Al Oeste Con La Noche (5 page)

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Authors: Beryl Markham

Mascullé algo sobre lo agradable que me resultaría quedarme, y que estaría un rato, pero había otras cosas, un piloto perdido, rellenar el depósito de la Avian...

No creo que llegara a oír nada. Empezó a sudar de nuevo y sus piernas se movían a sacudidas bajo la manta. En sus labios se formó una mancha de saliva y comenzó a pronunciar palabras incoherentes y sin sentido.

No entendí nada de lo que dijo, pero ni siquiera en su delirio sollozaba o se quejaba demasiado. Hablaba de cosas sin importancia, gente que había conocido, lugares de África, y una vez mencionó a Carl Hastings y Nairobi juntos, en una frase casi ininteligible. Me había acercado a la cama e inclinado sobre ella, sintiendo en mi propio cuerpo una ola de malestar. Hablé intentando calmarle, pero era un esfuerzo inútil. Se agarró con las manos a los pliegues de mi ropa, y tiraba de la tela para levantarse de la cama.

Quise llamar a Ebert, o a alguien. Pero no pude decir nada y nadie me habría oído, por lo que me quedé allí, con las manos sobre los hombros de Bergner, sintiendo cómo el estremecimiento de sus músculos me atravesaba las yemas de los dedos y oyendo cómo su resquicio de vida se agotaba en un torrente de palabras sin ningún significado, que no llevaba ningún secreto... o tal vez es que no tuviera ninguno.

Al fin le dejé y atravesé de puntillas la puerta de la choza, cerrándola rápidamente tras de mí.

Es posible que Bergner viviera un rato más y que el otro hombre, para quien el pequeño doctor pidió el oxígeno, siga todavía en la mina de oro de Nungwe. Pero nunca volví allí y nunca llegué a saberlo.

Años después conocí a un hombre llamado Carl Hastings en uno de esos cócteles en los que cuando llega la hora de la cena, tanto la gente como la conversación ya se han borrado de tu vida y de tu recuerdo.

-Estuve con un hombre llamado Bergner -empecé-, un amigo suyo...

El señor Hastings -alto, moreno y pulcramente vestido- levantó su vaso y frunció el ceño.

-Sería Barnard -dijo-, Ralph Barnard.

-No -moví la cabeza-. Era Bergner, seguro. Lo recordará... unas Navidades en Mombasa; una especie de apuesta sobre el matrimonio. Lo vi en Nungwe y me habló de ello.

-Hummm -el señor Hastings apretó los labios y se lo pensó-. Es curioso lo que pasa con las personas -dijo-, muy curioso. Conoces a tantas y recuerdas a tan pocas. Como ese tipo del que está hablando... ¿Dijo que se llamaba Barker...?

Había una bandeja con copas a mi lado, alargué la mano y cogí una.

-Salud -dijo el señor Hastings.

Bebí un sorbo recordando mi despegue de Nungwe, viéndole una vez más, con claridad, con todos los detalles.

Estaban los kavirondo ayudándome con las latas de combustible, estaba Ebert, todavía con disculpas y un poco decepcionado, y estaba la manga manchada de barro con la punta cerrada, colgando del mástil como la bandera patética de un reino tan pequeña que nadie podría tomárselo nunca en serio.

Más allá había viento suficiente y demasiado sol, y el canto anhelante del avión. Un instante más tarde apareció el golfo Speke, profundo como el cielo e igual de azul. Y después, las llanuras del Serengetti.

III

EL SELLO DEL DESIERTO

Las llanuras del Serengetti se extienden desde el lago Nyaraza, en Tanganika, hacia el norte más allá de las fronteras meridionales de la colonia keniata. Son el gran santuario del pueblo masai y en ellas se refugia un número de animales salvajes superior al de cualquier territorio similar en toda el África Oriental. En la época de la sequía están tan secas y rojizas como las pieles de los leones que por ellas merodean y, durante la temporada de lluvias, ofrecen la bendición de la hierba tierna a todos los animales posibles en un cuento infantil ilustrado.

Son interminables y están vacías, sin embargo encierran una vida tan ardiente como las aguas de un mar tropical. Las sendas de los alces, los ñúes y las gacelas de Thompson forman una telaraña de caminos, y millares de cebras pisotean sus valles y hondonadas. Yo he visto una manada de búfalos invadir los pastos bajo los bosquecillos de espinos desperdigados aquí y allá y, de vez en cuando, la figura caprichosamente moldeada de un pesado rinoceronte cruzar el horizonte, como una piedra gris que cobrando vida se aventurase a caminar. No hay carreteras. No hay pueblos, ni ciudades, ni telégrafo. Hasta donde alcanza la vista, o el pie, o el caballo, no hay nada, excepto hierba y rocas, y unos cuantos árboles, y los animales que allí habitan.

Hace años, uno de los banqueros Rothschild componente de una expedición de caza dirigida por el capitán George Wood -actualmente edecán de Su Alteza Real el Duque de Windsor- instaló sus tiendas en las llanuras del Serengetti, junto a una masa inmensa de estas rocas en las que era posible protegerse del viento y donde había agua. Desde entonces, incontables partidas de caza en safari se han detenido en este lugar, y el campamento Rothschild sigue siendo una señal y una especie de refugio para los cazadores que han llegado hasta allí, abandonando, al menos por un tiempo, las comodidades del otro mundo que quedó tras ellos.

En el campamento Rothschild no hay pista de aterrizaje, sino una explanada lo suficientemente llana como para acoger a una avioneta si el viento es favorable y el piloto tiene cuidado.

He aterrizado allí con frecuencia y al planear para tomar tierra casi siempre he visto leones. En ocasiones se movían como perros de paseo indiferentes y tranquilos o en otras se tomaban tiempo para descansar, sentándose en sus cuartos traseros en grupos reducidos -machos, hembras y cachorros-, mirando atentamente hacia la Avian con la misma expresión que encontramos en los retratos familiares enmarcados en oro de la Década Malva.

No quiero decir con esto que el león del Serengetti esté ya tan hastiado de la cámara de cine del explorador moderno que su disposición a posar se haya convertido en una especie de costumbre al estilo de Hollywood. Pero a muchos se les ha sobornado tan a menudo con cebras recién cazadas u otros manjares exquisitos, que a veces es posible pasar a treinta o cuarenta yardas de ellos en automóvil y con un equipo fotográfico.

Sin embargo, aventurarse a pie a tan escasa distancia supondría romper de repente en pedazos cualquier tipo de creencia benévola de que la similitud entre el león y el gato va mucho más allá de sus bigotes. Pero, puesto que el hombre sigue matando a hierro, es un tanto optimista suponer que el león repliegue sus garras, al tener -como tiene- la desventaja de no poder leer nuestras mejores proclamaciones sobre la inmoralidad de un derramamiento de sangre.

Al volver de Nungwe sobrevolé el campamento Rothschild porque el lugar estaba en la ruta de Woody -desde Shinyaga, en Tanganika Occidental, hasta Nairobi- y sabía que, vivo o muerto, no se hallaría muy lejos de su recorrido.

Woody llevaba un monoplano German Klemm, con un motor Pobjoy británico de noventa y cinco caballos. Si dicha combinación tenía alguna virtud en un terreno tan vasto e imprevisible, era que la extraordinaria envergadura de las alas del avión permitía una amplia autonomía de planeo y una velocidad lenta de aterrizaje.

La Klemm no tenía precisamente el mérito de poder hacer frente al mal tiempo, y la velocidad y la distancia tampoco eran lo suyo. Ni la avioneta ni el motor que llevaba estaban concebidos para algo más que no fueran vuelos esporádicos sobre un terreno habitado y cuidadosamente explorado y a los que volábamos para ganarnos la vida en Kenia nos parecía que su empleo para transporte y servicio de mensajes por parte de la East African Airways era el indicativo de un empeño un tanto imprudente en la tradición de los pioneros.

La escala cartográfica de todos los mapas aéreos de África disponibles en aquellos tiempos era de 1:2.000.000 -uno igual a dos millones-. Una pulgada en el mapa suponía unas treinta y dos millas en el aire, cuando en los mapas de vuelo europeos una pulgada no representaba más de cuatro millas aéreas.

Además, los impresores de mapas africanos tenían al parecer la costumbre, un tanto maliciosa, de indicar los nombres de las poblaciones, cruces y aldeas en letras grandes y aunque estos sitios, de hecho, existían -al igual que puede existir un grupo de cabañas de paja o una charca-, solían ser tan insignificantes que resultaba totalmente imposible descubrirlos desde la cabina.

Aparte de esto, era aún más desconcertante examinar los mapas antes de un vuelo proyectado y descubrir que en muchos casos la mayor parte del terreno sobre el que había que volar estaba señalado categóricamente: INEXPLORADO.

Era como si los cartógrafos hubieran dicho: Sabemos que entre este lugar y aquél se extienden varios cientos de miles de acres, pero hasta que usted no haga allí un aterrizaje forzoso, no sabremos si es barrizal, desierto o jungla, ¡y lo más probable es que, en ese caso, tampoco lleguemos a saberlo!.

Todo ello -unido al hecho de que no había radio, ni ningún sistema para controlar la entrada de los aviones en sus puntos de contacto, ni la salida de los mismos- obligaba al piloto, como factor esencial, a desarrollar su intuición hasta un grado máximo o bien a adoptar una filosofía fatalista de la vida. La mayoría de los aviadores que conocí en África por aquel entonces habían conseguido ambas cosas.

Durante el vuelo desde Nungwe en busca de Woody, el tiempo fue bueno y la visibilidad ilimitada.

Me mantuve a unos cinco mil pies de altitud, zigzagueando, para tener un campo visual lo más amplio posible.

Desde la cabina abierta podía mirar de frente, o hacia atrás y hacia abajo, por encima de las alas plateadas. El Serengetti se extendía como un cuenco cuyos bordes fueran los confines de la tierra. Era un cuenco lleno de vapores calientes del que se levantaban oleadas visibles que ejercían una, presión física sobre la Avian, y la elevaban del mismo modo que el calor de una hoguera sin llamas levanta una pavesa.

Con ayuda de mi imaginación, una roca o una sombra adquirían una y otra vez la forma de un avión aplastado o de una masa de metal retorcido, y me inclinaba, y bajaba, y bajaba, por encima del objeto sospechoso, hasta que veía sus contornos claros y nítidos... y de nuevo, el desengaño.

Cada punto extraño en el paisaje era un monoplano Klemm accidentado, y cada rama o cada mata de breña que movía el viento era, por un instante, la señal emocionada de un hombre desamparado.

Hacia el mediodía llegué al campamento Rothschild y volé en círculos sobre él. Pero no había actividad, ni vida, ni siquiera la silueta compacta y parsimoniosa de un león. No había nada, excepto la eminente formación de rocas altas y grises, amontonadas unas sobre otras, brotando de la tierra como las ruinas consumidas por el tiempo de una catedral abandonada.

Giré hacia el nordeste. El sol vertical derramaba el calor del mediodía sobre la llanura.

Cerca de las dos de la tarde había cubierto la región alrededor del río Uaso Nyiro, que corre hacia el sur dejando atrás las termas de Magadi y llega hasta el lago Natron.

Excepto el vallejo que bordea el río, el terreno es aquí un erial ondulado de lomas desoladas, como la superficie del agua perfilada con tiza. Sobre la capa blanca no sólo sería visible un avión, sino un objeto tan pequeño como el casco de un piloto. Pero no había ningún avión, ni ningún casco. Apenas una sombra, salvo la mía.

Continué hacia el norte, sintiendo un deseo de dormir cada vez más acuciante, pero no por cansancio. Lo que contribuye en mayor medida a la soledad de un vuelo de muchas horas sin parar sobre un terreno desolado es la ausencia de humo en el horizonte. Durante el día una espiral de humo es como un rayo de luz en la noche. Puede encontrarse fuera de tu ruta, a estribor o a babor, puede que no sea más que el humo débil de una fogata masai, cuyos guardianes te conocen en la misma medida que conocen sus preocupaciones futuras, pero, no obstante, es un faro, es una señal humana, como una pisada o una cerilla en la arena.

Pero, si bien no había humo que indicase la existencia de un hogar o de un poblado, había al menos otros signos de vida, que sin ser humana, no por ello resultaba menos agradable.

En cientos de lugares, hasta donde alcanzaba la vista y en todas direcciones, brotaban nubecillas de polvo, rodaban por la planicie y desaparecían de nuevo. Desde el aire se asemejaban a una multitud de geniecillos que surgían de los confines de su lámpara maravillosa y embrujada, y se marchaban veloces con el viento a realizar alguna acción maligna, o tal vez benigna, durante largo tiempo maquinada.

Cuando las nubecillas desaparecieron, vi pequeños rebaños de animales que corrían de un lado a otro y miraban hacia todas partes, excepto hacia arriba, intentando escapar del ruido de la avioneta.

Entre Magadi y Narok observé que justo debajo y frente a mí se formaba una nube amarilla. La nube se aferraba a la tierra y, cuanto más me acercaba, se transformaba en una ola oscilante que eclipsaba la luz del sol y oscurecía la hierba y las mimosas a su paso.

Desde su posición aventajada, los precursores de una inmensa manada de impalas, ñúes y cebras se lanzaban al vuelo ante la sombra de mis alas. Di una vuelta, reduje velocidad y perdí altura, hasta que la hélice se introdujo en la franja de polvo y sentí cómo las partículas del mismo ardían dentro de mis fosas nasales.

La manada, al moverse, se convirtió en una alfombra de color marrón-orín, gris y rojo pálido. No era como un rebaño de vacas o de ovejas, porque era salvaje, y llevaba consigo el sello del desierto y la libertad de una tierra todavía más en posesión de la Naturaleza que de los hombres. Ver a diez mil animales sin domesticar y sin marcar con los símbolos del comercio humano es como escalar por vez primera una montaña inconquistada o como encontrar un bosque sin carreteras, ni sendas, ni la marca de un hacha. Entonces llegas a conocer lo que siempre te habían dicho, que el mundo en un tiempo vivió y se desarrolló sin calculadoras, ni papel de periódico, sin calles con muros de ladrillos y sin la tiranía de lo; relojes.

Al frente de la manada vi impalas que daban saltos mientras corrían y ñúes que hacían alarde de sus cuernos frágiles o se tiraban al suelo con el desenfado de derviches locos. No sé por qué lo hace, pero, ya sea por un falso sentido del equilibrio o, simplemente, por un recurso descarado hacia lo melodramático, cuando el ñu se siente atemorizado por un avión siempre reacciona al estilo de un payaso de circo que hace esfuerzos desesperados por escapar del perro amaestrado dando vueltas y vueltas a la pista.

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