Al Oeste Con La Noche (2 page)

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Authors: Beryl Markham

Así pues, hay muchas Áfricas. Hay tantas Áfricas como libros se han escrito sobre ella -y son tantos que darían para leer durante toda una vida de ocio-. Quien escriba uno más puede hallar una cierta complacencia al ver que la suya es una nueva versión distinta a las demás, pero con la que posiblemente discreparán arrogantes todos aquellos que crean en otra África diferente.

El África del doctor Livingston era muy oscura. Ha habido muchas Áfricas desde entonces, unas más oscuras, otras claras, la mayoría de ellas plagadas de animales y pigmeos, y algunas ligeramente histéricas por el tiempo, la jungla y las molestias de los safaris.

Todos estos libros, o por lo menos todos los que yo he leído, son fieles en sus distintas descripciones de África, tal vez no de la mía, ni la de un primer colonizador, ni la de un veterano de la Guerra de los Bóers, ni la de un millonario americano que fue allí a matar cebras y leones, sino de un África real para cada escritor de cada libro. Por lo tanto, ya que África es todas esas cosas para todos los autores, supongo que también debe ser todas esas cosas para todos los lectores.

África es mística, es salvaje, es un infierno abrasador, es un paraíso para el fotógrafo, un Valhala para el cazador, una Utopía de evasión. Es lo que quiera cada cual y soporta todas las interpretaciones. Es el último vestigio de un mundo muerto o la cuna de un mundo nuevo y brillante. Para muchos, como para mí, es sólo el hogar. Es todas esas cosas menos una: Nunca es aburrida.

Desde mi llegada al África Oriental Británica a la edad indiferente de cuatro años, donde pasé mi primera juventud cazando cerdos salvajes descalza con los nandi, luego amaestrando caballos de carreras para ganarme la vida y poco después sobrevolando Tanganika y las tierras de breña áridas, entre los ríos Tana y Athi en busca de elefantes, me he sentido tan felizmente provinciana que era incapaz de hablar con inteligencia sobre el aburrimiento de la vida hasta que fui a vivir un año a Londres. El aburrimiento, como la anquilostomiasis, es endémico.

Tal vez hayan sido mil veces las que he despegado del aeropuerto de Nairobi con mi avioneta y en el momento en que las ruedas se han deslizado de la tierra al aire nunca he dejado de sentir la incertidumbre y el regocijo de la primera aventura.

La llamada que me llevó a Nungwe se produjo sobre la una de la madrugada, transmitida desde el Muthaiga Country Club hasta mí pequeña cabaña situada en el bosquecillo de eucaliptos cercano.

Era un mensaje breve, y en él se pedía el envío inmediato y por avión de una botella de oxígeno al poblado para tratar a un minero de las minas de oro que se encontraba a las puertas de la muerte, debido a una enfermedad pulmonar. Nunca había oído el nombre de quien firmaba el mensaje y recuerdo haber pensado que el hecho de haberlo enviado suponía una especie de optimismo patético, pues el único medio de comunicación para que llegara hasta mí era a través de la estación de telégrafos de Mwanza, un recorrido de cien millas para un mensajero nativo. En el transcurso de los dos o tres días que llevaba rodando el mensaje, un hombre necesitado de oxígeno debería haber muerto, o bien haber mostrado una voluntad sobrehumana de vivir.

Que yo sepa, era yo el único piloto profesional femenino de toda África en ese momento. No tenía ningún competidor independiente en Kenia, hombre o mujer, y ese tipo de mensajes o, por lo menos otros no siempre tan urgentes o deprimentes, solían bastar para mantenerme ocupada durante muchos días y demasiadas noches.

Volar por la noche sobre un país conocido con la ayuda de instrumentos y la guía de la radio puede traducirse en soledad. Pero volar en medio de una oscuridad ininterrumpida sin contar ni siquiera con la fría compañía de un par de auriculares, o el conocimiento de que allí delante, en cualquier lugar, hay luces y vida y un aeropuerto bien señalizado, supone algo más que soledad. Es hasta tal punto irreal, que la existencia de otros seres no parece ni siquiera una probabilidad razonable. Las colinas, los bosques, las rocas y las llanuras forman un conjunto con la oscuridad. Y la oscuridad es infinita. La tierra es tu planeta en la misma medida en que lo es una estrella lejana, si es que brilla alguna estrella; tu planeta es el avión y tú eres su único habitante.

Antes de un vuelo de estas características y por encima de cualquier pensamiento de peligro físico, era esa previsión de la soledad lo que solía obsesionarme un poco y me llevaba a veces a preguntarme si al fin y al cabo mi trabajo era el más maravilloso del mundo. Siempre llegaba a la conclusión de que, sola o no, seguía estando libre de la maldición del aburrimiento.

En circunstancias normales tendría que haber estado en el aeropuerto lista para despegar hacia Nungwe en menos de media hora, pero, por el contrario, me encontré frente a un problema dificilísimo de resolver mientras seguía medio dormida y era la una de la madrugada. Era uno de esos problemas cuya solución parece imposible, y lo es, pero una vez aferrado a ti ya no puedes eludirlo ni pasarlo por alto.

Un piloto, un hombre llamado Woody que volaba para East African Airways, aterrizó en algún lugar de las vastas llanuras del Serengetti y estuvo dos días sin aparecer. Para mí y para todos sus amigos, él era Woody, un buen piloto y una persona agradable. Era conocido en Nairobi y, aunque se tardó en prestar atención a la noticia de su desaparición, al saberse que no se trataba de un simple retraso sino que se había perdido, la conmoción fue enorme. Quizá en parte sólo era la afición habitual y generalizada por el suspense y el melodrama, aunque era algo que en Nairobi no faltaba nunca.

Los más afectados por la desgracia de Woody fuimos, desde luego, sus compañeros de profesión. No me refiero sólo a los pilotos. Son pocos los que se percatan de la agonía y la angustia que puede llegar a padecer un buen mecánico si un avión marcado con su sello no vuelve. Él nunca tendrá en cuenta la probabilidad del mal tiempo o de un posible error de apreciación por parte del piloto, se martirizará a base de preguntas sin respuesta con respecto a los cables, las tuberías de combustible, la carburación, las válvulas y las mil y una cosas en las que debe pensar. En tal ocasión creerá haber olvidado algo, algún ajuste mínimo pero vital que por un descuido suyo ha provocado el choque del avión o la muerte del piloto.

Todos los miembros de una tripulación de tierra, independientemente, de lo mal equipado que esté o de lo pequeño que sea el aeropuerto donde trabajan, comparten por igual el temor y la tensión nerviosa que acompañan al primer indicio de una desgracia.

Pero cualquiera que fuera la causa -una tormenta, o una avería en el motor-, Woody había desaparecido y yo me había pasado los dos días anteriores zumbando con mi avioneta de acá para allá sobre el Serengetti septentrional y la mitad de la reserva masai, sin haber divisado siquiera un penacho de humo señalizador o el destello de la luz solar sobre un ala aplastada.

La angustia aumentaba y se transformaba en pesimismo, yo contaba con despegar al amanecer para continuar la búsqueda; sin embargo, de repente, ahí estaba el mensaje de Nungwe.

Para todos los pilotos profesionales existe una especie de asociación en la que no hay ni reglamento ni estatutos. No se exige ningún requisito para entrar a formar parte de ella, salvo conocer los vientos, la brújula, el timón y el buen compañerismo. Es de esa clase de camaradería sin sentimientos que debieron experimentar y vivir los hombres que en otros tiempos navegaron por mares inexplorados. Yo era mi propio jefe, mi propio piloto y, en ocasiones, además mi propio mecánico. Como tal, podría haber rechazado con facilidad, quizá incluso justificadamente, el vuelo a Nungwe argumentando que el rescate del piloto perdido era más importante, ya que para mí lo era. Pero al hacer tal razonamiento existía un matiz de compasión personal que restaba fuerza a mi convencimiento, pues Woody -a quien conocía tan poco y sin embargo tan bien que nunca me había tomado la molestia de recordar su nombre completo, como la mayoría de sus amigos- se habría negado en rotundo a que tomara una decisión a su favor a costa de un minero desconocido, con los pulmones obstruidos en los terrenos pantanosos del Victoria Nyanza.

Al final, telefoneé al hospital de Nairobi para asegurar que el oxígeno estuviera preparado, y me dispuse a volar hacia el sur.

Trescientas cincuenta millas pueden no suponer ninguna distancia en avión o pueden representar un recorrido como de aquí al fin del mundo. Depende de tantas cosas... Si es de noche, depende de lo densa que sea la oscuridad y de la altura de las nubes, la velocidad del viento, las estrellas, la plenitud de la luna. Si vuelas solo, depende de ti mismo, no sólo de tu capacidad para seguir el rumbo o mantener la altitud, sino de aquellas cosas que corren por tu mente mientras te balanceas suspendido entre la tierra y el cielo silencioso. Parte de esas cosas arraigan y te acompañan mucho después de que el vuelo en sí no sea más que un recuerdo, pero si tu recorrido ha sido sobre cualquier parte de África, hasta el recuerdo será intenso.

Cuando atravesé el Atlántico Norte de este a oeste -mucho después de Nungwe o Trípoli o Zanzíbar, o cualquiera de los lejanos y a veces apartados lugares a los que he volado- hubo titulares en los periódicos, fanfarria, y para mí, muchas noches sin dormir. Cierta prensa americana generosa consideró aquel vuelo espectacular y lo que es espectacular es noticia.

Pero salir de Nairobi y llegar a Nungwe no es espectacular. No es noticia. Es sólo un saltito de aquí allá y para quien desconoce las llanuras africanas, sus marismas, sus sonidos nocturnos y sus silencios nocturnos, un vuelo así no sólo carece de espectacularidad sino que quizá también resulte aburrido. Pero no para mí, porque África fue el aliento y la vida de mi niñez.

Es todavía la anfitriona de mis más sombríos temores, cuna de misterios siempre fascinantes pero nunca totalmente resueltos. Es el recuerdo de la luz del sol y las verdes colinas, el agua fresca y el calor amarillo de las mañanas claras. Es tan cruel como cualquier mar, más intransigente que sus propios desiertos. No es moderada en su dureza o en sus favores. No entrega nada, -ofreciendo mucho a los hombres de todas las razas.

Pero el alma de África, su integridad, el pulso lento e inexorable de su vida es muy suyo y de un ritmo tan singular que ningún forastero -a no ser que esté impregnado desde la niñez de su latido uniforme e interminable- puede tener la esperanza de experimentarlo alguna vez, sólo hasta el punto en que un espectador podría experimentar una danza guerrera de los masai sin conocer nada de su música ni el significado de sus pasos.

Así pues salgo para Nungwe, una palabra absurda, un sitio absurdo. Un lugar de pequeñas esperanzas y triunfos pequeños, enterrado como el tesoro insignificante de un avaro con imaginación lejos de las fronteras y lejos del deseo de la mayoría de los hombres, debajo de la escarpadura de Mau, debajo del golfo Speke, debajo de las extensiones vírgenes de la provincia occidental.

Oxígeno para un minero enfermo. Pero éste no es un vuelo heroico, ni siquiera romántico. Es un asunto de trabajo, un trabajo que debe realizarse a una hora desagradable, con los ojos somnolientos y una media queja en los labios.

Arab Ruta da al contacto y hace girar la hélice.

Arab Ruta es un nandi. Desde el punto de vista antropológico es un miembro de una tribu nilótica; desde el punto de vista humano, un miembro de una tribu más pequeña, más selecta, la tribu compuesta por aquellos escasísimos individuos, precisamente claves pero en alto grado indómitos, a la que cada raza ha contribuido con pequeñas cantidades, pero ninguna de ellas en exclusiva.

Pertenece a la tribu que respeta por igual la voz suave y la mano endurecida, la plenitud de una flor, la rápida irrevocabilidad de la muerte. Su risa es la de un hombre libre y feliz en su trabajo, un hombre fuerte, con deseos de vivir. No es negro. Su piel conserva el brillo y el calor del cobre usado.

Tiene los ojos oscuros y muy separados, la nariz huesuda y puede llegar a ser arrogante.

Ahora es arrogante al hacer girar la hélice, al posar sus delgadas manos en la madera curva, al sentir una afinidad exultarte con la resistencia embobinada.

La hace girar con fuerza: Un chisporroteo, una tos estrangulada del motor como la agitación prematura de un trabajador amodorrado. En la cabina presionó suavemente el acelerador, facilitando el movimiento de avance, animando al motor, alimentándolo, apaciguándolo.

Arab Ruta retira las calzas de madera de las ruedas y se aleja del ala. Salpicaduras irregulares de -luz carmesí, procedentes de las teas de petróleo crudo que rodean el campo; tiñen el telón negro de la noche africana y actúan ante su rostro vigilante y prominente. Arab Ruta levanta la mano y yo asiento con la cabeza cuando la hélice, que zumba en la invisibilidad, impulsa la avioneta dejándole atrás.

No le dejo instrucciones ni órdenes. Cuando yo vuelva estará allí. Es un entendimiento de muchos años, un entendimiento sin palabras que se remonta a los tiempos en que Arab Ruta entró al servicio de mi padre en la granja de Njoro. Estará allí como un siervo, como un amigo, esperando.

Miro con atención hacia adelante, a lo largo de la estrecha pista de muram. Cobro velocidad uniéndome al viento, utilizando el viento.

Una alambrada alta rodea el aeropuerto, una alambrada alta y después una zanja profunda.

¿Dónde hay otro aeropuerto vallado contra los animales salvajes? La cebra, el ñu, la jirafa, el alce, acechan por la noche alrededor de la alta barrera, mirando con ojos curiosos y salvajes el interior de ese campo liso, sintiéndose engañados.

Más valdría que no estuvieran, tanto para ellos como para mí. Sería un destino terrible ser recordado por los amigos como alguien que tropezó con una cebra vagabunda. ¡Intenté despegar y me di con una cebra! Sería incluso más digno estrellarse contra un hormiguero.

Observo la valla. Observo las teas. Observo ambas cosas y despego en la noche.

Frente a mí se extiende una tierra desconocida para el resto del mundo y sólo vagamente conocida para los africanos, una mezcla extraña de prados, maleza, bancos de arena del desierto como grandes olas del océano meridional. Jungla, agua estancada y montañas viejas, desoladas y siniestras como montes lunares. Lagos salados y ríos sin agua. Marismas. Páramo. Tierra sin vida.

Tierra llena de vida, todo el pasado polvoriento, todo el futuro.

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