Read Al Oeste Con La Noche Online
Authors: Beryl Markham
-¡Ah-eh! ¡Buller, mi pobre y loco Buller!
Me lame la mano y creo que sabe que no puedo hacer nada, pero me perdona por ello. No puedo dejarle porque ya casi se ha extinguido la luz y hay leopardos merodeando por la noche y hienas que sólo atacan a los heridos y a los desamparados.
-¡Que dure esta noche! ¡Que dure esta noche!
Sobre una colina cercana hay una hiena que se ríe de eso, pero es la risa de un cobarde. Me siento bajo el espino, con Buller y el jabalí muerto y observo cómo se acerca la oscuridad.
El mundo crece a medida que la luz lo abandona. Sin fronteras ni señales. Los árboles, las rocas y los hormigueros empiezan a desaparecer, uno a uno, transportados al amparo mágico de la noche; acaricio la cabeza del perro e intento cerrar los ojos, pero por supuesto no puedo. Algo se mueve en la hierba alta, emite un sonido como el crujido de una falda de mujer. El perro se mueve débilmente y la hiena de la colina se ríe de nuevo.
Apoyo la cabeza de Buller sobre el césped, me levanto y saco la lanza del cuerpo del jabalí. Algo suena a la izquierda, pero no lo reconozco y sólo puedo ver formas oscuras que permanecen inmóviles. Me apoyo un momento en la lanza, mirando a la nada, y vuelvo a mi espino.
-¿Está ahí, Lakwani?
La voz de Arab Maina es fría como el agua sobre las rocas en sombra.
-Aquí estoy, Maina.
Está desnudo, es alto y muy moreno comparado conmigo: Lleva la shuka atada al antebrazo izquierdo para poder correr con más libertad.
-Estás sola y has sufrido, niña mía.
-Estoy bien, Maina, pero tengo miedo por Buller. Creo que puede morir.
Arab Maina se arrodilla en la tierra y pasa las manos sobre el cuerpo de Buller.
-Está malherido, Lakwani, muy malherido, pero no te aflijas demasiado. Creo que tu lanza le ha salvado de la muerte y Dios te recompensará por ello. Cuando brille la luna a media noche le llevaremos a casa.
-Estoy tan contenta de que hayas venido, Maina.
-¿Cómo se ha atrevido Kosky a dejarte sola? ¡Ha traicionado la confianza que tenía en él!
-No te enfades con Kosky. Está malherido. El jabalí le desgarró el muslo.
-No es un niño, Lakweit. Es un murani, y debería haber tenido más cuidado sabiendo que yo no estaba aquí. Después de recuperar mi lanza volví a buscarle. Seguí el rastro de sangre en la hierba durante varias millas y después seguí el ladrido de Buller. Si el viento hubiera soplado en otra dirección seguirías sola. ¡Kosky tiene el cerebro de la liebre tuerta!
-¡Bah! ¿Qué importa ahora, Maina? Tú estás aquí y yo no estoy sola. Pero tengo mucho frío.
-Lakwani, túmbate y descansa. Yo vigilaré hasta que haya luz suficiente para marcharnos.
Estás muy cansada. Tu cara ha adelgazado.
Corta con su espada unos puñados de hierba y hace una almohada; me tumbo y estrecho a Buller entre mis brazos. Ahora el perro está inconsciente y sangra mucho. La sangre me chorrea por los pantalones caqui y por los muslos.
El rugido lejano de un león vigilante rueda contra la quietud de la noche. Y escuchamos. Es la voz de África que trae recuerdos que no existen en nuestras mentes ni en nuestros corazones, quizá ni siquiera en nuestra sangre. Está fuera de tiempo, pero está allí y tiende un abismo del que no podemos ver el otro lado.
Un desgarrón de luz cruza el horizonte.
-Creo que habrá tormenta esta noche, Maina.
Arab Maina alarga el brazo en la oscuridad y me toca la frente.
-Relájate, Lakwani, y te contaré una fábula divertida sobre la Liebre astuta.
Empezó lentamente y con suavidad: La Liebre era una ladrona... Llegó por la noche al
manyatta
... Engañó a la vaca y le dijo que su ternero moriría si ella se movía... Entonces, se levantó sobre sus patas traseras y empezó a succionar la leche de las ubres de la vaca... La otra....
Pero yo ya estoy dormida.
VIII
Y SEREMOS COMPAÑEROS, TÚ Y YO
Transportamos a Buller hasta casa a la luz de la luna. Estuvo mucho tiempo inmóvil, sin ver nada más que el suelo de tierra frente a sus patas, hasta que por fin pudo levantar un poco la cabeza y empezó a caminar. Un día olfateó mi lanza, se sumergió en su vaina de plumas negras de avestruz y agitó la cola siempre expectante. Pero eso fue después de que el mundo hubiera cambiado y de que ya no hubiese más caza de jabalí.
El mundo había cambiado sin yo encontrar ningún motivo para ello. El rostro de mi padre se tornó más grave que nunca y las voces de los hombres con los que hablaba eran roncas. Agitaban mucho la cabeza y hablaban sobre lugares deprimentes que aparecían en los libros de texto y que nada tenían que ver con África.
A un hombre importante le habían pegado un tiro en un lugar que yo no podía pronunciar ni en swahili ni en inglés y debido a este asesinato países enteros estaban en guerra. Parecía un complicado método de castigo, pero así se estaba haciendo. Por tanto, hacia 1915, no sólo se habían apagado las luces en toda Europa, sino que muchas de las que había en las pocas ventanas del África Oriental empezaron a oscurecerse.
En el interior la guerra era diferente. Más que una guerra de armas era una guerra de hombres; los tanques, los aviones, las máscaras de gas y las escopetas que lanzaban proyectiles a veinte millas seguían siendo cosas del futuro, incluso después de mezclarse con el pasado en alguna otra parte.
El Protectorado libró una guerra de fronteras con armas fronterizas; sus ropas seguían siendo fronterizas.
Bóers, somalíes, nandi, kikuyu, kavirondo y colonos de todas las nacionalidades fueron a luchar a la llamada del Imperio con lo que llevaban encima al dejar el arado, el singiri o el bosque.
Iban en mulas o caminando. Portaban escopetas si las tenían, y las armas más mortíferas de algunos eran navajas. Convergían en Nairobi y permanecían en las calles o se reunían ante la Casa de Nairobi; en el mejor de los casos parecían revolucionarios, pero no soldados de la Corona.
Llevaban puestos sombreros, pañuelos, chaquetas de piel curada en casa, shukas, pantalones cortos, iban con botas o sin botas y no importaba. En conjunto componían un uniforme, no para un hombre, sino para un cuerpo de hombres. Cada uno de ellos contribuía con el estilo y color distintivos de un regimiento cuyos predecesores estuvieron en cierta ocasión en América, pero que en esta guerra no tenían contrapartida.
Habían venido a luchar y se quedaron a luchar, algunos porque sabían leer y comprendían lo que leían, otros porque habían escuchado a otros hombres y unos terceros porque les dijeron que, en nombre de la civilización -un Dios del hombre blanco, más tangible que la mayoría-, era su nuevo deber.
Nunca oí el redoble de tambores en aquellos días, ni vi montones de banderas arrastrando tras de sí pelotones en formación. Vi cómo hombres dejaban su trabajo en los molinos y cómo en la granja las parejas de bueyes se quedaban sin dueño.
La granja vivía, pero su voz era un susurro. Producía, pero no con la ansiosa tranquilidad de antes. No había tanto entusiasmo, pero Kibii y yo hicimos lo que hacen los niños cuando fuera las cosas son demasiado grandes para poder comprenderlas; nos quedamos uno junto al otro y jugábamos sin hacer ruido.
Kibii era un niñito nandi menor que yo, pero teníamos muchas cosas en común. Creamos un vínculo que se forjó en la guerra y también lo hubiéramos forjado sin ella; pero que para mí, años más tarde en otro hemisferio, todavía existe, como debe existir para él aún en África.
Un mensajero llegó a la granja con una historia para relatar. No era una historia cuyo significado fuera distinto al de las demás contadas en aquellos días. Trataba de cómo avanzaba la guerra en el África Oriental Alemana y de un hombre joven y alto que había resultado muerto en ella.
Supongo que no era más alto ni mejor que la mayoría de quienes habían muerto. Era una historia normal, pero Kibii y yo, que le conocíamos bien, pensamos que no había otra historia como aquélla, ni tan triste, y lo seguimos pensando todavía.
Un día el joven se ató la shuka al hombro, cogió su escudo y su lanza y se fue a la guerra. Creía que la guerra se componía de lanzas y escudos y valor, y él llevaba todo eso.
Sin embargo, le dieron una escopeta, dejó a un lado la lanza y el escudo, recogió el valor y se fue a donde le mandaron, pues le dijeron que era su deber y él creía en el deber. Creía en el deber y en la clase de justicia que conocía, y en todas las cosas procedentes de la tierra, como la voz de la jungla, el derecho de un león a matar a un gamo, el derecho de un gamo a comer hierba y el derecho de un hombre a luchar. Como era tan joven, creía en muchas esposas y en las historias relatadas a la sombra del singiri.
Cogió la escopeta y la agarró como le habían dicho que debía agarrarla, y fue donde le dijeron que debía ir, con una pequeña sonrisa y buscando a otro hombre con quien pelear.
El otro hombre disparó y le mató, él también creía en el deber. Fue enterrado donde cayó. Era tan simple y tan insignificante...
Pero, por supuesto, para Kibii y para mí tenía significado, porque el hombre joven y alto era el padre de Kibii y mi mejor amigo. Arab Maina murió en el campo de batalla al servicio del Rey. Pero algunos dijeron que fue porque había abandonado su lanza.
-Cuando me hagan la circuncisión y me convierta en un murani -decía Kibii- y beba sangre y leche cuajada como un hombre, en vez de ugali y ortigas como una mujer, encontraré a quien haya matado a mi padre y le meteré la lanza en el corazón.
-Eres muy egoísta, Kibii -decía yo-. Salto tan alto como tú y juego a todos nuestros juegos igual de bien y sé tirar una lanza casi tan lejos. Le encontraremos juntos y le meteremos las dos lanzas en el corazón.
Los días marcados por la guerra se sucedían como el tic-tac de un reloj que no tuviera esfera, ni señalara el tiempo. Poco después era difícil recordar cómo había sido antes, o el recuerdo resultaba empañado y opaco de tanto evocarlo como si fuera una baratija indigna de una mirada.
Kibii y yo empezamos a vivir de nuevo, hora a hora.
Seguía hablando de su próxima circuncisión como quien hable del proyecto de volver a nacer -nacer mejor y con unas esperanzas totalmente nuevas-. Cuando sea un murani..., alardeaba Pero al decirlo, siempre resultaba más pequeño de lo que en realidad era, se parecía aún más a un niño que a un hombre.
Por tanto, mientras él esperaba su renacimiento y yo sólo esperaba crecer, puesto que sólo era una chica, jugábamos a nuestros viejos juegos y nos interesábamos cada vez más por el trabajó con los caballos que mi padre nos había asignado.
Nuestros juegos eran nandi; yo no conocía otros y, a excepción de mí misma, no había ningún niño blanco en las cercanías de Njoro, aunque quizá hubiera algún niño bóer en la pequeña colonia a unas doscientas millas en la meseta Uasin Gishu.
Uno de los juegos consistía en saltar, porque los nandi decían que un muchacho o un hombre, para ser bueno, debía estar capacitado para saltar una altura igual a la suya propia, y Kibii y yo estábamos decididos a ser buenos. Cuando me fui de Njoro podía saltar una altura superior a la mía. También sabía luchar al estilo de los nandi, porque Kibii me enseñó todas las llaves y distintos trucos, así como la forma de levantar a otro
toto
por encima de mi cabeza y tirarle al suelo.
Entre mi galaxia de cicatrices hay una que me hizo un muchacho nandi muy poco galante -a quien vencí en un combate de lucha libre- con la espada de su padre. Esperó hasta cogerme un día andando sola a unas dos millas de la granja, y se abalanzó desde detrás de un espino, blandiendo el arma como si fuera un turco demente. En ese momento yo llevaba una clava en la mano y, durante la pelea en la que nos enzarzamos a continuación, le alcancé detrás de la oreja, pero no antes de recibir un tajo profundísimo en la pierna por encima de la rodilla.
Fueron días tranquilos en los cuales, en el transcurso de sus largas tardes, Kibii y yo jugábamos a algo que tardé meses en aprender y habiéndolo olvidado, nunca podría aprenderlo de nuevo. Sólo recuerdo que utilizábamos unas manzanas pequeñas, amarillas y venenosas a modo de contadores, y una serie de agujeros redondos en el suelo a modo de tablero, y que debíamos hacer más aritmética mental que la utilizada por mí en veinte años. Solíamos jugar a la sombra de las acacias o, una vez finalizado nuestro trabajo con los caballos, tras los muros de los establos, sentados con las piernas cruzadas sobre las bolas amarillas y lisas, como diminutos practicantes de magia negra a la espera de un Signo. Mi padre me daba una pequeña renta en rupias y Kibii tenía una especie de sueldo. Apostábamos con una generosidad propia de fanáticos, pero con las ganancias obtenidas ninguno creó los orígenes de una fortuna, aunque algunas de las monedas del reino se desgastaron por el uso.
En África no se podría vivir sin cazar. Kibii me enseñó a manejar el arco y las flechas y cuando a base de práctica consideramos que podíamos tirar a palomas torcaces, estorninos azules y tejedores, nos dedicamos a piezas mayores. El plan de Kibii era atrevido, pero no dio resultado. Un día nos metimos en el bosque de Mau. Seguimos sus pasillos de iglesia, sus escondrijos, hasta encontrarnos a un cazador wandorobo, un hombre pequeño y arrugado, poco más alto que un pequeño antílope, a quien pedimos veneno para nuestras flechas. Kibii se enfureció ante la sabia negativa del wandorobo; se basaba en el hecho de que éramos demasiado jóvenes para andarnos con esas cosas, y volvimos a salir silenciosamente del bosque justo antes del anochecer con la misma cantidad de veneno con la que habíamos entrado.
-¡Cuando sea un murani...! -decía Kibii con una ferocidad impotente-. ¡Espera sólo hasta que sea un murani... !
En las noches de luna llena a veces solíamos asistir a los
ingomas
kikuyu, danzas tribales que normalmente se celebraban tras una alta loma del Rancho Ecuador de Delamare. Kibii, al ser un nandi, sólo demostraba una tolerancia generosa por los bailes de los kikuyu, aunque, si se le presionaba, admitía que las canciones eran buenas.
Respecto al modo de vida, el de los kikuyu es más parecido al de los kavirondo que al de los masai o los nandi, pero físicamente son los menos impresionantes. Tal vez porque son sobre todo agricultores y el hecho de recurrir a la tierra para su sustento durante generaciones ha difuminado el fuego que en un tiempo pudiera haber en sus ojos y el deseo de superación que pudiera haber en sus corazones. Han perdido la inspiración por la belleza. Es un pueblo muy trabajador; desde el punto de vista del Imperio, un pueblo dócil y, por lo tanto, útil. Tienen un carácter constante, incluso fuerte, pero carente de brillantez.