Zona zombie (26 page)

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Authors: David Moody

Tags: #Terror

Con las piernas temblorosas, Keele se agachó y escupió hacia las hierbas altas que tenía a sus pies, intentando aclararse la boca del sabor agrio del vómito. «Esto es una estupidez», pensó. Tenía cientos de horas de vuelo a sus espaldas, así que ¿por qué se sentía tan aterrorizado ante ese vuelo? Volar hasta la isla debía ser mucho más fácil que sus vuelos anteriores: excepto por el helicóptero, los cielos estaban completamente vacíos. ¿Era la responsabilidad de llevar tantos pasajeros y que confiasen en él lo que le provocaba el nerviosismo? Ésa podría haber sido la razón. En su trabajo de piloto de un avión de arrastre en un club de vuelo sin motor, casi siempre había volado solo y no se tenía que preocupar de nadie en cuanto el piloto que llevaba detrás se había soltado. La primera mañana había estado solo, arrastrando el cuarto de cinco planeadores, cuando empezaron a caer como piedras, desapareciendo del cielo a su alrededor.

«Contrólate», pensó. Súbitamente decidido, respiró hondo y caminó hasta el borde del edificio, pero entonces se detuvo y volvió atrás al ver el avión. Se aplastó contra la pared, con un sudor frío y nervioso que le perlaba de nuevo la frente. Lo tenía que hacer. Tenía que obligarse a hacerlo. No tenía alternativa. No importaban todos los demás; si no subía a ese maldito avión y lo pilotaba, él también se quedaría atrapado en el aeródromo.

—¡Por fin! —Richard Lawrence sonrió cuando Keele pasó decidido a su lado—. Aquí llega. ¿Te sientes bien, Tuggie?

Keele no lo oyó, concentrado en superar su miedo y en llevar a cabo la tarea que tenía por delante. Richard miró a Cooper y se encogió de hombros.

—No le presiones —dijo Cooper—, al menos está aquí. Mientras ponga ese maldito avión en el aire, no me importa cómo se encuentre.

Contemplaron como Keele subía a la cabina del avión y empezaba a realizar nervioso las comprobaciones previas al despegue. En la parte trasera de la nave, doce supervivientes igual de nerviosos estaban en sus asientos con los cinturones abrochados y rodeados —desde hacía ya más de media hora— de todas las bolsas y cajas de suministros útiles que habían conseguido meter con seguridad dentro del avión. Cinco personas más, incluidas Donna y Clare, salieron del edificio de oficinas. Con el brazo sobre los hombros de Dean McFarlane, de sólo ocho años, la persona más joven que seguía viva, Clare emprendió la marcha hacia el avión.

—Cuídate cuando llegues —le gritó Jack desde su sitio al borde de la pista.

—Lo haré. —Clare sonrió, ocultando sus nervios—. Te enviaré una postal. ¡Te explicaré cómo es el lugar!

—No te molestes —contestó Jack—. ¡Estaré contigo antes de que llegue la postal!

Keele salió de la cabina del avión. Bajó de nuevo a la pista y revisó todo lo largo del avión y después miró hacia el cielo, preparándose psicológicamente para el vuelo. Richard Lawrence se volvió y habló con Donna.

—Parece que estamos preparados —comentó, cogiéndola por el brazo y empujándola suavemente hacia delante—. Por favor, sube a bordo.

Donna fue hacia el helicóptero, donde la esperaban otros tres supervivientes. Cooper se la quedó mirando mientras se alejaba. Richard captó su preocupación.

—Todo irá bien —comentó—. En cuanto abandone el suelo, Keele recuperará su aplomo.

—O eso o se hace picadillo. ¿Y si pierde los nervios?

—Entonces, el vuelo será muy corto. Y yo me pasaré la próxima semana volando ida y vuelta entre este agujero y la jodida isla.

Keele se estaba acercando a ellos.

—¿Preparado? —le preguntó Cooper.

—Supongo —contestó, aunque su voz no parecía nada segura.

—¿Sabes adónde vas, verdad Keele? —comprobó Richard por enésima vez. Mejor prevenir que curar.

—Lo sé.

—No deberías tener problemas para encontrar el sitio. Si ocurre lo peor de lo peor, dirígete hacia la costa este y después vira hacia el norte hasta que encuentres la isla. Verás el humo y la gente, y ellos te verán antes de que puedas...

—Lo sé —le interrumpió Keele—. Ya me lo has explicado.

Cooper y Richard intercambiaron una mirada rápida, ambos aún con dudas sobre el estado mental del piloto y su capacidad para volar.

—Pongámonos en marcha —les animó Cooper.

Keele corrió de vuelta al avión.

—Deberíamos estar de vuelta a última hora del día —gritó Richard por encima del hombro mientras se encaminaba hacia el helicóptero. Se detuvo y se dio la vuelta para mirar a Cooper y Jack—. Calculo que hacia media tarde. Hacedme un favor y aseguraos de que todo el mundo está listo para irnos a primera hora de la mañana. Quiero que esto se haga con rapidez, ¿vale?

—De acuerdo —contestó.

Jack y Cooper, de repente las únicas personas que quedaban en el exterior, se alejaron de la pista cuando primero Richard y después Keele arrancaron los motores de sus aeronaves. Un aumento súbito del viento y del ruido acompañó el despegue del helicóptero, que se elevó y rodeó con elegancia el aeródromo, provocando que las masas putrefactas al otro lado de la alambrada perimetral fueran presas de un ataque de frenesí. Keele empezó el recorrido por la pista y entonces aumentó la velocidad. Richard se elevó a gran altura y contempló cómo el otro piloto convenció con cuidado al avión para que abandonara el suelo y después lo elevó en el cielo. Unos saltitos nerviosos y subió con rapidez y potencia hacia las nubes grises.

Al borde del aeródromo, el cuerpo de Kelly Harcourt se empezó a mover. La soldado muerta seguía donde había caído casi dos días antes. Ahora, empezando en lo más profundo del cerebro del cadáver, y mostrándose primero en la misma punta de sus dedos fríos y entumecidos, estaba empezando la transformación.

Se extendió con rapidez por todo el cuerpo. El movimiento fue aumentando gradualmente hasta que se abrieron con lentitud sus ojos muertos y velados, y el torso y los brazos torpes se animaron de nuevo. Con movimientos extraños y descoordinados, el cuerpo se puso a cuatro patas, y después se puso en pie y empezó a tambalearse hacia delante. Tropezó con la hierba alta y siguió en movimiento hasta que se precipitó contra la valla fronteriza.

Imitando la reacción básica de los miles de cadáveres que se habían levantado antes del suelo y habían empezado a andar de esa forma, la carcasa que una vez fue Kelly Harcourt se dio la vuelta e intentó alejarse. Pero no se podía mover. Estaba atrapada, agarrada con fuerza desde atrás por las manos engarfiadas de numerosos cadáveres putrefactos que se encontraban al otro lado de la valla. Ya de por sí agitados a causa del ruido del avión y del helicóptero que sólo unos momentos antes volaba bajo por encima de sus cabezas, la resurrección de la soldado muerta había provocado más de las mismas reacciones básicas y brutales. Las más diestras de las criaturas consiguieron meter sus dedos descompuestos a través de la tela metálica y agarrar el cabello del cadáver, la ropa y cualquier otra cosa que pudieran coger. Los cadáveres tiraban y arrastraban los restos de la soldado, intentando acercarla de nuevo a la valla, sin comprender que la tela metálica se lo estaba impidiendo. Al final, los torpes dedos perdieron el agarre y se escurrieron, lo cual permitió que el cadáver se pudiera alejar en la dirección opuesta.

Al otro lado de la valla, justo a la derecha del lugar en el que el cuerpo de Kelly se había visto brevemente atrapado, otro cadáver estaba reaccionando de un modo muy diferente. Ocho semanas antes, esta criatura había sido un joven e inteligente gerente de unos grandes almacenes de ropa con un brillante futuro por delante. Ahora era una colección de huesos astillados y carne putrefacta cubierta de barro, medio desnudo y escuálido. A diferencia de la mayoría de la multitud enorme y bulliciosa, estaba empezando a mostrar señales de un control y una determinación reales. A diferencia de los que estaban allí ausentes o de los que golpeaban y arañaban a los demás cadáveres que tenían a su alrededor, aquel cuerpo estaba empezando a pensar. Presionado con fuerza contra la alambrada y rodeado de varios miles de criaturas por ambos lados y por un número similar a sus espaldas, sabía que se tenía que mover para sobrevivir. Al otro lado de la tela metálica podía vislumbrar el borrón oscuro del cuerpo de Harcourt alejándose y decidió que eso era lo que tenía que hacer. Agarró la tela metálica con manos frías y huesudas y empezó a agitarla. Todos los cadáveres a su alrededor empezaron a imitarlo.

35

Con Danvers Lye casi completamente despejada y la mayoría de la población muerta de Cormansey erradicada, el grupo de la isla se dispuso a revisar edificio a edificio para descubrir los últimos cadáveres que quedaban y después empezar a limpiar y desinfectar las casas.

Michael, Danny y Bruce habían llevado el Jeep hasta la punta más meridional de la isla y estaban empezando a regresar lentamente hacia el norte a lo largo de la sencilla red de carreteras. Ya habían limpiado y vaciado una casa, y ahora se estaban preparando para empezar con la segunda. En comparación con la penumbra del día anterior, la mañana era brillante, seca y cálida. Las condiciones eran buenas y podían ver el siguiente edificio desde una cierta distancia. Su fachada de ladrillos rojos contrastaba con su entorno predominantemente verde, marrón y gris.

Michael detuvo el todoterreno delante de la casa, que tenía un jardín pequeño y cuadrado, rodeado por una valla. Los tres hombres cruzaron la carretera y atravesaron el corto sendero del jardín hasta llegar a la puerta principal. Se detuvieron para valorar la situación antes de aventurarse en el interior. Por muchos cuerpos que hubieran encontrado y liquidado antes, cada nuevo descubrimiento era diferente del anterior y casi siempre era inquietante. Michael descubrió que le resultaba especialmente difícil ocuparse de los cadáveres que encontraba en sus propios hogares, quizá porque los cadáveres en las calles tenían la peculiaridad del anonimato y el distanciamiento de su entorno. Por el contrario, cuando se encontraba con un cadáver que había muerto rodeado de sus pertenencias, instintivamente intentaba unir los detalles de una vida truncada de una forma tan abrupta. Ver lo que habían sido esas personas hacía que fuera muchísimo más difícil pensar en ellas sólo como trozos de carne fría y muerta.

—Escuchad —susurró cuando se encontraron delante de la puerta.

Danny se acercó un poco más. Podían oír algo que se movía en el interior de la casa. Bruce miró a través de las ventanas delanteras, primero en la cocina y después en la sala de estar. Podía ver los restos de un cuerpo tendido en el suelo al lado de un sillón, así como sombras y señales difusas de movimiento en el quicio de una puerta más al fondo. Si había un cadáver moviéndose por la casa, se encontraba en el vestíbulo, atraído sin duda por el repentino ruido de su llegada.

—No puedo ver gran cosa, Mike —comentó Bruce desde cierta distancia—. Lo más seguro es que sólo haya uno o dos ahí dentro. Vamos a por ellos.

Michael empujó la puerta, que se abrió con facilidad hacia dentro. Instintivamente dio un paso atrás cuando el único ocupante en movimiento de la casa surgió de las sombras y se lanzó hacia él. El corazón le dio un vuelco. Ésa era una de esas ocasiones devastadoras en las que descubría que le resultaba casi imposible pensar en los cadáveres como objetos. A veces, la magnitud de la tragedia aún lo cogía por sorpresa. A veces, aún dolía. Se apartó a un lado mientras los restos descompuestos de un niño pequeño se tambaleaban hacia él. El pobre chico, que le llegaba a la cintura, no podía tener más de cinco o seis años cuando murió. Eso si era un niño, porque el cuerpo se había deteriorado tanto que ni siquiera podía estar seguro. Se siguió acercando con aquella forma de andar extraña y habitual y con la determinación inútil de los muertos. Lo miró con sus ojos fríos y vacíos. Pensó que resultaba curioso ver cómo los muertos habían eliminado todo rastro de individualidad de los restos de la población. Esta cosa tenía la apariencia y se comportaba como todos los demás cuerpos que tenían el doble de su tamaño y eran mucho más viejos.

Danny Talbot dio un paso al frente y, con un gruñido repentino de esfuerzo y violencia, cortó el delgado cuello del cadáver con un hacha de mano. Le costó cinco golpes certeros y duros causar el daño suficiente en la cabeza y la columna vertebral para que el cadáver se dejase de mover. Cayó a los pies de Michael, que se arrodilló a su lado.

—¿Estás bien? —preguntó Bruce.

Michael asintió. Aguantando la respiración, intentando hacer caso omiso del hedor asfixiante del cuerpo infestado de insectos, lo recogió, lo sacó del jardín y lo dejó a un lado de la carretera. Lo depositó en el arcén de hierba, listo para ser recogido y quemado más tarde. Eso era todo lo que quedaba ahora de ese pobre niño, pensó con tristeza mientras contemplaba lo que quedaba de su cara. Los gusanos se arrastraban bajo la piel, haciendo que pareciera que cambiaba de expresión. Ese chico no acabaría nunca la escuela. Nunca pasaría por la adolescencia. Nunca experimentaría su primer beso, ni se marcharía de casa, ni conseguiría un trabajo, ni sería padre. Ni éxitos. Ni fracasos. Nada.

Cuando Michael se puso en pie de nuevo, Bruce y Danny ya habían entrado en la casa. Él los siguió.

—¿Algo más aquí dentro? —preguntó.

El hedor en la casa cerrada era típicamente repugnante y sobrecogedor.

—Creo que sólo ése —respondió Bruce, señalando el cadáver sobre la alfombra de la sala de estar que había visto desde fuera.

Podía oír a Danny en el piso de arriba revisando los dormitorios. Unos segundos más tarde, bajó corriendo la escalera, su rostro sonrojado a causa del esfuerzo repentino.

—Despejado —jadeó.

Bruce agarró las muñecas huesudas del cadáver tendido en la habitación y lo arrastró hasta el vestíbulo. Presumiblemente, la madre del niño muerto estaba bien preservada al encontrarse en un ambiente seco y relativamente constante. Dejó a su paso el rastro oscuro y pegajoso de la descomposición en la alfombra.

La casa fría y llena de ecos era modesta y convencional. El olor a moho y la falta de ventilación daban al edificio una atmósfera antigua y parecida a un museo. Michael miró a su alrededor.

—¿Estás seguro de que estás bien? —le preguntó Bruce después de regresar al interior tras tirar el cuerpo al lado del cadáver del niño—. Esta mañana te encuentras a kilómetros de distancia.

—Eso me gustaría —respondió con rapidez.

Hoy se sentía diferente, no lo podía negar. Tenía una sensación extraña de anticlímax y decepción. Se preguntaba si sería porque poco a poco se iba dando cuenta de las limitaciones de la isla. Aunque se podía convertir sin duda en un lugar seguro y protegido, también se podía transformar en un ambiente limitado y agobiante. Su aislamiento y localización remota iban a dificultar inevitablemente que crecieran y ampliaran con facilidad su pequeña comunidad. Ya estaba claro que Cormansey nunca se iba a convertir en el paraíso que él y todos los demás habían soñado ingenuamente que iba a ser. Allí nada iba a ser fácil, eso estaba garantizado, pero de todas formas nada iba a ser fácil en ninguna parte. Quizás hoy parecía todo peor porque ayer se pasó demasiado tiempo pensando en todo lo que había perdido.

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