Authors: Ángel Gutiérrez y David Zurdo
Tags: #castellano, #ficcion, #epubgratis
Caminó hacia la derecha, pegado a la pared. El dolor de su pierna había remitido ya casi por completo, aunque supuso que le quedaría un buen hematoma. Pero su suerte se acabó ahí. Apenas había dado tres pasos cuando una figura apareció en la boca del callejón. Era el otro agente del FBI, que cubría la única vía de escape.
—¡No se mueva, Horton! ¡No empeore aún más las cosas!
Llevaba su pistola reglamentaria en la mano, y estaba apuntándole. Pero la luz incidía en su dirección y le impedía tener un objetivo claro.
Ned se dio la vuelta y corrió hacia el otro lado, hasta la verja que cortaba el paso.
—¡No me obligue a disparar! —gritó el agente.
El primer tiro fue al aire. Ned saltó sobre el contenedor de basura y rodó sobre su cubierta. El segundo proyectil se incrustó en el metal, a poco más de un palmo por debajo de él. Se incorporó sobre la pierna sana y se aferró a la barra que cruzaba la verja en su parte superior. De otro salto logró izar medio cuerpo sobre ella.
El agente corría en su dirección. Pero se detuvo un instante para apuntar mejor. Su tercera bala rozó el cuerpo de Ned. Por muy poco no atravesó su costado o impactó en su espalda. Se dejó caer al otro lado. Su propio peso le aplastó contra el suelo. Las manos se le despellejaron contra el asfalto al tratar de amortiguar el golpe.
Mientras el agente del FBI avisaba a su compañero y salía del callejón por el otro lado, Ned alcanzó una zona de aparcamiento de vehículos. Vio una furgoneta de reparto con la puerta abierta y el motor en marcha. Su dueño debía de estar entregando un pedido. Subió a ella, accionó el cambio y apretó a fondo el acelerador sin molestarse siquiera en cerrar la puerta. Las ruedas chillaron sobre el asfalto y la furgoneta reculó al salir a la vía principal.
Los agentes del FBI, ya juntos, quedaron atrás. Ned los vio por el retrovisor, corriendo tras él. Hicieron un par de disparos a las ruedas. Pero la distancia era demasiado grande y no las alcanzaron.
Había logrado huir por el momento. Estaba a salvo de los hombres del FBI, si es que lo eran en realidad. Aunque tenía que alejarse lo suficiente del hotel, abandonar esa furgoneta y desaparecer. No tardarían en poner a toda la policía de la ciudad tras él. Su única esperanza era llegar hasta el hombre, casi anciano, que poseía la clave del enigma en que estaba envuelto. El enigma de aquellos 97 segundos grabados en la Luna que nunca se hicieron públicos. Un lapso de tiempo muy breve que, sin embargo, anunciaba el final de los tiempos.
Ned era incapaz de olvidarse de las imágenes de la chica muerta. De la sangre que lo cubría todo. De su cuerpo masacrado. Fuerzas muy poderosas no iban a permitir que él, un simple periodista, famoso o no, truncara sus planes de dominar el viaje en el tiempo. Pero ¿quiénes eran exactamente sus enemigos? ¿Quién le había preparado aquella emboscada? Aunque la verdadera pregunta era cómo habían sabido que estaba sobre la pista de lo sucedido en 1969 en la Luna. Y la respuesta estaba clara como el agua para Ned.
Él mismo había investigado ampliamente el funcionamiento de la red Echelon de la NSA, el registro de todas las llamadas de teléfono mundiales y la detección de las huellas sónicas correspondientes a cada voz diferente, que permitían reconocer al dueño de esa voz e incluso localizar su posición. Sin darse cuenta, había mencionado palabras clave en varias de sus conversaciones. Pero sobre todo fue su llamada a la residencia de Edwin Aldrin la que debió de levantar las sospechas definitivas. Había sido un incauto y ahora estaba pagando por ello. Él y esa pobre chica.
Si antes ya era complicado de por sí localizar a Lightman y llegar hasta él, ahora lo sería doblemente, con todas las agencias policiales siguiendo su rastro. No volvería a cometer los mismos errores. Lo primero sería evitar a toda costa cualquier elemento que les permitiera localizarlo: tarjetas de crédito, teléfono móvil, documentación. Y obviamente la furgoneta. Su intenso color azul y sus letras doradas eran poco menos que llevar un disfraz de venado en una reunión de cazadores.
—¡Maldita sea! —gritó al tiempo que daba un puñetazo en el volante.
Se metió por un callejón y abandonó el vehículo. Apagó el teléfono móvil para que nadie fuera capaz de localizar su posición. Luego comprobó que no había policías cerca y salió caminando a la vía principal con toda la que calma que pudo aparentar. Un poco más adelante vio una peluquería. Necesitaba cambiar su aspecto. Carteles con su foto estarían pronto en todas partes.
Pidió que lo raparan al cero. Siempre había querido hacerlo por curiosidad, pero nunca creyó que lo haría por obligación. Era la mejor manera de cambiar su apariencia de un modo radical.
Además, en una óptica cercana, compró unas gafas de sol voluminosas. Unas Ray-Ban de piloto, con montura plateada y cristales negros. Finalizó su transformación adquiriendo una camisa floreada en una tienda de ropa. Ahora, ni él mismo era capaz de reconocerse.
Todo ello lo pagó en metálico. Pero se estaba quedando sin dinero en efectivo. No le quedaba más remedio que arriesgarse a utilizar sus tarjetas una última vez. Fue a un cajero automático y las usó todas para sacar la máxima cantidad posible con cada una de ellas. Después las retorció y las arrojó a una papelera. Lo último que le restaba era solucionar el problema de comunicarse con seguridad, algo que sin duda iba a necesitar. Lo hizo comprando diez teléfonos móviles baratos con tarjeta prepago. No los registró a su nombre. Sólo pensaba utilizar cada uno de ellos una única vez. Así, aunque le detectaran por la huella sónica de su voz, les sería imposible rastrearle.
Más tranquilo gracias a todos estos preparativos, cogió un taxi que lo llevó hasta un parque, al otro lado de la ciudad. Allí, sentado en un banco, se dedicó a copiar la agenda de la tarjeta de su móvil en cada una de las memorias de los que había adquirido. Después se deshizo de la tarjeta y del aparato. No le servía ya, porque aunque la cambiara por otra distinta, el propio teléfono emitía un código interno que permitía localizarlo.
En ese momento se dio cuenta de que era un fugitivo en toda regla. Por desgracia, no conocía a nadie en Los Ángeles que pudiera falsificarle unos documentos de identidad. Le bastaba con un carné de conducir. Decidió comprar un billete de autocar a Las Vegas, en Nevada. De todos modos pensaba dirigirse a ese estado, en el que se hallaba el Área 51, aunque no en un transporte tan lento. Allí le resultaría fácil conseguir los documentos a través de un tipo al que conocía.
No tenía más opciones. Con suerte, el viaje duraba unas seis horas. Había perdido el autocar de las 18.30. El próximo partía a las 20.00. Si lo tomaba, llegaría a Las Vegas antes del amanecer. Adquirió un billete de ida y se sentó a esperar en una de las incómodas sillas de la estación. Tenía más de una hora por delante. Tiempo suficiente para ordenar sus ideas.
Todo se estaba complicando, pero él no podía fallar. Su misión era demasiado importante. Nunca en su vida imaginó que se vería en una situación ni remotamente parecida. Ahora debía demostrar quién era. De qué pasta estaba hecho.
El automóvil negro se detuvo frente a un amplio edificio de una sola planta. Sus dos ocupantes descendieron y, en silencio, se encaminaron hacia la puerta de entrada. Ambos exhibieron sus carnés ante un soldado que la custodiaba y luego los introdujeron, uno primero y el otro después, en la ranura de una máquina que reconoció las bandas magnéticas y les franqueó el paso, abriendo una gruesa puerta metálica.
Los dos hombres atravesaron el vestíbulo hacia los ascensores. Bajaron en uno de ellos varios niveles, hacia las profundidades subterráneas. Ya en su destino, tuvieron que mostrar de nuevo sus credenciales a un soldado que vigilaba detrás de una mesa, con el arma a mano.
—Les están esperando —dijo el soldado, y oprimió un botón en la consola que tenía ante sí.
Un zumbido anunció la apertura de la puerta que daba acceso a las instalaciones de la planta. Los dos agentes entraron y se dirigieron, por un largo pasillo sin adorno alguno, hacia una de las salas laterales. Allí los esperaba, en efecto, la comandante Demelza Taylor.
—Acabo de revisar su informe —dijo la militar en tono áspero y sin pedirles que tomaran asiento—. Han fallado y eso no puede volver a ocurrir. Ned Horton ha desaparecido de nuestros sistemas de seguimiento.
El rostro de la mujer era tan frío y severo como si estuviera tallado en mármol.
—Estuvimos a punto de detenerlo…
La comandante golpeó con fuerza la mesa cortando de inmediato al agente y sus banales explicaciones.
—El plan era perfecto. Pero ustedes han sido incapaces de cazar a un periodista sin entrenamiento militar. Deberían estar avergonzados… ¡Deberían quitarse la vida como hacían esos malditos japoneses!
El plan consistía en capturar a Horton después de hacerle unas fotografías comprometedoras con una prostituta, a la que supuestamente él había asesinado en su habitación del hotel. En un centro de detención, los dos militares, bajo la falsa identidad de agentes del FBI, le instarían a abandonar sus investigaciones y entregarles todo el material que hubiera encontrado hasta el momento, a cambio de olvidar el «incidente». El general responsable militar del proyecto, e inmediato superior de Taylor, optó por eso en vez de eliminar directamente a Horton. Era un periodista conocido y una figura demasiado popular para que nadie se preocupara por hacer averiguaciones acerca de su muerte.
Además, quedaba otro cabo suelto: una mujer española, Olga Durán, con la que Horton había hablado desde Los Ángeles y que, al parecer, estaba al tanto de todo. La transcripción de su conversación estaba recogida en el informe sobre el que la comandante tenía sus puños crispados.
—No podemos recurrir a las distintas policías estatales o federales —dijo—. Comprometerían nuestras actividades si Horton se va de la lengua. Hay que cazarlo cuanto antes. Y tenemos que hacerlo nosotros mismos.
Las duras palabras anteriores de la comandante Taylor habían puesto de manifiesto que ya no tenía la menor confianza en aquellos dos hombres. No le bastaba con saber que habían resuelto decenas de casos muy complejos con precisión quirúrgica. Les ordenó que salieran e hizo una rápida llamada para que asignaran unos nuevos agentes que prosiguieran la búsqueda de Ned. Luego, volvió a descolgar el teléfono y marcó esta vez el número de su superior, el general.
—Horton es un tipo inteligente —dijo Taylor, después de ponerle al tanto de las malas noticias y proponer un nuevo plan de acción—. El hecho de que no haya dado más señales de vida y burlado nuestros dispositivos de control lo demuestra.
—Tiene razón, comandante —escuchó al otro lado de la línea—. Pero lo que usted sugiere es demasiado arriesgado…
—Y sin embargo es también nuestra mejor opción: dejar al cordero que se meta él solo en la guarida del lobo.
En el autocar que lo llevaba hacia Las Vegas, Ned preparó uno de los teléfonos móviles que había comprado por la tarde. Había estado dándole vueltas a cómo avisar sin riesgos a Olga del peligro que seguramente también ella corría. Necesitaba idear algún tipo de clave que sólo ellos fueran capaces de entender y con la que ir transmitiéndole los sucesivos números anónimos de sus nuevos teléfonos. Únicamente así podrían seguir comunicándose y eludir al mismo tiempo a sus perseguidores. No era un problema fácil de resolver, pues sus enemigos tenían todos los medios del mundo a su disposición para descubrirle, pero creía haber dado con una solución.
Aprovechó la primera parada de descanso para llamar a Olga. Si ella no estaba ya en la mira de aquellos malnacidos, muy pronto lo estaría. Los tentáculos del poder americano llegaban a cualquier rincón del planeta. Mientras esperaba a que Olga cogiera el teléfono, Ned rogó a Dios en silencio que su advertencia no llegara demasiado tarde
—Hola, Ned. ¿Qué te pasaba en el móvil? Te he llamado varias veces. Este número no es el de siempre.
—¡Olga, ¿eres tú de verdad?! Gracias a Dios que estás bien —exclamó Ned aliviado. Al darse cuenta de que no debía entretenerse, añadió con brusquedad—: No hables y escúchame. Es importante. Sal de Madrid y vete con alguien que conozcas de fuera, donde no puedan seguirte. No le llames por teléfono. Preséntate en su casa sin avisar. Y no te lleves tu móvil. Cómprate uno de tarjeta sin dar tu nombre real en la factura. Ahora anota este otro número. Es seguro, pero tengo que decírtelo en clave. Recuerda que los móviles americanos tienen diez dígitos. No te preocupes. Lo entenderás fácilmente.
Ned explicó a la atónita y preocupada Olga que tomara como base los números escritos en el plano de su padre; aquellos que los habían conducido hasta el maletín del coronel Johnson, oculto en la sierra de Madrid. Esos números no eran conocidos por nadie más que ellos, de modo que resultaban indescifrables.
—Apunta el primer valor del mapa. Los tres primeros dígitos son la multiplicación de esa cifra por 11, más 13. Ahora apunta el segundo valor del mapa. Los tres siguientes dígitos son ese valor por 21, más 14. Luego suma los dos valores del mapa, multiplica el resultado por 153 y réstale 4 al resultado. Esos son los últimos cuatro dígitos.
Cuando terminó de darle las cifras y las reglas para calcular el número de su móvil, Ned repitió a Olga todos los pasos para asegurarse de que los entendía. Un único error los dejaría aislados sin remedio.
—Si necesitas comunicarte conmigo, mándame un mensaje escrito al móvil. Yo haré lo mismo. No pongas mi nombre o algo que haga referencia a la investigación. Ni me llames nunca, bajo ninguna circunstancia. Podrían reconocerte por la voz.
—¿Qué sucede? —preguntó Olga, muy asustada, a pesar de que Ned le había pedido que se limitara escucharle.
—Todo se ha complicado. Pero confía en mí, voy a solucionarlo. No tengas miedo. Sólo haz lo que te he dicho y estarás a salvo. Hazlo ahora mismo. ¡Ya!
Sin esperar contestación, Ned cortó la llamada y tiró a una papelera el móvil que había usado. Después regresó al autocar y esperó a que éste siguiera su camino. Era consciente de que podían haber detectado su posición y deducir de ese modo hacia dónde se dirigía. Por eso había tenido la cautela de llamar desde una encrucijada de caminos. Ned confiaba en que eso le diera una pequeña ventaja sobre sus perseguidores.
El soldado llamó levemente con los nudillos a la puerta del despacho de la comandante Taylor.