Read Al Oeste Con La Noche Online
Authors: Beryl Markham
Sinopsis: Cuando una de esas grandes sequías que castigan periódicamente África acabó con la fortuna y la granja de su padre había conquistado el desierto. Beryl Markham decidió permanecer en el continente negro. África ya la había hechizado para siempre.
Beryl Markham hizo cosas insólitas para una dama de su época: pasó la infancia cazando descalza con los nandi (una tribu nilótica), aprendió swahili y otros dialectos africanos, amaestró caballos de carreras, sabía cómo domar un potro levantisco, conocía bien los vientos, la brújula y el timón de su avioneta, y fue la primera persona que atravesó el Atlántico en solitario de este a oeste.
Aquella mujer a quien Londres le parecía un aburrimiento, que a los dieciocho años obtuvo la licencia de entrenadora de caballos de carreras, entrenó a seis caballos ganadores del Derby de Kenya, más tarde aprendió a volar, se convirtió en piloto comercial y en 1936 realizó el vuelo histórico de cruzar el Atlántico en solitario, huyó de la maldición del aburrimiento como del mismísimo diablo.
Beryl Markham
Al oeste con la noche
ePUB v1.1
OhCaN
07.07.11
Título original: West with the night
Traducción: Lliliana Piastra
Traducción cedida por Grupo Editorial Grijalbo Mondadori
Diseño de cubierta: Ferran Cartes/Monts Plass
© 1995 Salvat Editores, S.A. (De Ia presente edición)
© 1942, 1983 Beryl Markham
© 1987 Mondadori Espana, S.A. ISBN: 84-345-9181-2 (Obra completa) ISBN: 84-345-9185-5 (Volumen 4)
Depósito Legal: B-11475-1995
Publicado por Salvat Editores, S.A., Barcelona
Impreso por CAYFOSA. Marzo 1995
Printed in Spain - Impreso en España
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MENSAJE DESDE NUNGWE
¿Cómo es posible poner orden en los recuerdos? Me gustaría empezar por el principio, con paciencia, como un tejedor en su telar. Me gustaría decir: El lugar de partida es éste; no puede ser otro.
Pero hay un centenar de sitios por donde empezar porque hay un centenar de nombres
-Mwanza, Serengetti, Nungwe, Molo, Nakuru-. Hay fácilmente un centenar de nombres y lo mejor que puedo hacer es elegir uno de ellos -no porque sea el primero ni porque tenga ninguna importancia en el sentido de disparatada aventura, sino porque resulta que ahí está, el primero en mi diario-. Al fin y al cabo, yo no soy tejedor. Los tejedores crean. Esto es un recuerdo, una rememoración. Y los nombres son las llaves para abrir los pasillos que ya no están nítidos en la mente aunque sigan siendo familiares para el corazón.
Por lo tanto el nombre será Nungwe -tan válido como cualquier otro-, apuntado así en el diario, para prestar realidad, ya que no orden, a los recuerdos:
FECHA: 16/6/35
TIPO DE AVIONETA: Avro Avian
MARCAS: VP - KAN
TRAYECTO: De Nairobi a Nungwe
DURACIÓN: 3 horas 40 minutos.
Después pone PILOTO: yo; y OBSERVACIONES: en este caso no había ninguna.
Pero podía haberlas habido.
Es posible que ahora Nungwe esté muerto y olvidado. Apenas estaba vivo cuando llegué allí en 1935. Se extendía al oeste y al sur de Nairobi, en el borde más meridional del lago Victoria Nyanza; no era más que un puesto fronterizo y muerto de hambre, formado por cabañas mugrientas, y eso sólo porque un explorador cansado y descorazonado vio un día una partícula de oro pegada al barro del tacón de una de sus botas. Levantó la motita con la punta de su navaja y la miró fijamente hasta que su imaginación fue transformándola de grano diminuto y mohoso en pepita, y de pepita en negocio fabuloso.
Su nombre escapa a la memoria, pero no era un hombre discreto. En poco tiempo Nungwe, que sólo había sido una simple palabra, se convirtió en Meca y espejismo porque llegaron otros aventureros como él -a quienes tenía sin cuidado el calor abrasador del país, la malaria, las aguas negras,
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la carencia total de comunicaciones, salvo el camino a pie a través de sendas forestales armados de picos y palas, y quinina, y latas de conserva, y grandes esperanzas. Y empezaron a cavar.
Nunca llegué a saber lo que sacaron de las excavaciones, si es que sacaron algo, porque era de noche cuando hice aterrizar mi pequeño biplano en la estrecha pista que habían abierto en la breña. Para guiar mi aterrizaje había fogatas hechas con trapos empapados en petróleo que ardían en el interior de unos trozos de lata doblados.
No se ve demasiado con una luz así: algunos rostros oscuros que miran hacia arriba impasibles y pacientes, brazos semilevantados que hacen señas, la sombra de un perro que vaga entre las teas. Recuerdo estas cosas y a los hombres que me recibieron en Nungwe. Pero despegué de nuevo al amanecer sin llegar a saber nada sobre el éxito de sus operaciones o la riqueza de su mina.
No era porque quisieran ocultarlo; lo único que pasaba es que aquella noche tenían otras cosas en las que pensar y ninguna de ellas estaba relacionada con el oro.
Yo trabajaba en Nairobi como piloto independiente y tenía mi cuartel general en el Muthaiga Country Club. Incluso en 1935 no resultaba sencillo conseguir un avión en África Oriental, y sin avión era casi imposible efectuar recorridos largos por el país.
Por supuesto, de Nairobi salían carreteras hacia una docena de lugares.
Éstas empezaban bastante bien, pero unas cuantas millas más lejos se estrechaban y desaparecían en las colinas sembradas de rocas, o se perdían en un pantano de fango de muram rojo o de tierra negra y algodonosa en los llanos y los valles. Vistas en un mapa parecen firmes y reales, pero aventurarse desde el sur de Nairobi hacia Machakos o Magadi, en cualquier vehículo inferior a un tractor John Deere de potencia media, resultaba de un optimismo rayano en la pura fantasía. La última vez que pasé por la carretera que conduce al Sudán Angloegipcio al noroeste a través de Naivasha, considerada como practicable en la estación seca, estaba tan pegajosa que parecía melaza negra de la mejor calidad.
La Comisión Gubernamental de Carreteras cometió la ligereza de olvidar este pequeño fallo -además del hecho de que entre Naivasha y Jartum se extienden miles de millas de marisma de papiros y extenso desierto- cuando hizo colocar cerca de Naivasha un cartel impresionante y magnífico que rezaba:
A JUBA - JARTUM - EL CAIRO
Nunca he llegado a saber si este dudoso estímulo al viajero ocasional era sólo el resultado de un voluntarismo bienintencionado, o si algún funcionario, bajo la maldición de un humor sádico y depravado, había encontrado una vía de escape al mismo tras años de represión en una bochornosa oficina de Nairobi. En cualquier caso allí seguía el cartel, como un faro, desafiando a todos sin excepción a que continuaran (ni siquiera con cuidado) hacia lo que, casi seguro, no era ni Jartum ni El Cairo, sino una Ciénaga de Desaliento más tangible pero al menos igual de desesperante que la del señor Bunyan.
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Por supuesto, esto era una excepción. Las carreteras con más tránsito eran buenas y con frecuencia contaban con un tramo corto asfaltado, pero cuando terminaba el asfalto, con un avión, caso de tener uno a mano, se podían ahorrar horas de esfuerzo agotador al volante de un coche que va dando bandazos, siempre que el conductor fuera lo suficientemente hábil como para mantener el coche dando bandazos. Mi avioneta, aunque sólo era biplaza, estaba casi siempre ocupada, a pesar de la competencia de las entonces recién nacidas East African Airways y no digamos de las Wilson ya establecidas.
La propia Nairobi, puerta de acceso a un país todavía nuevo, un país grande, un país casi desconocido, se encontraba en plena actividad y desarrollo. En menos de treinta años la ciudad se había levantado de un montón de chozas de hierro ondulado que daban servicio al larguirucho Ferrocarril de Uganda, hasta convertirse en un revoltijo de británicos, bóers, indios, somalíes, abisinios, nativos de toda África y otros muchos lugares.
Hoy en día, sólo su Bazar Indio abarca varios acres; sus hoteles, sus oficinas estatales, su hipódromo y sus iglesias son la prueba fehaciente de que África Oriental, por lo menos, se ha puesto al día con los tiempos y los sistemas modernos. Pero el núcleo sigue estando verde y la mano de hierro de los funcionarios británicos apenas ha conseguido ablandarlo. Las empresas prosperan, los bancos florecen, los automóviles suben y bajan -dándose importancia- por Government Road, y las dependientas y los oficinistas piensan, actúan y viven como en cualquier población moderna de treinta y tantos mil habitantes de cualquier país del mundo.
La ciudad se extiende confortablemente sobre las llanuras de Athi al pie de las onduladas colinas Kikuyu, mirando al monte Kenia por el norte y al Kilimanjaro, en Tanganika, por el sur. Es una oficina contable en medio del desierto, un lugar en el que hay libras y chelines, y venta de terrenos, y comercio, y éxitos extraordinarios, y extraordinarios fracasos. En sus tiendas se vende de todo. A su alrededor se extienden granjas y plantaciones de café en un radio de más de cien millas; los camiones y trenes de mercancías abastecen diariamente sus mercados.
Pero, ¿qué son cien millas en un país tan grande?
Más allá hay aldeas que siguen dormidas en los bosques, en las grandes reservas, aldeas habitadas por seres humanos sólo vagamente conscientes de que el curso uniforme de su vida real puede peligrar, de algún modo, debido a la presión persistente e irresistible del hombre blanco.
Pero las guerras del hombre blanco se libran siempre en los bordes de África; podemos transportar una ametralladora trescientas millas tierra adentro desde el mar y seguiremos estando en el borde. Desde los tiempos de Cartago, y antes, los hombres han horadado la roca y escarbado para conseguir asentamientos permanentes en las costas, en los desiertos y en las montañas, y allí donde dichos asentamientos se han consolidado, el derecho a su posesión ha sido motivo de luchas y matanzas interminables.
Los distintos conquistadores no han tenido en cuenta el alma vital de la propia África, de la que emana la verdadera resistencia a la conquista. El alma no está muerta sino callada; no está exenta de sabiduría sino que su sabiduría es de una sencillez tal, que la mente enrevesada de la moderna civilización la considera inexistente. África pertenece a una época antigua y la sangre de muchos de sus pueblos es tan pura y venerable como la verdad. ¿Qué raza de advenedizos, surgida de algún siglo reciente e inmaduro que se arma de acero y presunción, puede igualarse en pureza a la sangre de un solo masai murani, cuya herencia puede proceder de algún lugar cercano al Edén?
La mala hierba no está corrompida; sus raíces absorbieron su existencia primaria del génesis de la tierra y siguen conservando su esencia. La mala hierba siempre retorna; la planta cultivada retrocede ante ella. La pureza racial, la verdadera aristocracia, se transmite no por decreto, no por rutina, sino por la conservación de la afinidad con las fuerzas elementales y los objetivos de la vida, cuya comprensión no está más lejos de la mente de un pastor nativo de lo que lo está la búsqueda a tientas de una inteligencia con birrete.
Suceda lo que suceda, los ejércitos continuarán retumbando, las colonias pueden cambiar de jefes y a pesar de ello todo África se extiende y se extenderá como un gran gigante de prudente somnolencia, inalterable ante el fragor del redoble de tambores de los imperios en liza. No es sólo una tierra; es una entidad nacida de la esperanza de un hombre y de la fantasía de otro.