Authors: Ángel Gutiérrez y David Zurdo
Tags: #castellano, #ficcion, #epubgratis
—No me preguntes cómo, porque yo mismo no lo entiendo, pero al parecer en sus experimentos sobre el viaje en el tiempo se creaba, o se creará, o ya se ha creado… ¡Maldita sea, no lo sé! Un agujero negro, Olga. ¡Un agujero negro va a destruirlo todo…!
—¡¿Cómo…?!
Había angustia en esa exclamación. Muchos elementos cobraron sentido de pronto para ella. Tartamudeó antes de seguir hablando.
—Pero… entonces… Si él continúa con su investigación, ¿eso volverá a ocurrir?
—Pasando por alto las paradojas que todo esto supone, sí. El futuro está condenado a repetirse, aunque todavía no haya sucedido.
—¿Y qué podemos hacer?
—Tengo un plan. Se lo he contado a Aldrin y él está de acuerdo. Hay que descubrir si Lightman sigue vivo, cosa que ya no dudo, localizarlo y darle el mensaje que debieron haberle entregado hace cuarenta años. Espero que Lightman no me tome por un loco. Menos mal que tenemos las cintas de la Luna como prueba.
—¿Y cómo vas a encontrar a Lightman?
—No lo sé… Pero ya se me ocurrirá algo. Tengo contactos y algunas pistas.
—Quiero ayudarte a hacerlo. Voy a comprar un billete de avión por internet ahora mis…
—¡De eso nada! —la cortó Ned—. Es demasiado peligroso. Tengo que hacerlo solo. Tú me servirás de apoyo a distancia. Me comunicaré contigo regularmente.
—Pero…
—En serio, Olga, esto es mucho más que un trabajo periodístico. Si me pasara algo a mí, aún quedarías tú para evitarlo, ¿no te das cuenta?
Ella se mantuvo en silencio unos segundos. Luego suspiró.
—Supongo que tienes razón —dijo, con voz triste y dulce a la vez.
—Tengo que conseguir que Lightman se entere de lo que siempre debió saber —repitió Ned, más para sí mismo que para Olga.
La conversación terminó con palabras mutuas de cariño. Ned colgó y, acto seguido, abrió su libreta para ir anotando los pasos que debía dar en la búsqueda de Stephen Lightman. Dado que las más altas esferas del poder debían estar involucradas en haberlo mantenido al margen de su propio mensaje de advertencia, Ned no podía recurrir a ninguno de sus contactos «oficiales». La única ayuda válida que se le ocurría era la de la persona que le ayudó a infiltrarse en el Área 51. Pero eso había sido dos años atrás y las cosas no acabaron demasiado bien. Ni siquiera sabía si ella aún tenía acceso a la base secreta del desierto de Nevada.
Buscó su número de teléfono en la agenda. Su nombre era Karen Carpenter, como la famosa cantante de Connecticut. Su relación con ella había sido tormentosa. No le agradaba en absoluto llamarla de nuevo, pero ¿qué otra cosa podía hacer en aquella situación?
En cualquier caso, no era bueno precipitarse. Miró la hora. Casi las ocho de la tarde. No había cenado ni tenía ganas de hacerlo, pero necesitaba despejarse y recuperar un poco la calma. Se recordó a sí mismo el dicho que recomienda ir despacio cuando se tiene prisa, para evitar pasos en falso. Guardó las fotos de la Luna en la maleta, se aseó y bajó al restaurante.
Sin dejar de dar vueltas a las mismas ideas, buscando alternativas a Karen Carpenter, comió sin ganas algo más de medio sándwich. Luego, antes de regresar a la habitación, fue al bar del propio hotel y pidió un Jack Daniel’s con Coca-Cola. Una joven, a la que había visto cenando en una mesa frente a la suya, se sentó en un taburete próximo. Se había fijado en que lo miraba a menudo. En otras circunstancias habría sido más que suficiente para que intentara ligar con ella. Ahora, con el recuerdo de Olga en su mente, unido a la gravedad de la situación, ni se le pasó por la cabeza hacerlo.
Pero fue ella la que dio el primer paso. Se cambió de taburete para estar más cerca de Ned.
—¿Está ocupado? —le preguntó.
—Puede sentarse —dijo Ned desviando la mirada para evitar la conversación.
No lo logró.
—¿Está usted en Los Ángeles en viaje de negocios?
—Lo cierto es que… Algo parecido, sí.
—¿A qué se dedica?
Ned la miró con impaciencia, pero contestó a la pregunta.
—Soy periodista.
—Qué interesante. A mí me habría gustado dedicarme al periodismo. Siempre fue una de mis profesiones favoritas. Ya sabe, por las emociones.
Aquella joven exuberante, con un deje algo vulgar en la voz, tenía todo el aspecto de ser una buscona. Ned conocía muy bien a esa clase de mujeres. Si le hubiera dicho que era contable, le habría respondido lo mismo.
—Señorita, estoy un poco cansado…
Ella no iba a desistir, por más claro que dejara Ned que no tenía ánimos para flirtear. Estaban en juego los veinticinco mil dólares que le habían prometido por llevárselo a la cama. Ya antes de acercarse a él, la joven tenía escondido en su mano el frasco con la droga. Esperaba el momento propicio para echársela en la bebida. Pero decidió pasar a la acción antes de que fuera imposible hacerlo. Sus notables encantos femeninos y su fácil aproximación no estaban dando resultado. Hizo un gesto con el brazo que deslizó la correa de su bolso desde el hombro hasta que éste cayó al suelo.
El movimiento de Ned fue instintivo. Se agachó para recogerlo y en ese momento ella vació el contenido del pequeño frasco en su vaso. Cuando Ned se incorporó, con el bolso en la mano, las finas partículas de la droga se habían disuelto por completo en el líquido.
—Es usted muy amable —le agradeció ella.
No dijo nada más. Se mantuvo en silencio mientras Ned apuraba de dos tragos su bebida. Sólo al final, antes de que se marchara y para retenerlo hasta que la sustancia hiciera efecto, volvió a dirigirse a él.
—¿Qué clase de periodista es usted?
—De los buenos —contestó Ned secamente.
—Tengo que confesarle una cosa.
Su expresión seguía siendo seria, pero ella continuó hablando.
—Me he fijado en usted en el restaurante.
—He visto que me miraba, sí.
—También usted me ha mirado bastante. Sé que le agrado físicamente. Eso una mujer lo nota.
—Escúcheme, no quiero nada con usted. Y ahora debo irme.
Sin decir nada más, se levantó del taburete y se dirigió hacia la salida, que comunicaba el bar con la recepción del hotel. A la mujer le pareció que caminaba de un modo inseguro. Pero Ned desapareció en el interior de uno los ascensores.
No suponía ningún problema. A la joven le habían dicho el número de su habitación. Era la 308, en el tercer piso. Esperó unos minutos y luego subió sin dejar de pensar en sus veinticinco mil dólares.
Llamó a la puerta con la palma de la mano. No se oía ningún movimiento en el interior. Quizá su presa masculina hubiera perdido ya el conocimiento. Repitió la llamada y entonces oyó unos pasos. La puerta se abrió y el rostro de Ned apareció ante ella. Tenía los ojos enrojecidos y los párpados pesados.
—¿Qué quiere? —dijo en tono áspero pero débil, como embotado.
—Montarme en ti —fue la respuesta de la mujer, al tiempo que empujaba la hoja de la puerta sin que Ned pudiera resistir su ímpetu.
Al entrar y obligarle a retroceder, Ned se tambaleó y estuvo a punto de perder el equilibrio. Tuvo que apoyarse en una cómoda para no caer. Ella lo empujó de nuevo, y esta vez se desplomó sobre la cama. Ned era ya incapaz de hablar de un modo inteligible. No hacía más que balbucear palabras inconexas con los ojos semicerrados.
La mujer cerró la puerta y empezó a quitarse la ropa. Luego desnudó a Ned, que había perdido por completo el contacto con la realidad. Antes de sentarse a horcajadas sobre él, marcó el número almacenado en la última memoria de su teléfono móvil. No esperó respuesta. Simplemente lo guardó en su bolso tras comprobar que la llamada había sido interrumpida por el destinatario de la misma. Como estaba convenido.
Ned sólo estaba seguro de dos cosas: él no la había matado y aquel cuchillo manchado de sangre no era suyo.
A veces uno despierta, pero la pesadilla es real. Ned Horton había abierto los ojos con dificultad. Le dolía terriblemente la cabeza y se sentía desorientado. Desde el suelo, sin incorporarse apenas, miró a su alrededor. Estaba desnudo en medio de la habitación. Vio sobre la cama a la chica muerta. Se levantó para contemplarla de cerca. La visión de su garganta cercenada le hizo contener una náusea. Había visto muchos cadáveres en las numerosas guerras que cubrió en sus años de reportero. Algunos descuartizados u horriblemente mutilados. Pero nada podía prepararle a uno para eso. La joven descansaba con los ojos muy abiertos y el rostro desencajado, completamente desnuda como él, sobre un charco de sangre que rodeaba todo su cuerpo y empapaba las sábanas. El cuchillo estaba a un lado.
Ned hizo un esfuerzo por recordar. Aquella mujer era la preciosa joven que se acercó a él la noche anterior, en el bar del hotel. Recordaba haber charlado con ella mientras tomaba una copa. Nada más. Si habían subido juntos a la habitación, si habían hecho el amor, si había pasado algo más allá del bar y la música de jazz, eso no estaba almacenado en su memoria.
En ese momento sonó el teléfono de la mesilla de noche. El zumbido resonó en su cabeza como la explosión de una bomba.
Tuvo miedo de responder. Pero debía hacerlo. Si no, quizá pensaran que no estaba en la habitación y se presentaran a limpiar y cambiarle las sábanas. Se encontrarían un bonito panorama…
Casi a gatas, alcanzó el teléfono. Carraspeó antes de descolgarlo y luego trató de hablar con la voz lo más firme que fue capaz. Aún así, sonó débil y temblorosa.
—¿Sí?
—¿El señor Horton?
—Sí, soy yo.
—Le llamo de recepción. Están aquí dos agentes del FBI que desean hablar con usted.
La chica muerta. Dos agentes del FBI.
De pronto, Ned lo comprendió todo. Ahora sabía que aquello era una trampa. De algún modo habían averiguado que conocía la verdad sobre lo que los astronautas del Apolo XI encontraron en la Luna. Por eso le habían tendido aquella emboscada. Por eso le dolía tanto la cabeza y no era capaz de recordar lo que sucedió durante la pasada noche. Debieron de drogarle y luego asesinarla a ella. Ignoraba quién estaba detrás de aquello, pero, quienquiera que fuese, era capaz de matar para preservar el secreto.
Ahora la policía iba por él. El FBI. Tenía que pensar rápido. Estaba acorralado.
—Dígales que bajo enseguida, por favor.
La voz que sonó ahora al otro lado no era la perfectamente modulada de la recepcionista, sino una muy destemplada y grave, de un hombre.
—Horton, espérenos ahí. Nosotros subiremos.
Una súbita imagen inundó la mente de Ned mientras soltaba el auricular. Se vio tumbado en la cama, con la joven a horcajadas, haciendo el amor. Ella estaba con la espalda arqueada hacia atrás. Sus pechos sobresalían del resto de su cuerpo como cañones dispuestos para el combate. Dio un grito cuando él eyaculó, y después se arrojó hacia delante, sobre su torso.
Luego, el vacío total.
¿Debía quedarse o intentar huir? La indecisión lo dejó paralizado un instante. No era capaz de sopesar la mejor opción. Ambas eran malas. Quedarse suponía ser detenido y procesado. Huir, convertirse en un fugitivo. Si escapaba de los agentes… Sería como aceptar la culpa. Lo primero al menos le daría la opción de demostrar su inocencia, pero ¿quién le creería ante pruebas en apariencia tan apabullantes? Tenía que huir, sí.
Los pensamientos se entremezclaban atropellándose. Nuevas sensaciones e imágenes le llegaban como flases de cámara fotográfica: los labios dulces de la chica en los suyos, su ropa interior semitransparente, dos cuerpos que se entrelazan entre las sábanas, el aroma del placer, el tórrido calor de la pasión, la repentina oscuridad…
Echó un último vistazo a la habitación mientras se ponía a toda prisa los pantalones. No había tiempo de coger la maleta. Metió su documentación y las copias fotográficas de las grabaciones lunares en su mochila y salió al pasillo con la camisa a medio abotonar. Corrió hacia las escaleras. Estaban junto a una de las cajas de ascensores. Los otros quedaban enfrente. Se agachó detrás de la puerta, con la hoja ligeramente abierta para poder ver sin ser visto.
La campanilla de uno de los ascensores precedió a la aparición de un tipo trajeado. Lo vio de espaldas, avanzando hacia el pasillo en que quedaba su habitación. Seguramente era uno de los agentes del FBI. Eso fue lo que le extrañó. Sólo era uno. ¿Dónde estaba el otro? Si esperaba abajo a su compañero, le sería imposible abandonar el hotel sin que lo descubriera.
El agente, que avanzaba con paso decidido, se detuvo en seco. Levantó una mano y se tocó la oreja. Llevaba un comunicador.
—¡HORTON! —gritó mientras se giraba en redondo—. ¡Sé que está ahí!
El sistema de vigilancia del hotel debía de haber captado cómo Ned abandonaba la habitación. Era probable que el otro agente se hubiera quedado abajo precisamente por si intentaba huir.
A Ned sólo se le ocurrió hacer una cosa. A la desesperada. Sabía por experiencia propia que las decisiones impulsivas sólo tenían dos resultados posibles: o un éxito total o un fracaso estrepitoso. Descendió al piso inferior y buscó el hueco por el que el personal de limpieza arrojaba la ropa sucia a la lavandería. Levantó la puerta corredera y saltó dentro. Las cámaras del hotel lo habrían captado, por supuesto, pero aún así tendría una oportunidad de escapar desde el nivel inferior a algún callejón, antes de que pudieran cubrir esa salida.
El viaje hasta una pila de sábanas duró apenas unos segundos. En la caída se golpeó una rodilla con algún objeto metálico, y sintió un agudo dolor al aterrizar en el carro, a pesar de lo mullido de su contenido. Si no fuera por el golpe y porque estaba huyendo del FBI, le habría hecho soltar una carcajada la expresión del rostro de una gruesa mujer oriental que recogía la ropa sucia, y que quedó horrorizada ante su súbita aparición.
Ned aprovechó que estaba conmocionada para salir del carro. Éste era alto y su rodilla, aún dolorida, se resintió. Ned cayó de lado y rodó por el suelo. Se incorporó a toda velocidad.
—¿Dónde está la salida? —preguntó a la mujer, que fue incapaz de articular palabra pero al menos le indicó con la mirada la dirección correcta.
Ned corrió a trompicones por un pasillo que comunicaba con una sala llena de lavadoras, que hacían girar sus tambores en medio de un rumor afónico. Al fondo vio una puerta que daba a la calle. Estaba abierta.
Llegó jadeando hasta allí. Ante sus ojos apareció un callejón mugriento. Hacía calor. No tenía idea de la hora, pero el sol anunciaba que el mediodía debía de estar próximo. El extremo izquierdo estaba cerrado con una verja contra la que se apoyaba un gran contenedor de basura. El otro lado del callejón comunicaba con la calle Figueroa y el aparcamiento del hotel. Su coche de alquiler estaba allí aparcado, pero no se le ocurriría ni remotamente tratar de ir a buscarlo.