Read 3001. Odisea final Online

Authors: Arthur C. Clarke

Tags: #ciencia ficción

3001. Odisea final (22 page)

"Puede ser que tengas razón, pero me gustaría concederle el beneficio de la duda".

"Les pido disculpas: prometí decir nada más que unas palabras. Pero estoy muy contento por haber recordado ese incidente: realmente creo que pone el mensaje de Halman en la perspectiva correcta: le está dando a la especie humana el beneficio de la duda...

"Ahora, revisen sus casquetes cerebrales, por favor. Este es un registro de alta densidad... lo más alto de la banda U.V., canal 10. Pónganse cómodos, pero asegúrense de estar en la visual. Aquí vamos...

35. Consejo de guerra

Nadie solicitó una reiteración del registro: una vez fue suficiente.

Se produjo un breve silencio cuando terminó la reproducción del registro. Después, la presidenta de la Comisión, doctora Oconnor, se quitó el casquete, se masajeó la reluciente calva y dijo con lentitud:

—Usted me enseñó una expresión de su época que parece muy adecuada ahora: esta es una lata llena de gusanos.

—Pero sólo Bowman... Halman... la abrió —intervino uno de los miembros de la Comisión—. ¿En verdad entiende la operación de algo tan complejo como el monolito... o toda esta trama no es más que el producto de su imaginación?

—No creo que tenga mucha imaginación —respondió Oconnor—, y todo encaja a la perfección, en especial la referencia a Nuevo Escorpión: supusimos que fue un accidente y, aparentemente, fue un... dictamen.

—Primero Júpiter... ahora Escorpión —dijo el doctor Kraussman, el distinguido físico al que todo el mundo consideraba como la reencarnación del legendario Einstein... Un poco de cirugía plástica, según se rumoreaba, también había ayudado. —¿Quién viene después?

—Siempre sospechamos —dijo la presidenta— que las AMT nos estaban vigilando. —Hizo una pausa durante un instante, para después agregar con pesadumbre:— ¡Qué mala, qué increíblemente mala, suerte que el informe final saliera justo después del peor período de la historia humana!

Se produjo otro silencio: todos sabían que al siglo XX a menudo se lo había calificado como "El siglo de la tortura".

Poole escuchaba sin interrumpir, mientras aguardaba a que surgiera algún consenso. No por primera vez, estaba impresionado por la calidad de la Comisión: nadie estaba tratando de demostrar una teoría que le agradaba ni anotarse puntos por su debate ni alimentar el propio egoísmo. Poole no pudo evitar la comparación con las discusiones, a menudo verdaderas reyertas, que había oído en su propia época, entre ingenieros y administradores de la Agencia Espacial, comisiones del Congreso y directivos de la industria.

Sí, era indudable que la especie humana había mejorado. El casquete cerebral no sólo ayudó a erradicar a los inadaptados, sino que también aumentó inmensamente la eficiencia de la educación. Y, sin embargo, también se había perdido algo: en esta sociedad había muy pocos personajes memorables. De improviso sólo pudo pensar en cuatro: Indra, el capitán Chandler, el doctor Khan, y la Dama Dragón como recuerdo nostálgico.

La presidenta permitió que la discusión fluyera suavemente en un sentido y en otro, hasta que todos tuvieran la oportunidad de decir lo que pensaban. Después empezó a efectuar el resumen:

—La primera pregunta obvia: "¿Con cuánta seriedad debemos tomar esta amenaza?" no merece que perdamos tiempo discutiéndola: aun si se tratara de una falsa alarma o de un error de interpretación, es potencialmente tan grave que debemos presumir que es real, hasta que tengamos evidencias absolutas que demuestren lo contrario. ¿Todos de acuerdo?

"Bien. Y no sabemos cuánto tiempo tenemos, así que debemos suponer que el peligro es inmediato. Quizá Halman tenga la capacidad de brindarnos alguna advertencia más, pero para ese entonces puede ser demasiado tarde.

"Así que lo único que tenemos que decidir es: ¿cómo protegernos contra algo tan poderoso como el monolito? ¡Miren lo que le ocurrió a Júpiter! Y, parece ser, a Nueva Escorpión...

"Estoy segura de que la fuerza bruta sería inútil, aunque quizá debamos contemplar esa opción. Doctor Kraussman, ¿cuánto se tardaría en fabricar una superbomba?

—Partiendo de la base de que todavía existan los diseños, con lo que las investigaciones no serían necesarias... pues, quizás unas dos semanas. Las armas termonucleares son bastante sencillas y utilizan materiales comunes y corrientes... ¡después de todo, volvieron a fabricarlas en el segundo milenio! Pero si lo que se busca es algo complejo, digamos una bomba de antimateria o un miniagujero negro... bueno, eso podría necesitar de algunos meses.

—Gracias. ¿Podría empezar la búsqueda? Pero, como ya dije, no tengo fe en que eso sirva: con seguridad, algo que puede manejar tales poderes también debe de poder protegerse contra ellos, así que... ¿alguna sugerencia?

—¿Podemos negociar? —preguntó uno de los consejeros, no con muchas esperanzas.

—¿Con qué... o con quién? —contestó Kraussman—. Como ya hemos descubierto, el monolito es, en lo esencial, puro mecanismo, que hace aquello para lo que se lo programó. A lo mejor, el programa tiene cierto grado de flexibilidad, pero no hay manera de saberlo y, por cierto, no podemos acudir a la casa matriz; ¡está a medio millar de años luz de nosotros!

Poole escuchaba sin interrumpir: no había cosa alguna con lo que pudiera colaborar en la discusión y, en verdad, mucho de lo que se decía estaba fuera de su alcance. Empezó a experimentar una insidiosa sensación de depresión. "¿Habría sido mejor", se preguntó, "no transmitir esta información? Entonces, si se tratara de una falsa alarma, nadie se sentiría peor y, si no lo fuera... pues, la humanidad seguiría teniendo paz espiritual, ante cualquier ineludible destino fatal que la aguardara."

Todavía estaba rumiando esos lúgubres pensamientos, cuando se sintió súbitamente alertado por una frase que le era familiar.

Un silencioso miembro de poca monta de la Comisión, con un nombre tan largo y difícil que Poole nunca pudo recordarlo, y mucho menos pronunciarlo, acababa de dejar caer intempestivamente dos palabras en la discusión:

—¡Caballo de Troya!

Se produjo uno de esos silencios a los que generalmente se describe como "elocuente"; después, un coro de "¿por qué no pensé en eso?", "¡Muy buena idea!", hasta que la presidenta, por primera vez en la sesión, tuvo que llamar al orden.

—Gracias, profesor Thirugnanasampanthamoorthy —dijo la doctora Oconnor, sin perder el compás—. ¿Querría ser más específico?

—Claro que sí. Si el monolito, en verdad, es esencialmente, como todos parecen creer, una máquina sin conciencia y, por eso, con nada más que una capacidad limitada de autovigilancia, puede ser que ya tengamos las armas que la pueden derrotar. Bajo llave en la bóveda.

—Y un sistema de despacho... ¡Halman!

—Precisamente.

—Un momento, doctor T. Nada sabemos, absolutamente nada, sobre la arquitectura del monolito: ¿cómo podemos estar seguros de que cualquier cosa que nuestra primitiva especie haya podido diseñar será efectiva contra él?

—No podemos, pero recuerden esto: no importa lo complejo que sea, el monolito tiene que obedecer con exactitud las mismas leyes universales de la lógica que Aristóteles y Boole formularon hace siglos. Esa es la razón por la que puede... ¡
no, debe
! ser vulnerable a las cosas que están encerradas en la bóveda. Tenemos que armarlas de manera tal que una, por lo menos, funcione. Es nuestra única esperanza... a menos que alguien pueda sugerir una alternativa mejor.

—Disculpen —intervino Poole, perdiendo por fin la paciencia—, ¿tendría alguien la gentileza de decirme qué es y dónde está esta famosa bóveda de la que estamos hablando?

36. La cámara de horrores

La historia está llena de pesadillas, algunas naturales, otras creadas por el hombre.

Hacia fines del siglo XXI, a la mayoría de las naturales —viruela, peste bubónica, sida, los horribles virus que acechaban en la selva africana— se las había eliminado o, cuando menos, puesto bajo control, merced a los avances de la medicina. Sin embargo, nunca fue sensato subestimar el ingenio de la Madre Naturaleza, y nadie dudaba de que el futuro seguiría reservando desagradables sorpresas biológicas para la humanidad.

En consecuencia, pareció ser una precaución inteligente conservar algunos especímenes de todos esos horrores para el estudio científico... guardados con todo cuidado, claro está, para que no existiera la posibilidad de que escaparan y volvieran a hacer estragos en la especie humana. Pero, ¿cómo se podía tener absoluta seguridad de que no había peligro de que eso ocurriera?

Hubo, comprensiblemente, mucho alboroto a fines del siglo XX, cuando se hizo la propuesta de conservar los últimos virus de viruela conocidos en centros para control de enfermedades de Estados Unidos y Rusia. No importa lo improbable que pudiera ser, existía una probabilidad finita de que se pudieran liberar como consecuencia de accidentes tales como terremotos, fallas de los equipos... o hasta deliberado sabotaje por parte de grupos terroristas.

Una solución que satisfizo a todos (salvo a unos pocos extremistas que gritaban "¡Conserven el yermo lunar!") consistió en enviar los virus a la Luna y mantenerlos en un laboratorio ubicado al final de un pozo de un kilómetro de largo, practicado en la aislada montaña Pico, uno de los rasgos más destacados del Mar de las Lluvias. Y aquí, en el curso de los años, se les unieron algunos de los ejemplos más sobresalientes de ingenio humano mal empleado... en verdad, de demencia.

Había gases y nieblas que, aun en dosis microscópicas, causaban la muerte lenta o instantánea. A algunos los habían creado devotos religiosos que, aunque mentalmente desviados, se las habían arreglado para adquirir considerables conocimientos científicos. Muchos de ellos creían que el fin del mundo estaba al alcance de la mano (cuando, claro está, sólo sus seguidores se salvarían). En el caso de que Dios fuera lo suficientemente distraído como para no comportarse según lo programado, quisieron asegurarse de que podían rectificar Su desafortunado descuido.

Las primeras embestidas de estos letales fanáticos se llevaron a cabo sobre blancos tan vulnerables como subterráneos llenos de gente, ferias mundiales, estadios deportivos, espectáculos de artistas populares... decenas de miles fueron muertos y muchos más quedaron heridos antes de que la locura fuera puesta bajo control a comienzos del siglo XXI. Como ocurre a menudo, no hay mal que por bien no venga, porque eso forzó a los organismos mundiales de mantenimiento de las leyes a que cooperasen como nunca antes. Hasta los Estados disidentes que habían fomentado el terrorismo político fueron incapaces de tolerar esa variedad aleatoria y completamente impredecible.

Los agentes químicos y biológicos utilizados en esos ataques, así como en formas más primitivas de guerra, se unieron a la colección mortal de Pico. Sus antídotos, cuando existían, también se guardaron con ellos. Se tenía la esperanza de que nada de ese material volviera a preocupar a la humanidad... pero todavía estaba asequible, bajo una fuerte guardia, por si se lo necesitara en una emergencia desesperada.

La tercera categoría de artículos conservados en la bóveda de Pico, aun cuando se los podía clasificar como pestes, nunca había matado ni herido a alguien, no en forma directa. Nunca existieron antes de fines del siglo XX, pero en el término de unas pocas décadas habían hecho daños por un valor de miles de millones de dólares y, a menudo, arruinaban vidas de un modo tan efectivo como podía haberlo hecho cualquier enfermedad del cuerpo. Eran las enfermedades que atacaron al servidor más moderno y más versátil de la humanidad, la computadora.

Con su nombre extraído de los diccionarios de medicina —virus, priones, tenias— eran programas que con frecuencia imitaban, con precisión sobrenatural, el comportamiento de sus parientes orgánicos. Algunos eran inofensivos, poco más que bromas juguetonas pensadas para sorprender o divertir a los operadores de las computadoras, al presentarles, en pantalla, mensajes e imágenes inesperados. Otros eran mucho más malignos, agentes diseñados de manera deliberada para crear catástrofes.

En la mayoría de los casos, su propósito era por completo mercenario: eran las armas que delincuentes de alto vuelo utilizaban para extorsionar a Bancos y empresas comerciales, que ahora dependían totalmente de la operación eficaz de sus sistemas electrónicos para procesamiento de datos. Ante la amenaza de que sus Bancos de datos fueran borrados en forma automática en una fecha dada, a menos que transfirieran unos cuantos megadólares a un anónimo número fuera del país, la mayoría de las víctimas decidía no correr el riesgo de sufrir un desastre que muy bien podía ser irreparable. Pagaban en silencio: a menudo, para evitar la vergüenza pública o, inclusive, privada, sin informar a la Policía.

Este comprensible deseo de mantener los hechos en privado facilitaba que los salteadores de caminos informáticos llevaran a cabo sus asaltos electrónicos y, aun cuando se los capturase, recibían un tratamiento delicado por parte de los sistemas jurídicos, que no sabían cómo manejar delitos tan novedosos y, después de todo, no habían herido a nadie, ¿no? En verdad, después de haber cumplido sus breves sentencias, a muchos de los perpetradores los contrataban sus víctimas sin hacer alharaca, siguiendo el antiguo principio de que los cazadores furtivos son los mejores guardabosques.

A esos delincuentes informáticos sólo los guiaba la codicia y, por cierto, no deseaban destruir las empresas de las que podían abusar: ningún parásito sensato mata a su hospedante. Pero estaban en acción otros enemigos de la sociedad, y mucho más peligrosos...

Por lo común eran individuos inadaptados —típicamente, varones adolescentes— que trabajaban en absoluta soledad y, por supuesto, en completo secreto. Su objetivo era crear programas que sencillamente crearan estragos y confusión, una vez que se hubieran difundido por todo el planeta a través del cable de alcance mundial y de las redes de radio o en portadores físicos como discos flexibles y laséricos compactos. Después disfrutaban del caos sobreviniente, regodeándose en la sensación de poder que eso proporcionaba a sus lastimosas psiquis.

A veces, a esos genios pervertidos los descubrían y adoptaban los organismos de inteligencia de las naciones para sus propios fines secretos... que, por lo general, consistían en irrumpir en los Bancos de datos de sus rivales. Esa era una línea de empleo bastante inofensiva, ya que las organizaciones que intervenían tenían, por lo menos, un cierto sentido de responsabilidad cívica.

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