Authors: Ángel Gutiérrez y David Zurdo
Tags: #castellano, #ficcion, #epubgratis
La mirada de Ned expresaba que no comprendía las palabras de Aldrin.
—Para usted estará muy claro eso de la masa y la energía, y la singularidad que lo devora todo, pero yo no he entendido una palabra de lo que significa.
—Discúlpeme. No había caído en la cuenta de que usted no es científico… Se lo explicaré con palabras sencillas. Cuando se efectúa un salto temporal, pongamos un viajero, una persona, ésta abandona su espacio-tiempo y aparece en otra época. Si usted viaja a este mismo despacho retrocediendo dos horas en el tiempo, deja de estar aquí y ahora para estar allí, en aquel momento y en un lugar distinto al que ocupa en este instante.
—Pero… ¿No dice que viajo a este mismo despacho? Entonces cambia mi tiempo, aunque no mi posición.
—Suposición errónea. Cambia su tiempo y cambia su posición. El planeta Tierra se mueve a más de treinta kilómetros por segundo. Se trata de un movimiento inercial, es decir, sin aceleración, y por eso no lo notamos. Es como caminar por un vagón de tren cuando está en movimiento a una velocidad constante. Resulta igual que si estuviera parado. Pero no lo está. En el caso de su viaje hacia atrás, para regresar a este despacho el viajero tiene que retroceder dos horas en el tiempo y variar su posición espacial al lugar que ocupaba este despacho hace esas dos mismas horas, a miles de kilómetros de aquí. ¿Lo comprende?
—Creo que sí…
—Bien. Pues cuando se produce el salto, su materia, los átomos que forman su cuerpo, dejan de estar aquí y aparecen allí. Se produce una disminución de masa aquí y un aumento allí. Como le decía, existe una ley física que dice que el universo contiene una cantidad fija de materia-energía. La masa se transforma, pero no desaparece.
—Eso sí lo conozco. Ignoro el motivo, pero lo he leído.
—El motivo ahora es lo de menos. El hecho es que funciona así. Al darse el salto, la violación de esa ley provocará, según Lightman, una singularidad en el espacio tiempo. Dicho de otro modo: un agujero negro. Su campo gravitatorio es tan inmenso que lo atrae todo a su alrededor y lo engulle. Ni siquiera la luz puede escapar a él.
—Ya veo… ¿Y lo de las unidades astronómicas?
—Eso es una medida de tamaño. La unidad astronómica es la distancia media entre el Sol y la Tierra, 149,6 millones de kilómetros. Es menor que el año luz o el pársec. Equivale a unos ocho minutos luz.
—Comprendo.
Ambos hombres se miraron sin decir nada más. El peligro era tan grande que poco había ya que hablar. Fue Aldrin quien rompió el denso silencio.
—¡Malditos…! Nos engañaron con lo de la Luna. Con el hallazgo del cofre. Con el mensaje de Lightman.
Ned pensó que de nada servía lamentarse. También, que, más allá de descubrir la verdad sobre lo ocurrido en la Luna en 1969, tenía ahora una responsabilidad mucho más importante. Una que era crucial para la supervivencia de todos los seres humanos y que habría preferido no tener que cargar sobre sus hombros. Pero el destino nunca nos pide permiso para implicarnos en sus designios.
—Tengo que encontrar a Lightman —dijo Ned—. Si es que aún vive. Y debo convencerle de que abandone por completo sus investigaciones. Les engañaron a todos, sí, y a Lightman más que a nadie. Hay que hacerle saber lo que él mismo provocará. La humanidad entera necesita que lo sepa.
—Espero que lo consiga, Horton. Y que Lightman se detenga. Por el bien de todos. Encuéntrelo y muéstrele las fotografías que me ha enseñado a mí. Explíquele el contenido de su propio mensaje a la Luna. Aunque usted no entienda bien lo que significa, él sí lo comprenderá. Eso es lo único que importa. Si está usted en lo cierto, que Dios le ayude. Porque si no logra que Lightman le haga caso, ya sabe lo que nos espera.
Cuando Ned se marchó de la residencia de Edwin Aldrin y cruzó la barrera de la urbanización, un coche oscuro apareció desde una esquina y comenzó a seguirlo a una distancia prudencial. Sus ocupantes fueron detrás de él hasta el centro de Los Ángeles. Allí observaron cómo dejaba su automóvil en el aparcamiento del hotel y entraba en la recepción. Esperaron en silencio unos minutos antes de poner en marcha su plan. Ned Horton había llegado demasiado lejos y eso era algo que no podían permitir.
Abandonaron el centro de la ciudad hacia los suburbios, hasta llegar a un edificio con aspecto destartalado. Uno de los hombres se quedó esperando en el coche mientras su compañero subía unas escaleras exteriores y llamaba a una de las puertas del segundo piso. Una hermosa mujer le abrió poco después y ambos desaparecieron en el interior del apartamento.
—¿Sólo tengo que liarme con ese tipo? —dijo la mujer, vestida con un camisón semitransparente que dejaba a la vista unos senos voluptuosos y un minúsculo tanga negro.
—Y ponerle esto en la bebida.
El hombre de negro le mostró un pequeño frasco de plástico, alargado y con un tapón en el extremo.
—¿Qué es?
—Una droga. Cuando la ingiera, disuelta en el líquido, perderá toda noción de la realidad. Entonces lo llevarás hasta su habitación, lo desnudarás y luego te pondrás sobre él en la cama, también desnuda. Sólo queremos hacerle unas fotos comprometedoras. Nada más. Y tú te llevarás un buen dinero por este pequeño favor.
—No me dijeron nada de ponerle una droga. Eso cambia las cosas. ¿Cómo sé que esa mierda no es un veneno o algo por el estilo? Quiero el doble de pasta. Diez mil no es suficiente.
—¿Veinte mil? Bien, no hay problema. Aquí tienes cinco mil. Después del trabajo te daré el resto.
La mujer miró al agente con desconfianza. Ella ignoraba si era de la mafia, un espía, un detective privado al servicio de una esposa despechada, o cualquier otra cosa. Y poco le importaba. Sólo quería asegurarse de que cumpliría su parte del trato.
—Quiero diez mil como adelanto. Ni un centavo menos.
—No llevo esa cantidad encima. Pero hagamos una cosa. Acepta estos cinco mil y te daré veinte mil más al acabar.
En el fondo, al agente le daba lo mismo ofrecerle veinticinco mil dólares que un millón. Para cobrarlo y disfrutarlo hay que estar vivo. Y esa mujer no lo estaría en poco tiempo.
—De acuerdo —aceptó ella por fin, después de sopesar la oferta—. Veinticinco mil en total.
El doctor Martin Lenard se despidió de Stephen Lightman en el aeropuerto. Su vuelo partía hacia Ginebra en unos minutos, y el profesor debía aún pasar el control de seguridad. En Suiza le esperaba la gloria científica: un experimento de altas energías en el mayor acelerador de partículas del mundo, que demostraría la viabilidad de los viajes temporales.
—Nos veremos a la vuelta —dijo Lightman antes de cruzar el arco detector de metales—. Queda usted a cargo del proyecto.
—Lo esperaré ansioso.
La respuesta de Lenard era tan falsa como su lealtad. Si las investigaciones del profesor eran acertadas, y la prueba en el CERN resultaba satisfactoria, Lightman nunca volvería a ocupar su puesto. Ya no lo necesitarían, y sólo supondría una carga y una amenaza. Su idea para evitar un mal uso del viaje en el tiempo había firmado su propia sentencia.
Tras despedir al profesor, Lenard volvió al coche que lo esperaba estacionado en el exterior de la terminal. Pidió al conductor que lo llevara de regreso a la base. Tenía una reunión con la persona de confianza del jefe militar del proyecto, la comandante Demelza Taylor.
Nada más llegar al Área 51, el automóvil recorrió las instalaciones hasta uno de los edificios próximos a la inmensa extensión de sal conocida como Groom Lake, situada al norte. Lenard bajó del coche y atravesó caminando una explanada de hormigón. A un lado había varios aviones de caza cerca de sus hangares.
—La comandante Taylor me espera —dijo Lenard a un soldado que montaba guardia en el acceso.
Lenard no se había dado cuenta de que la comandante estaba muy cerca, de espaldas, frente a un prototipo de bombardero invisible. Al oírle se volvió hacia él.
—Sígame —dijo en un tono que no admitía réplica.
No quería que hablaran allí. Incluso en el lugar más secreto del mundo, los secretos deben ser preservados. Y lo que estaban resueltos a hacer con Lightman estaba fuera del conocimiento del mismísimo presidente de la nación. Cruzaron juntos la nave hasta la zona del fondo, donde había varias pequeñas dependencias para los pilotos de pruebas. Entraron en una de ellas y Taylor cerró la puerta.
—Lightman ha salido ya hacia Suiza —dijo Lenard—. Acabo de dejarlo en el aeropuerto.
—Bien… Ahora explíqueme con detalle qué le contó.
La comandante no era una científica. Lenard necesitó unos segundos para encontrar el tono en que debía dar las explicaciones para que pudiera entenderlo.
—El profesor fue el primero en darse cuenta de que un viaje al pasado podría ser desastroso. Por eso ha quedado prohibido en las eventuales actividades de la NTTA. El resto de directrices garantizan que el uso de los viajes en el tiempo sea pacífico, altruista, justo…
—Todas esas buenas intenciones son cínicas. Nunca se cumplen, por necesidades superiores o razones de estado. A veces, incluso, por caprichos de quien tiene el mando.
—Estoy seguro de ello. Pero Lightman ha ideado un plan para anular esa posibilidad, contraviniendo su propia norma de no realizar nunca saltos al pasado. Si lo juzga necesario, su intención es hacer uno solo de esos saltos. A la época en que era un joven científico que aún no había iniciado sus verdaderas investigaciones sobre los viajes en el tiempo, pero sí reflexionado sobre ello lo bastante para comprender lo que, desde el futuro, se comunicaría a sí mismo. Se advertiría así del peligro antes de comenzar su trabajo, para que el viaje en el tiempo nunca llegara a convertirse en una realidad.
—No podemos someternos a esa amenaza. Eso ya está decidido. Sin embargo, el plan de Lightman es extremadamente brillante.
Como todo militar cargado de responsabilidades, la comandante Taylor encarnaba en sí misma una mezcla apabullante de ideal de servicio y falta de escrúpulos en el cumplimiento del deber. Lo que Lightman podía llegar a hacer era inaceptable. Y la mejor opción para evitarlo era, sin duda, eliminar al profesor.
—Debemos aprovechar las idas de Lightman en nuestro propio beneficio —dijo la comandante—. Informaré a mis superiores para que se establezca un protocolo que nos permita evitar, sin riesgos, el atentado del 11-S. Supone una vergüenza para Estados Unidos. Es el mayor golpe que hemos recibido en nuestro territorio en toda la existencia de la nación. Ese hecho debe ser borrado de la historia.
—Permítame una sugerencia al respecto, comandante. Si establecemos una base temporal antes de esa fecha fatídica, y exploramos desde allí el futuro para confirmar que no hay influencias significativas por nuestra mera presencia…
El científico iba demasiado rápido para la comandante. Le cortó para que le aclarara el significado de sus palabras.
—¿A qué se refiere con «influencias significativas»?
Lenard buscó en su memoria un ejemplo válido.
—¿Conoce usted la obra de Isaac Asimov? En uno de sus libros, un explorador del pasado mata por error a una mariposa. Eso, que parece trivial, muchos milenios después provoca cambios gigantescos.
—Algo he oído —dijo Taylor, con aire desdeñoso.
—Se denomina teoría del caos. Lo que nos parece un cambio despreciable, por lo ínfimo, puede desembocar, con la concatenación de sucesos, en alteraciones imprescindibles y muy importantes.
—Comprendo… Explíqueme entonces otra vez cuál es su sugerencia.
—Establecer esa base en el pasado, con un mínimo equipo humano, explorar el futuro para comprobar si algo importante ha cambiado y, de no ser así, ejecutar quirúrgicamente un plan que evite los atentados. La base tendrá ese único objetivo. No alterará así el futuro, que, en realidad, es nuestro pasado. De otro modo, los cambios introducidos podrían ser demasiado peligrosos. Se trata de un poder virtualmente ilimitado.
La última frase de Lenard impactó en la mente de la comandante. Un poder ilimitado era justo lo que los militares llevaban buscando desde el inicio de los tiempos: la superioridad bélica, estratégica, táctica, moral, sobre cualquier enemigo. Interno o externo. Un afán, ahora, al alcance de la mano.
Tumbado en la cama de su habitación, en el hotel, Ned jugueteaba distraídamente con su teléfono móvil. Tenía la mirada fija en la lámpara de techo que pendía sobre su cabeza. También pendían sobre ella un chorro de ideas y reflexiones turbadoras y emocionantes a la vez. Por muy apasionante que fuera su investigación, ésta acababa de dar un giro brutal, que la había convertido en toda una aventura. Una auténtica misión vital, como la de un agente secreto, destinada a evitar la aniquilación completa de la humanidad.
No lograba asumir en toda su magnitud ese hecho. Era demasiada responsabilidad. Parecía un mal sueño, una pesadilla de la que uno ansía despertar para volver a la acogedora realidad en la que el mundo está lleno de amenazas e injusticias, pero no peligra hasta el punto de poder destruirse por completo.
Durante varios minutos estuvo considerando llamar por teléfono a Olga y contárselo todo. Por un lado deseaba hacerlo, porque se lo debía, aunque por otro pensaba que era mejor para ella no saber lo mal que estaban las cosas. Finalmente tomó una decisión. Había prometido a Olga que hablaría con ella para explicarle cómo había ido su entrevista con Aldrin. Y eso es lo que hizo.
—Aldrin me ha confesado que les engañaron a él y a Armstrong —soltó Ned directamente, cuando ella contestó al teléfono con voz soñolienta—. Dentro del cofre había un mensaje para Lightman, pero él nunca lo recibió.
Al otro lado de la línea hubo un silencio. Olga trataba de procesar las palabras de Ned.
—¿Qué tipo de mensaje?
Aunque estaba medio dormida se daba cuenta de que Ned no parecía capaz de contarle los hechos de un modo ordenado e inteligible. Y siguió sin hacerlo.
—Sí, Olga. El cofre era como una botella con un mensaje en su interior. En lugar de lanzarlo al mar, Lightman se lo envió a sí mismo a través del espacio y el tiempo.
—¿Qué contenía el mensaje, Ned? ¿Por qué se lo envió a sí mismo al pasado? ¡Dímelo de una vez o me va a dar un infarto!
Las inconexas revelaciones de Ned no eran fortuitas. Las dudas sobre si revelarle o no toda la verdad a Olga lo habían asaltado de nuevo. Pero de nuevo también se decidió a compartirla con ella.