Estaba oscureciendo.
Demasiado cansado para reaccionar o para luchar o incluso para quitarse la máscara, yacía indefenso mientras los cadáveres lo aplastaban contra el suelo.
—¿Qué demonios hacemos ahora, Cooper? —preguntó Steve Armitage furioso.
Cooper no contestó. Se acercó a Emma y a Juliet, que estaban contemplando la dantesca escena del exterior. Lágrimas de miedo y frustración corrían por la cara de Emma.
—Por el amor de Dios —sollozó—, esto no es justo. Estábamos tan cerca de salir de aquí.
—Aún podemos conseguirlo.
—¿Cómo vamos a pasar entre todos ésos? —preguntó, señalando por la ventana y hacia el suelo.
Cooper avanzó unos pasos más y miró hacia abajo. Desde lo alto de su punto de observación era dolorosamente evidente lo desesperada que era la situación. Abarcaban a ver toda la extensión del aeródromo. En la distancia, los cadáveres seguían abriéndose camino a través de un hueco ahora ya bastante considerable en la valla, luchando entre ellos para pasar, siguiendo el uno al otro como una plaga de ratas. En el cielo cada vez más oscuro sobre sus cabezas, las luces del helicóptero y del avión desaparecían en la distancia.
—Richard volverá —comentó, alejándose de la ventana y masajeándose las sienes. Le latía la cabeza. No podía pensar de forma coherente.
—¿Y qué ocurrirá entonces? —preguntó Steve—. ¿Crees que esas cosas se van a apartar para que pueda aterrizar y recogernos? Maldita sea, sólo tienes que admitirlo Cooper, estamos jodidos.
Cooper se preguntó si tendría razón. Los cadáveres allí abajo se estaban agrupando alrededor de la base de la torre de control y de otros edificios cercanos. Se movió alrededor de la estancia para tener una visión mejor del pequeño bloque de oficinas donde se encontraba el resto del grupo. Según sus cálculos había entre diez y quince personas atrapadas allí dentro. Madre mía, ellos también estaban rodeados.
—¿Cómo los vamos a sacar de ahí? —preguntó Emma—. Tenemos que sacarlos. No los podemos dejar ahí. Tenemos que...
—Venga ya, Emma —la interrumpió Cooper—. Estamos tan atrapados como ellos. No hay nada que podamos hacer.
—¿Qué es lo que quieren? —preguntó Juliet Appleby.
Poco a poco se había alejado de la ventana y ahora estaba de pie en medio de la sala, demasiado asustada para mirar hacia fuera.
—¿Los has visto antes así?
—No —contestó ella, negando con la cabeza—. Llevo semanas aquí. He visto multitudes, pero nunca nada como esto. Nunca había estado tan cerca de tantos.
—Lo más probable es que te tengas que acercar aún más —la interrumpió Emma—. Y en respuesta a tu pregunta, no sé qué es lo que quieren y ellos tampoco. Esas malditas cosas no saben quién o qué son ahora. No saben quién o qué somos nosotros, o qué quieren de nosotros. No saben nada y lo único que yo sé es que probablemente se haya desvanecido nuestra última oportunidad de salir de aquí.
—¡Aún nos podemos ir! —gritó Cooper instintivamente.
—No dejas de decirlo —le respondió a gritos, sollozando de nuevo—, pero ¿cómo?
Desesperada y desmoralizada, Emma se sentó pesadamente y se sostuvo la cabeza con las manos. Cooper se alejó de la ventana.
—Se arremolinan a nuestro alrededor porque somos una distracción —explicó—. Más aún, somos la única distracción. Están aquí porque somos diferentes, y no sé si lo hacen porque quieren que les ayudemos o porque les asustamos, o porque nos quieren hacer pedazos o...
—No importa por qué lo hacen —le interrumpió Steve, su voz tensa y ronca—. Aunque tienes razón, lo único que les queda por hacer es cazarnos. No pararán hasta que hayamos desaparecido.
—Creo —prosiguió Cooper— que lo único que podemos hacer por ahora es escondernos y no hacer ni un maldito ruido. Si no saben que estamos aquí arriba, entonces estaremos bien durante un rato. Esperaremos el regreso del helicóptero.
—Venga ya —protestó Emma—, ya saben que estamos aquí arriba. Aunque sólo lo sepa uno de ellos e intente entrar, cientos lo imitarán e intentarán hacer lo mismo. Y Richard no va a volver.
—Sí, lo hará, y hasta que lo haga, lo único que podemos hacer es callar, sentarnos y esperar.
—¡Agáchate, cierra la maldita boca y escóndete! —le ordenó Phil Croft a Jacob Flynn.
Croft estaba agachado detrás de un escritorio. Flynn estaba de pie en medio de la sala, a plena vista desde las ventanas. Era un capullo imprevisible y egoísta que se había mantenido apartado todo el tiempo que llevaba en el aeródromo. Ahora era diferente, desesperado y aterrorizado, y su miedo le había obligado a actuar. Estaba furioso porque lo habían dejado atrás, más enfadado con los que se habían ido que con los muertos del exterior. Para él, ahora cada hombre, mujer y niño estaba solo, y él estaba condenadamente seguro de que no iba a terminar atrapado en ese jodido edificio con esta gente jodidamente estúpida.
—¿De qué sirve esconderse, maldito idiota? —le gritó—. Ya saben que estamos aquí. La única posibilidad que tenemos es abrir la jodida puerta y abrirnos camino peleando.
—¿Abrirse camino hacia dónde? —preguntó Croft—. ¿Es que no lo ves? No queda ningún sitio adonde ir.
Una de las personas ocultas en la oscuridad a la espalda de Croft soltó un súbito gemido de miedo. El médico se dio la vuelta, pero no pudo ver quién había gritado. Sin embargo, desde su posición baja en el suelo podía ver muchas de las oficinas cercanas. Muchedumbres espesas y furiosas de cuerpos putrefactos presionaban contra todas las ventanas, intentando forzar una entrada. Incluso si Flynn tenía razón e intentaban correr para salvar el pellejo, pensó, el simple número de cadáveres en el exterior evitaría que llegasen muy lejos. Con la sensación de que se le acababa el tiempo, se levantó sobre sus pies inestables y se acercó a Flynn, que seguía de pie bufando en medio de la sala.
—Abre cualquiera de las puertas —dijo con tranquilidad, su cara a centímetros de la de Flynn para que nadie más le oyera— y este sitio se llenará de cadáveres en segundos. Tú no sobrevivirás y yo no sobreviviré. Abre la puerta y estaremos todos muertos.
Flynn miró a Croft. Era quince centímetros más alto que el médico y su presencia era imponente y amenazadora. Agarró a Croft por el cuello y lo acercó aún más.
—Quiero salir de aquí —siseó, con más de un indicio de desesperación aterrorizada en la voz—. Me vas a ayudar a salir de aquí, ¿entendido?
—No puedes —replicó Croft, intentando mantener el equilibrio y contener los nervios—. Sólo podemos esperar.
—¿Esperar a qué?
Cuando Croft no respondió, Flynn lo apartó de un empujón y fue a dar contra una silla cercana. El repentino movimiento provocó un dolor intenso que recorrió toda la extensión de su pierna herida del tobillo a la cadera. Croft jadeó por la impresión.
—Deberíamos meternos todos en una habitación —indicó, el corazón desbocado e intentando mantener la calma y la concentración—. Reunamos a todo el mundo y escondámonos. Tenemos que evitar que nos vean.
Flynn gruñó su asentimiento reticente y miró alrededor del edificio oscuro. Abrió una puerta a su derecha.
—Aquí dentro —ordenó, haciendo un gesto hacia un cuarto de baño pequeño que tenía un cubículo y un lavabo. Pero lo que resultaba más importante era que la única ventana del cuarto era una franja muy estrecha en lo más alto. Flynn se aseguró de entrar el primero, y le siguieron nueve personas más. El espacio era desesperantemente limitado. Además del váter, en el cubículo no había sitio para que ninguno de ellos se pudiera sentar o tumbar. Phil Croft, el último en entrar, cerró la puerta a su espalda.
Alguien estaba llorando. No podía ver quién era ni dónde estaba. Era posible que fuera más de una persona. Quienquiera que fuera, tenía que callarse con rapidez si querían tener alguna posibilidad de salir de allí con vida.
—Quienquiera que seas, por favor, cállate —susurró.
Con un gesto de dolor se apoyó en la puerta. La pierna le volvía a doler mucho. No sabía cuánto tiempo podría seguir de pie.
—Sé que es duro pero, por favor, callaos.
Podía seguir oyendo llantos y gemidos apagados. Alguien más estaba llorando ahora.
Muy apretados los unos contra los otros e incapaces de moverse, las once personas desesperadas se quedaron esperando.
Una hora y veinte minutos después, el helicóptero apareció en el cielo oscuro sobre Cormansey.
—¿Por qué demonios está de vuelta? —preguntó Donna.
Había estado paseando por la carretera que atravesaba por medio de Danvers Lye con Michael y Karen Chase, intentando acostumbrarse a la libertad repentina.
—Ni idea —respondió Michael preocupado. Se quedó quieto, contemplando las luces intermitentes del helicóptero durante un momento.
—Bueno, o no han conseguido regresar al aeródromo, o han decidido traer antes a los que quedaban —sugirió Karen.
—Pero ¿por qué harían algo así? —preguntó Donna, intentando dar sentido a la situación—. Dios santo, debe de haber ocurrido algo. Algo ha ido mal.
—Vamos —decidió Michael, dándose la vuelta y corriendo hacia el Jeep.
—No saquemos conclusiones precipitadas —continuó Karen optimista mientras subía al asiento trasero, intentando ocultar que compartía las malas sensaciones de Michael—. Es posible que hayan decidido hacer un viaje esta noche en lugar de esperar a mañana. Tengamos claro que si fueras tú el que pilotases y si tuvieras suficiente energía, probablemente querrías terminar el trabajo cuanto antes.
—Entonces, ¿dónde está el avión? —preguntó Michael mientras arrancaba el motor y le daba la vuelta al coche para dirigirse hacia la pista de aterrizaje.
—Allí —contestó Donna, señalando hacia la izquierda. Podía ver las luces de las alas y la cola del avión que parpadeaban de forma intermitente.
Michael apretó el acelerador.
—Tómatelo con calma, ¿quieres? —se quejó Karen desde el asiento trasero cuando el coche salió lanzado hacia delante.
Michael no le hizo caso. Había un montón de explicaciones razonables por las que el avión y el helicóptero podían regresar tan pronto a la isla, pero hasta que no le dijeran lo contrario, no podía dejar de suponer lo peor.
Al viajar a tanta velocidad, el Jeep llegó a la pista de aterrizaje antes que el avión. El helicóptero acababa de tocar tierra cuando Michael apretó los frenos.
—¿Qué ha ocurrido? —preguntó cuando la gente empezó a salir de la parte trasera del helicóptero.
No reconoció a la primera mujer que apareció. Ésta miró alrededor de la pista, desorientada y asustada. El ruido del motor y de las palas del rotor hacía difícil que pudiera oír lo que estaba pasando. Sabía que alguien le estaba gritando, pero no podía ver quién ni dónde estaba.
—¿Qué ha pasado? —repitió Michael a gritos, agarrándola y dándole la vuelta. Miró desesperado su cara pálida y desconcertada.
—La valla cayó —jadeó la mujer. Su respiración era difícil y asmática. Michael aflojó la presa, dándose cuenta de que la estaba asustando—. La valla cayó y entraron —repitió—. Cientos.
Michael se volvió y miró a Richard, que caminaba hacia él.
—Debió de ser el ruido que hicimos cuando aterrizamos —explicó—. Las malditas cosas se volvieron locas y consiguieron tumbar parte de la valla. Se ha estado cociendo durante semanas. Todo el ruido que hicimos hoy les hizo dar el paso.
—¿Habéis conseguido traer a todo el mundo? —preguntó Donna.
Michael cerró los ojos y dejó caer la cabeza, casi demasiado asustado para escuchar la respuesta. Sabía que no había espacio suficiente en el avión para todo el mundo.
—Tuvimos que dejar atrás a algunos —admitió Richard en voz baja—. No había suficiente sitio. No hubiéramos podido despegar si hubiéramos subido a alguien más.
—Siempre dijimos que sería necesario otro vuelo después de éste —comentó Jackie Soames al borde de las lágrimas, rodeando el helicóptero y uniéndose a los demás.
—Intentaré volver mañana —continuó Richard—. Dios sabe cómo voy a aterrizar con miles de esas criaturas moviéndose por todos lados, pero...
Su voz quedó ahogada por el ruido ensordecedor del avión que estaba aterrizando detrás de él. Los nervios ya de por sí frágiles de Keele habían quedado destrozados por los acontecimientos de las últimas dos horas, y ahora estaba intentando mantener el control. Su descenso era demasiado pronunciado y demasiado rápido. El avión golpeó el suelo y rebotó fuera de la pista antes de caer de nuevo, deteniéndose finalmente en un ángulo extraño sobre la hierba a casi veinte metros más allá del final de la pista de asfalto. Tras una breve pausa se abrió la escotilla. Keele medio saltó y medio cayó y se fue tambaleando, mientras sus pasajeros salían detrás de él.
—Ha sido una jodida pesadilla —gritó Jack Baxter a las rachas de viento mientras corría por la pista hacia Michael y los demás—. Dios santo, no hemos tenido la más mínima posibilidad. Estaban encima de nosotros antes de que nos diéramos cuenta de lo que había ocurrido.
Michael no estaba escuchando. Apartó a Jack para acercarse al avión, abriéndose paso a través de la corriente de personas asustadas que venían en dirección contraria. Otras aún seguían bajando a la pista (Jean Taylor, Stephen Carter y otros), pero no había ni rastro de Emma. Se detuvo a menos de un metro de la escotilla, miró y esperó. Más gente (Sheri Newton, Jo Francis), y después se detuvo el flujo de supervivientes. Avanzó un poco más y se inclinó hacia el interior, desesperado por verla. Tenía que estar allí. Pero el avión estaba vacío. Presa ahora del pánico, se dio la vuelta y corrió de regreso hacia la zona donde se habían reunido los asustados supervivientes sobre la pista de aterrizaje. Quizá no la había visto. La debería haber visto. Debía haber pasado justo a su lado.
Donna se dio cuenta de que Michael se acercaba y tiró del brazo de Richard Lawrence para llamar su atención.
—¿Dónde demonios está? —exigió Michael—. ¿Dónde está Emma?
—Lo siento, colega —se disculpó Richard, tragando con fuerza—, sigue en el aeródromo. No podíamos traer a todo el mundo sin...
—Vuelve esta noche.
—No puedo. No lo entiendes, Michael, todo el lugar está lleno.
—Iré contigo —insistió Michael angustiado, sin escuchar lo que le estaba diciendo Richard—. Nos vamos ahora mismo.
—No, Michael —intervino Donna, en un intento por contenerlo.
Él la apartó.