poca monta de aquel grupo pequeño de supervivientes no significaban nada. Descorazonado, Michael se arrastró de vuelta al Jeep con los otros dos hombres.
—¿Próxima parada? —preguntó.
—La carretera se bifurca dentro de poco —contestó Bruce—. Seguiremos hacia el oeste. Harper ha dicho que él se mantendrá al este.
—De acuerdo.
Michael ocupó de nuevo el asiento del conductor y se preparó para inspeccionar el edificio siguiente. Miró por el retrovisor exterior y vio durante un par de segundos los cuerpos del niño y su madre antes de girar la llave de contacto, arrancar el motor y alejarse.
—¿Te ha afectado ese chico? —preguntó Danny desde el asiento de atrás con torpeza, pero con un sorprendente grado de perspicacia.
—En este momento me afecta todo —gruñó en respuesta.
—¡Pero tenemos un tiempo bastante bueno! —comentó Bruce con alegría, haciendo todo lo que podía para aligerar el estado de ánimo cada vez más decaído y sombrío—. Imaginad lo que será este sitio en verano. Mucha costa, buenas aguas para pescar...
—Sólo que antes tienes que pasar el invierno —le recordó Danny.
—Lo sé, aguafiestas, pero eso no significa... —Se calló, se inclinó hacia delante y miró hacia el cielo—. ¿Qué es eso?
Michael redujo la velocidad del Jeep y levantó la mirada. Podía ver el helicóptero, deslizándose sobre el azul oscuro como una pequeña araña negra.
—Estupendo —suspiró Bruce aliviado—. Aquí llega un poco de ayuda. Me pregunto a quién habrá traído. Espero que sea alguien que eche una mano. Lo último que necesitamos aquí es...
—El avión —lo interrumpió Danny—. Lo puedo oír.
Todos los ojos pasaron de contemplar el helicóptero a buscar por el cielo, intentando localizar el avión. Bruce fue el primero en verlo y se lo indicó a Michael. Parecía como si siguiera el curso exacto que había tomado el helicóptero. Sintiéndose de repente más vivo y vigoroso de lo que se había sentido desde que estaba en la isla, Michael apretó de nuevo el acelerador.
—¿Adónde vas? —le preguntó Bruce cuando pasaron a toda velocidad por delante de la casa siguiente y continuaron por la estrecha carretera.
—Tengo que ver quién llega —respondió Michael, su pulso acelerado a causa de los nervios y la expectación repentinos.
Cuando llegaron a la pista, el avión y el helicóptero ya habían aterrizado. Los pasajeros estaban bajando del fuselaje del avión. Se tambalearon al tomar contacto con la pista de asfalto y caminaron hacia Brigid y Gayle, que corrieron hacia ellos desde el extremo de la pista. Los recién llegados miraban alrededor sobrecogidos, como turistas que llegaban a un destino vacacional muy esperado y deseado. Gary Keele corrió en dirección contraria y se detuvo al llegar a una zona de hierbas altas. Se dobló, apoyó las manos en las rodillas y vomitó sobre el trozo de malas hierbas que tenía a sus pies. Aterrizar el avión había sido mucho más enervante que despegar.
Michael detuvo el Jeep, bajó de un saltó y empezó a mirar esperanzado a su alrededor. Podía ver muchas caras que reconoció de inmediato. Podía ver a Donna, a Clare y a Karen Chase entre otros.
No había señales de Emma.
Con la marcha del primer grupo considerable de personas, la torre de control parecía de repente un lugar hueco y vacío. Donde Emma se había acostumbrado con rapidez a ver gente, ahora sólo podía ver espacio vacío. Varios de los que se habían ido no hacían nada más que sentarse en el mismo sitio y esperar desde que llegaron al aeródromo. Le irritaba que algunos de los que no habían hecho nada para ayudar al grupo estuvieran entre los primeros en irse, pero comprendía que debía ser así. Le hubiera gustado que tuvieran algún modo de saber si el avión había llegado sano y salvo a la isla. Durante una hora o dos después de su marcha, casi había esperado levantar la mirada y ver a Keele trayendo de vuelta el avión, aún lleno de pasajeros. No tenía demasiada fe en él, ni como piloto ni como ser humano. Pero, bien pensado, ya no tenía demasiada fe en nada. Si era totalmente sincera consigo misma, la verdad era que quería que regresase el avión para poderse ir. Quería alejarse de aquel lugar y de los miles de cadáveres que lo rodeaban, y quería irse ya, no mañana. Fuera lo que fuese que había ocurrido, en unas horas sabrían si los pilotos habían tenido éxito. El plan era que regresasen al aeródromo lo más rápido que pudieran. Tenían planeado ir y volver durante el día y esperaban regresar al continente hacia las tres. Casi era la hora.
Emma había contado antes que quedaban poco más de treinta personas en el aeródromo, incluyéndola a ella y a Kilgore, que había desaparecido hacía varias horas, tras dirigirse a uno de los edificios anexos cercanos a la torre de control. Agotado, deshidratado y muerto de hambre, el soldado sabía que le había llegado su hora, pero no tenía la fuerza o el valor de hacer lo que había hecho Kelly Harcourt. En su lugar, se quedaba quieto y se consumía. El resto del grupo mantenía las distancias con él. Los acercamientos más recientes habían sido recibidos con ira y hostilidad o con expresiones igualmente inaguantables de autocompasión y pena procedentes del hombrecillo debilitado. Con suficientes problemas para asumir su propia confusión, desorientación y dudas, hacían todo lo que podían para olvidarse de él. Ahora se podía encontrar a la mayoría de ellos en el edificio de oficinas, esperando impacientemente el regreso del helicóptero y el avión.
Emma bajó la escalera de la torre de control y salió a la tarde fría pero brillante. Encontró a Cooper en el exterior, vigilando la alambrada perimetral y de vez en cuando los cielos con un par de prismáticos.
—¿Ves algo? —preguntó esperanzada.
—Nada —respondió. Emma vio como volvía su atención del cielo a la tierra—. Dudo mucho que lleguen antes de una hora o así.
—Entonces, ¿qué estás buscando?
—En realidad, nada —contestó—. Sólo les estoy echando un vistazo.
Emma hizo visera sobre los ojos para protegerlos del sol bajo y miró hacia la valla. Sin la ventaja de los prismáticos podía ver poco más que una masa en movimiento constante y aparentemente interminable de carne muerta. La inmensa multitud no parecía hoy muy diferente de la de ayer o antes de ayer.
—No me gusta cómo pinta esto —comentó de repente Cooper, centrando su atención en una sección particular de la valla.
—¿Qué? —preguntó Emma ansiosa.
—Esas malditas cosas de ahí parece que quieran tirar la valla.
—¿Qué? —repitió Emma, incapaz de creer lo que estaba escuchando.
Cooper le entregó los prismáticos y ella los levantó hasta sus ojos. Enfocó con rapidez hacia la valla y la revisó hacia su izquierda hasta llegar a la sección que había estado mirando Cooper.
—Maldita sea —jadeó.
Él tenía razón. En la distancia, un grupo fuertemente apelotonado de criaturas había agarrado la tela metálica. Juntas la estaban estirando hacia ellas y después empujándola hacia el otro lado como si estuvieran intentando tumbar los postes. Parecían bastante descoordinados, pero su intención estaba clara.
—¿Lo conseguirán?
—No sé si tienen la fuerza, pero...
—¿Pero...?
—Pero ahí fuera hay miles. Dales tiempo y el número suficiente y quién sabe qué pueden hacer.
Emma miró de nuevo con atención la masa de cuerpos. Toda la multitud parecía estar constantemente retorciéndose y agitándose.
—¿Qué vamos a hacer al respecto?
—No creo que haya nada que podamos hacer —contestó Cooper—, excepto lo que ya hemos hecho. El número de cadáveres que nos continúen siguiendo a todas partes va a ser un problema ocurra lo que ocurra. Mañana tendríamos que estar todos fuera de aquí, pasado mañana como muy tarde. Hasta entonces tendremos que confiar en nuestra suerte.
—Hemos confiado en la suerte desde que empezó todo esto.
—Es verdad, así que un par de días más no va a representar una gran diferencia. Si queremos, podemos acercarnos a esa parte de la alambrada, empapar esas malditas cosas con combustible y prenderles fuego, pero no sé qué íbamos a conseguir. Hará que nos sintamos un poco mejor y es posible que nos libremos de unos centenares, pero ¿estaremos más seguros o hará que salgamos de aquí con mayor rapidez? Y si realmente están empezando a pensar de nuevo de manera lógica, entonces pueden interpretar lo que hagamos como un acto de agresión y devolver el golpe.
—¿Estás de broma?
—Recientemente he visto que ocurrían cosas más raras.
Emma le devolvió los prismáticos, se dio la vuelta y regresó a la torre de control, de repente ansiosa por volver al interior. Cooper siguió vigilando la alambrada. Había otro pequeño foco de actividad junto a la entrada principal, donde más cadáveres estaban empujando la barrera. Se dirigió hacia el edificio de oficinas. Necesitaba que la gente se quedase dentro y fuera de la vista. No quería arriesgarse a excitar a los cadáveres sin necesidad. Era necesario tener a los cadáveres bajo control al otro lado de la alambrada de tela metálica y la mejor manera de hacerlo era guardar las distancias.
Kilgore estaba tendido en un sofá cubierto de polvo en una sala de espera en la penumbra. Cerró los ojos e intentó ignorar el dolor. No podía recordar la última vez que había comido y llevaba más de un día y medio sin beber nada. Se sentía tan débil que ya no podía sentarse. Casi no podía levantar los brazos. Todo le parecía pesado y plomizo. No conseguía mover la cabeza, así que estaba tendido encarado en una dirección, mirando por la ventana al otro lado de la sala. La incontenible incomodidad física había sido difícil de soportar, pero la angustia mental que debía aguantar ahora era mucho peor.
Kilgore había llegado a la conclusión de que hoy (o posiblemente mañana si tenía realmente muy mala suerte) sería su último día de vida. Tenía la boca seca e incluso conseguir suficiente saliva para humedecerse los labios agrietados le suponía un gran esfuerzo. Le dolía la cabeza y lo único que podía oír era el sonido de su respiración trabajosa y bronca que levantaba ecos en su máscara, así como el zumbido constante de los insectos, que en su estado de desorientación parecían volar por la sala como buitres a la espera de su muerte. El fin tenía que estar cerca.
Curiosamente, quedarse tendido a la espera de lo inevitable estaba empezando a facilitar las cosas. Las primeras horas que había pasado en aquella sala tranquila habían sido difíciles y confusas. Cuando se encerró allí, aún era capaz de creer que había un ligero atisbo de esperanza para él. En su mente cansada había explorado cada ruta de huida y cada posible consecuencia. Había pensado en regresar a la base subterránea de la que procedía y había empezado a hacer planes para conseguir uno de los vehículos y regresar solo. Pero no sabía si alguno de ellos tenía suficiente combustible ni sabía cómo abrir la puerta y pasar a través de los cadáveres y... y llegó a un montón de razones por las cuales cada plan que consideraba sería imposible de llevar a la práctica. Podría haberse ido con los demás a la isla, pero ¿qué le ocurriría allí? Podría haber hecho lo mismo que Kelly Harcourt y disfrutar de una última bocanada de aire fresco, pero sabía que no tenía la fuerza física ni mental para dar ese último paso y quitarse la máscara, por muy desesperado que estuviera.
Kilgore estaba cansado. Había tenido suficiente. Quería que todo acabase ya. Quería quedarse dormido y no despertar. Había tenido alucinaciones desde primera hora de la mañana, y se había producido un aumento repentino y dramático en la fuerza de las extrañas visiones que le rodeaban. Hacía una media hora había creído que lo visitaba su madre y su padre muertos y uno de sus maestros de la escuela. En su mente confusa, los tres se habían cernido sobre él y discutido de forma crítica su falta general de progresos en la vida. Una hora antes de eso, la sala en la que estaba tendido parecía que perdía su estructura y su forma. El techo sobre su cabeza parecía haberse caído y licuado hasta casi tocar el suelo y las ventanas en la pared opuesta se acercaban hasta desaparecer, y la sala se había vuelto oscura como la noche.
Ahora las ventanas estaban de nuevo iluminadas.
Otra alucinación.
Podía ver a Kelly Harcourt.
Kilgore contempló como se acercaba. Sabía que era ella porque llevaba el mismo tipo de traje de protección que él. Podía ver su largo cabello rubio agitado por el viento. Se dio cuenta de que no llevaba la máscara. ¡Dios santo, podía respirar! Y si ella podía respirar, pensó, entonces era posible que él también pudiese. Gruñendo a causa del esfuerzo, se sentó lentamente y levantó la mano hasta su máscara. Entonces se detuvo.
Kelly seguía acercándose. Andaba con lentitud y de forma extraña con la cabeza inclinada hacia un lado y los brazos y las piernas inflexibles. Debía de estar herida. Arrastraba los pies, incapaz de levantarlos. Y entonces, el sol iluminó su cara: una máscara fría y sin vida con labios hinchados y manchados de sangre, y ojos oscuros. Su boca se movía constantemente mientras se acercaba, aparentemente formando palabras y gemidos silenciosos. A pesar de su falta de energía, Kilgore se forzó a levantarse y caminó hacia ella. Atravesó cojeando la sala y se apoyó agotado en la ventana. El cuerpo de Kelly golpeó el otro lado del cristal y durante una fracción de segundo estuvo cara a cara con ella antes de que el ruido y la vibración repentinos provocasen que ambos se tirasen hacia atrás. Tambaleándose desequilibrado durante un momento, vio como el cadáver se daba la vuelta y se alejaba.