Al Oeste Con La Noche (9 page)

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Authors: Beryl Markham

Creo que el
bwana
Elkington comprendió esa voz cuando no estaba más que a unos pies del león y creo que el
bwana
tuvo presente que lo mejor sería no pegar al león justo entonces, pero cuando el
bwana
corre muy deprisa es como el tronco de un gran baobab rodando por una ladera, y al parecer fue por eso por lo que el pensamiento de su cabeza no pasó con suficiente rapidez a las plantas de los pies, para impedir que se aproximase al león mucho más de lo que su corazón deseaba.

Y ésas fueron las circunstancias, como explico -dijo Bishon Singh-, que en mi considerada opinión han hecho posible que estés viva, Beru.

-¿El
bwana
Elkington se abalanzó sobre el león, Bishon Singh? ,

-Al contrario, el león se abalanzó sobre el
bwana
Elkington. -dijo Bishon Singh-. El león te abandonó por el
bwana,
Beru. El león opinaba que su dueño, honradamente, no se merecía una parte de la carne fresca que él, el león, había logrado sin ningún esfuerzo más que el suyo.

Bishon Singh ofreció esta interpretación, totalmente razonable, con una gravedad impresionante, como si estuviera exponiendo el caso del león ante un jurado seleccionado entre los compañeros de Paddy.

-Carne fresca... -repetí como si estuviera soñando, y crucé los dedos.

-¿Entonces, que pasó...?

El sikh levantó los hombros y volvió a bajarlos.

-¿Qué podría pasar, Beru? El león se abalanzó sobre el
bwana
Elkington, que a su vez se apartó del león, y al hacerlo no conservó en la mano el
kikobo
largo, sino que lo tiró en la hierba y, al tirarlo, el
bwana
quedó libre para subirse a un árbol muy oportuno, cosa que hizo. -¿Y me recogiste tú, Bishon Singh?

Inclinó ligeramente su enorme turbante.

-Me sentí muy feliz por poder traerte a esta misma cama, Beru, y de avisar a tu padre, que se había ido a observar algunos de los caballos del
bwana
Elkington, y de que el gran león te hubiera comido con moderación. Tu padre volvió muy deprisa, y el
bwana
Elkington volvió un poco después muy deprisa, pero el gran león no ha vuelto.

El gran león no había vuelto. Aquella noche mató un caballo; a la noche siguiente mató un toro joven y después una vaca lista para ser ordeñada.

Al final fue atrapado y enjaulado definitivamente, pero no tuvo ninguna cita con ningún pelotón de ejecución al amanecer. Pasó muchos años en una jaula que, de haber sabido vivir en libertad con sus limitaciones, jamás habría conocido.

Por lo que parece es típica de la mente del hombre la idea de que se ha de abominar toda represión de lo que es natural para los humanos, pero que, en cambio, todo lo que resulta natural para un animal, infinitamente más natural, se ha de constreñir dentro de los límites de una razón que sólo es peculiaridad de los hombres, que a veces, desde luego, parece más peculiar de lo razonable.

Paddy vivió, la gente lo miraba y él devolvía la mirada a la gente, y así siguió la cosa hasta que fue un león viejo, muy viejo. Jim Elkington murió y la señora Elkington -que en realidad quería a Paddy- se vio obligada, por circunstancias que estaban más allá de su control o del de Paddy, a deshacerse de él, lo cual llevó a cabo Boy Long, director de las propiedades de Lord Delamare.

La elección del verdugo fue, de por sí, un tributo a Paddy, porque nadie quería más a los animales, ni los entendía mejor, ni podía matarlos con mayor limpieza, que Boy Long.

Pero para Paddy el resultado fue el mismo. Había vivido y muerto de una forma que él no eligió. Era un león bueno. Hizo lo que pudo por ser un león manso. ¿Quién piensa que es justo ser juzgado por un solo error?

Tengo todavía las cicatrices de sus dientes y de sus mandíbulas, pero ya son muy pequeñas y están casi olvidadas y, en este momento, no me pueden doler.

VI

LA TIERRA ES TRANQUILA

La granja de Njoro era interminable, pero no hubo ninguna granja hasta que mi padre la creó.

La creó de la nada y creó todo, todo aquello de lo que están hechas las granjas. La creó de los bosques y de la breña, de las rocas, de la nueva tierra, del sol y de los torrentes de lluvia caliente. La creó a base de mucho trabajo y mucha paciencia.

Él no era granjero. Compró la tierra porque era barata y fértil, y porque África Oriental era nueva y su futuro podía percibirse bajo las plantas de los pies.

Éste era su aspecto en un principio. Una franja ancha de tierra, parte de la cual se abría hacia un valle, cuyo techo estaba parcialmente formado por las copas de árboles altos -cedro, ébano, caoba, teca y bambú-; en sus troncos se enredaban plantas trepadoras en una extensión de millas.

Las plantas trepadoras se elevaban a una altura de doce y quince pies. Desde el suelo nunca se veían las copas de los árboles, hasta que éstos caían a golpes de hacha y eran retirados por yuntas de bueyes a cargo de unos holandeses, cuyos látigos restallaban durante todo el día.

Los bosques estaban habitados por un pueblo llamado los wanderobo, que atacaban con flechas y lanzas envenenadas, si bien nunca fueron una amenaza para ninguno de los hombres de mi padre, ni para nosotros. No eran pendencieros. Se escondían en las enredaderas, en los árboles y bajo los matorrales, observaban el trabajo de las hachas y las yuntas de bueyes, y se adentraban aún más en la vegetación.

Cuando la granja empezó a adquirir un aspecto de permanencia, cuando comenzó a pisarse el suelo del patio frente a las primeras cabañas y los perros se despatarraron al sol sobre él, algunos de estos wanderobo salieron del bosque para traernos pieles blancas y negras de monos Colobus y cambiarlas por sal, aceite y azúcar. Se cosieron las pieles para hacer alfombrillas para las camas.

Mucho después de que estuvieran gastadas y olvidadas, de que ya; no fuera fácil encontrar monos Colobus y de que la granja se hubiera convertido casi en una industria, yo recordaba esas pieles.

Por aquel entonces el número de individuos entre kavirondo y kikuyu trabajando se elevaba a mil, no a diez o veinte, y había! centenares de bueyes, no sólo unos cuantos. El bosque había retrocedido para ceder terreno con la severa dignidad de un enemigo i respetado; las rocas y los matorrales, que durante siglos habían dado a los campos el carácter de desierto, fueron retirados.

Las cabañas se convirtieron en casas, los cobertizos en establos, el ganado formó senderos en la pradera.

Mi padre compró dos motores de vapor viejos y los ancló para que dieran energía a un molino.

Era como si nunca antes ni en parte alguna hubiera existido un molino, como si todo el maíz del mundo esperara a ser molido y todo el trigo jamás cultivado sólo necesitara convertirse en harina.

Desde lo alto de un cerro, sobre la pista de ceniza que iba a Kampi y a Moto, donde el maíz era tan alto que el hombre más alto parecía un niño cuando se adentraba en él, se podía ver una" cinta de carretas, cada una de ellas tirada por dieciséis bueyes que se dirigían hacia la granja cargadas de cereal. A veces, las carretas iban tan pegadas unas a otras que la cinta parecía no tener movimiento.

Pero a la entrada del molino, se podía comprobar que casi nunca se detenía.

El molino nunca se paraba, y el equipo de kavirondo que descargaba los pesados sacos de grano grueso triturado, suave y amarillo, y los cargaba de nuevo, trabajaba desde el alba hasta el anochecer y, en ocasiones, hasta después del anochecer, como los componentes secundarios de un gran cuerpo de ballet al ritmo del vapor y de las piedras de molino giratorias.

Casi toda la producción del molino -la harina y el posho- era para el gobierno, para alimentar a los trabajadores del Ferrocarril de Uganda.

Éste era un ferrocarril bastante bueno, dentro de lo que cabía (con un trayecto de Mombasa a Kisumu), pero había tenido una juventud desdichada. Allá por el año 1900, sus trenes tenían miedo a salir por la noche, y con razón. El campo que atravesaban estaba infestado de leones y quienquiera que se apease desarmado en cualquiera de las remotas estaciones, ya fuera pasajero o maquinista, o bien era un valiente, o bien tenía inclinaciones suicidas.

Hacia 1902 se instaló una línea telegráfica a través de los raíles que iban a Kisumu, o eso es lo que se pretendía. Allí estaban los postes, y también el cable, pero los rinocerontes encuentran un placer sádico y sensual en rascar sus grandes moles contra los postes telegráficos, y todo babuino de poca monta no puede resistir la tentación de columpiarse en los cables aéreos. A menudo, un rebaño de jirafas considera oportuno cruzar las vías del tren, pero sin dignarse a inclinar la cabeza ante los cables aéreos de metal que proclamaban el mandato del hombre blanco por encima de su terreno de alimentación. Como resultado, numerosos telegramas de Mombasa a Kisumu, o viceversa, resultaban interceptados con sus enigmáticos puntos y rayas paralizados en una guirnalda de cable dorado colgando de alguno de los cuellos más largos de África.

Con el dinero que obtuvo del posho y la harina, mi padre compró otros dos motores de trenes viejos, los ajustó con poleas y puso en marcha el primer aserradero importante del África Oriental Británica.

Con el tiempo, los colonos que habían vivido en cabañas de barro y adobe se construyeron casas de cedro y graneros con planchas de madera y techos entablillados, y el horizonte adquirió una nueva forma y un nuevo color. De nuestra granja salían miles de haces de leña hacia los fogones de los motores, pequeños y arrogantes, del Ferrocarril de Uganda y en las noches oscuras, las inmensas pilas de serrín que ardían lentamente en el molino parecían montañas de cimas volcánicas, empequeñecidas por la distancia.

Nuestros pocos establos se convirtieron en largas hileras de cuadras con amplios boxes, y el número de nuestros caballos pura sangre pasó de dos a una docena y después a un centenar, hasta que mi padre recuperó su antiguo amor, que siempre habían sido los caballos, y yo conquisté el primero, que jamás me ha abandonado.

Ni tampoco me ha abandonado nunca el recuerdo de la granja de Njoro.

Solía quedarme en el pequeño patio situado ante la primera de nuestras pocas cabañas; detrás, a mis espaldas, estaba el denso bosque de Mau; el valle de Rongai descendía a partir de las puntas de mis pies. En los días despejados, podía tocar -casi el borde alto y chamuscado del cráter del Menegai y, con la mano como visera sobre los ojos, ver la cima del Kenia cubierta de hielo. Podía distinguir la cumbre de Satimma, tras la escarpadura de Liakipia, que se tiñe de púrpura a la salida del sol, oler la madera de cedro y la caoba recién cortada y oír los restallidos de los látigos de los holandeses por encima de las cabezas de los bueyes. A veces, mientras trabajaban, los mozos de cuadra cantaban, y las yeguas y sus potros retozaban y comían en los pastos durante todo el día, o hacían esos ruidos tranquilizadores que emiten los caballos con los ollares y las pezuñas haciendo crujir las camas de hierba espesa de los establos. A poca distancia, sus autoritarios señores, los sementales, se desgastaban afablemente en boxes más lujosos, y crecían lustrosos y con los músculos de acero, de continuo atendidos.

Pero nuestra granja no era la única de Njoro, Lord Delamare, cuyo carácter genial, por no decir vibrante, tanto ayudó a dar forma al molde en el que está fundida la Kenia de hoy, era nuestro vecino más próximo.

Su granja, llamada Rancho Ecuador porque el ecuador pasaba por uno de sus extremos, tenía su centro de operaciones en un grupito de cabañas de paja que se acurrucaba contra las estribaciones de la escarpadura de Mau.

Dichas cabañas eran el núcleo de lo que después -gracias al valor y a la perseverancia de Delamare, a su mal humor, a su encanto oculto, a su visión y a su ceguera peculiar respecto a otros puntos de vista- se convirtió no sólo en una granja ejemplar para toda el África Oriental Británica, sino también en un pequeño estado feudal.

Delamare tenía dos grandes amores: África Oriental y el pueblo masai. Entregó al país su genio, la mayor parte de su patrimonio y toda su energía. Dio a los masai la ayuda y la comprensión de una mente no condicionada por la cómoda creencia de que la civilización del hombre blanco nada tiene que aprender de la indiferencia del hombre negro ante aquélla. Respetó el espíritu de los masai, sus tradiciones, su magnificencia física y sus conocimientos sobre el ganado que, a excepción de la guerra, era su única preocupación.

Hablaba con su viejo ol-oiboni con el mismo respeto que empleaba para dirigirse a sus iguales, o desataba su furia sobre ellos con la misma ausencia de respeto que a veces utilizaba para dirigirse a algunos de sus socios, miembros del gobierno y, al menos en una ocasión, al propio gobernador.

El carácter de Delamare tenía tantas facetas como una piedra tallada, pero cada una de ellas resplandecía con brillo propio. Su generosidad es legendaria, pero también lo es su genio injustificado. Despilfarraba el dinero -el suyo y el que pudiera tomar prestado-, pero no gastaba nada en sí mismo y era escrupulosamente honrado. Soportaba las vicisitudes físicas con una indiferencia estoica, sin embargo fue un hombre enfermo durante la mayor parte de su vida. Para él no había en el mundo nada más importante que el futuro agrícola y político del África Oriental Británica y, por lo tanto, era un hombre serio. Pero su alegría y su abandono ocasional a la diversión -de lo que alguna vez fui testigo- sólo podrían equipararse al entusiasmo de un escolar.

Delamare parecía Puck y a veces actuaba igual, pero aquellos que tuvieron la osadía de escarbar en él encontraron una naturaleza con un fondo más draconiano que caprichoso.

Aunque años después dirigí su Cuadra de Soysambu, antes de aprender a volar y antes de que creyera posible desear hacer otra cosa que no fuera amaestrar caballos, el conocimiento que tuve de él o por lo menos de su trabajo en el Protectorado derivó, en gran manera, de mi trato con la primera Lady Delamare cuando yo no era más que una niña.

En cierto sentido ella fue mi madre adoptiva, ya que yo vivía sola con mi padre en la granja de Njoro y durante un período de varios años eran raros los días que no hiciera una visita a Lady D en el Rancho Ecuador. No recuerdo una sola vez en que no encontrara en ella consejo o comprensión a mis problemas juveniles.

Se venera y recuerda a Delamare como a un hombre que se enfrentaba a arduas tareas con una voluntad irresistible, llevándolas todas a cabo. Lady Delamare, en el recuerdo de aquellos que la conocieron, se enfrentó a lo que debieron ser tareas aún más arduas, tal vez con menos voluntad que paciencia, menos aptitud que lealtad a las ambiciones de su marido; y si Delamare fue el campeón de los colonos del África Oriental (y desde luego lo fue), la devoción y la camaradería de su mujer fueron tan responsables de sus múltiples victorias como su propio genio.

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