Al Oeste Con La Noche (17 page)

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Authors: Beryl Markham

Mira la semilla en la palma de la mano de un granjero. Un soplo puede llevársela y ése es su fin. Pero contiene tres vidas: la suya propia, la del hombre a quien puede alimentar cuando crezca y la del hombre que vive de su cultivo. Si la semilla muere, esos hombres no morirán, pero seguramente ya no pueden vivir como antes. Se verán afectados por la muerte de la semilla; deben cambiar, poner su confianza en otras cosas.

Un año murieron todas las semillas en Njoro y en todas las granjas de alrededor de Njoro, en las tierras bajas, en las laderas de las colinas, en las parcelas cuadradas robadas a los bosques, en las granjas grandes y en las granjas construidas sólo con un arado y una esperanza. Las semillas murieron por carecer de alimento, murieron de hambre por falta de lluvia.

Una mañana el cielo fue transparente como un cristal. Y también a la mañana siguiente, y a la siguiente, y durante todas las demás mañanas hasta que se hizo difícil recordar cómo caía la lluvia, o cómo era un campo verde y húmedo de vida en donde un pie desnudo se hundiese en él. Todo aquello que crecía detuvo su crecimiento, las hojas se abarquillaron y las criaturas le dieron la espalda al sol.

Quizá en algún lugar -en Londres, en Bombay, en Boston- un periódico incluyera una sola frase (en una página de menor categoría): La sequía amenaza el África Oriental Británica. Tal vez alguien lo leyera y levantara la mirada con la esperanza de que aquel día sus propios cielos estuvieran tan despejados como los nuestros, o considerara que la sequía en el último rincón de África no era casi noticia.

Puede que no lo sea. Casi no es noticia cuando un hombre a quien nunca has visto y nunca verás pierde el trabajo de un año, o el trabajo de diez años, o incluso el trabajo de una vida en una parcela de tierra que se encuentra demasiado lejos como para poder imaginarlo.

Pero cuando abandoné Njoro, todo estaba demasiado cerca como para olvidarlo fácilmente. La lluvia alimenta la semilla y la semilla el molino. Cuando la lluvia se detiene, las ruedas del molino se detienen o, si continúan girando, muelen la desesperación de su dueño.

Mi padre era su dueño. En la época que precedió a la sequía, había firmado contratos con el gobierno y con particulares, comprometiéndose a la entrega de cientos de toneladas de harina y cereal a un precio fijo y en una fecha fija. Si la esencia de un buen negocio no es obtener un beneficio por triplicado por lo que tú entregas, sí es, por lo menos, no obtener menos de lo dado.

Aprendí la tiranía de las cifras antes de conocer el valor de una libra. Aprendí por qué mi padre se sentaba durante tanto tiempo, hasta tan tarde y tan inútilmente, ante las páginas garabateadas, el tintero abierto y las mechas de la lámpara, que se reían con disimulo; no podías comprar maíz a veinte rupias la bolsa, reducirlo a harina y luego venderla a diez rupias. O podrías (si hacías honor a tu palabra), pero veías cómo tu fortuna se escapaba por las tolvas con cada puñado de material molido.

Durante muchos meses la misma larga cadena de carros cargados se arrastró por la carretera de Kampi ya Moto hasta la granja de Njoro. Iban llenos del mismo grano que habían traído durante años, pero no era grano reciente. No era grano fresco, cosechado en abundancia, recogido de los campos con gritos y con sudor. Era grano acumulado o grano rastrojado de parcelas avaras; traía el precio más alto que los colonos más antiguos, con las historias más antiguas, recordaban.

Mi padre lo compró, trayéndolo de donde podía encontrarse y allí donde gastó una rupia, perdió dos. Las ruedas del molino giraban, la harina se metía en bolsas abiertas en un bostezo, en cuyo interior quedaba encerrada una parte de la granja.

Algunos hombres pensaron que mi padre estaba un poco loco. Antes se habían eludido muchos contratos, ¿verdad? ¿No era Dios el responsable de la sequía?

Sí, y de otras cosas, pensaba mi padre, incluida la ausencia de sequía. Pero mantenía que la inocencia de Dios era razonable con respecto a un contrato firmado.

Un día, una fila de vagones de mercancía salió de la vía muerta del molino detrás de un motorcito triunfante. Se había molido el último grano de harina; se había cumplido con todos los contratos, desde la primera palabra hasta la última y solemne raya de tinta. El motor tomó la curva más alejada. Silbó una vez, arrojó humo sobre el horizonte inmaculado y desapareció. Se llevaba consigo la mayor parte de mi juventud, el titulo de propiedad de la granja, los edificios, las cuadras y todos los caballos excepto uno: El caballo con alas.

-Ahora -dijo mi padre- tenemos que pensar.

Y entonces, pensamos.

Estuvimos una hora sentados en su pequeño estudio y me habló con más gravedad que nunca.

Su brazo reposaba sobre el libro grande y negro, ahora cerrado, y me dijo muchas cosas que jamás había sabido -y otras que sabía. Se marchaba a Perú, un país sin límites, como éste, y un país amante de los caballos y necesitado de hombres que los comprendieran. Me quería llevar con él, pero yo debía elegir; a los diecisiete años y unos meses, no era una niña. Podía pensar. Podía razonar.

¿Me consideraba él con suficiente experiencia como para amaestrar pura sangre como un profesional?

Sí, pero había mucho que aprender.

¿Podía albergar la esperanza de conseguir alguna vez la licencia para amaestrar caballos de acuerdo con las normas del English Jockey Club?

Sí, pero nada tenía tanto éxito como el éxito.

Mi conocimiento de África era demasiado pobre como para abandonarla y amaba demasiado lo que conocía. Perú era un nombre, una mancha púrpura en un mapa de un libro de texto. Podía dar en el clavo con Perú, pero el martillo, que eran mis pies, estaba en el suelo de África. En África había trenes, algunas carreteras, ciudades como Nairobi, escuelas, luces brillantes y telégrafo.

Había hombres que decían haber explorado África; habían escrito libros sobre ella. Pero yo sabía la verdad. Sabia que para mí el país no se había descubierto todavía, era desconocido. Apenas lo había soñado.

Vete a Molo -dijo mi padre-. En Molo hay cuadras que te vendrían bien. Recuerda que sólo eres una chica y no esperes demasiado, hay pocos propietarios que quieran amaestrar caballos.

Después, trabaja y ten esperanza. Pero siempre más trabajo que esperanza.

Entonces, como ahora, la cautela espartana de mi padre.

El camino subía hacia el norte, hacia Molo; por la noche subía en línea recta hacia las estrellas.

Subía por la ladera de la escarpadura de Mau, hasta que, a diez mil pies, encontraba la meseta y allí descansaba, y algunas de las estrellas ardían por debajo de su borde. Por la mañana la meseta estaba más alta que el sol. Incluso el día escalaba el camino de Molo. Yo lo escalé con todo lo que poseía.

Tenía a Pegaso y dos alforjas. Las alforjas contenían la manta del poney, su cepillo, un cuchillo de herrero, seis libras de avena triturada y un termómetro a modo de precaución contra la enfermedad del caballo. Para mí llevaba bolsas con pijamas, pantalones, una camisa, un cepillo de dientes y un peine. Nunca tuve menos, ni tampoco he necesitado algo más.

Salimos antes del alba, de manera que cuando la silueta de las colinas volvió a perfilarse, Njoro se había marchado, había desaparecido cuando la noche frunció su ceño impotente por última vez.

Se habían marchado la granja, sus molinos giratorios, sus campos, sus paddocks, sus carros y sus holandeses vociferantes. Se había marchado Otieno y Toombo, mi espejo nuevo, mi cabaña nueva con sus tablillas de cedro, todo quedaba tras de mí, no como parte de una vida, sino como toda una vida vivida y terminada.

¡Y de qué forma totalmente terminada! También para Buller con las cicatrices de todas sus batallas, conservando en su gran corazón muerto el recuerdo sellado de sus alegrías y de las mías, los olores que conocía, los caminos, los juegos, aquellos jabalíes vencidos, el andar silencioso de las garras de un leopardo; él también vivió una vida que ya había terminado. Quedaba tras de mí, enterrado a gran profundidad junto al sendero hasta el valle donde cazábamos. Quedaban rocas sobre él, rocas que yo había levantado y transportado hasta allí, rocas que yo había amontonado formando una pesada pirámide, sin nombre ni epitafio.

Pero, ¿qué puede decirse de un perro? ¿Qué puede decirse de Buller, un perro como ningún otro, sólo para mí? ¿Pueden repetirse esas frases pomposas y autotranquilizadoras; esta noble bestia, este modelo de camarada, este amigo del hombre?

La sombra de Buller -grande, arrogante, jactanciosa, a la fría luz de alguna luna propicia- ¿cómo consideraría estos sentimientos anhelantes? Inclinaría una vez más su nariz insaciable, abriría un poco más aquel ojo que siempre se le cerraba un poco y diría: ¡En nombre de mi padre, y del padre de mi padre, y de todo buen perro que jamás matara un gato, ni robara un pernil, ni mordiera a ningún boy de la granja! ¿Ése podría ser yo?.

Descansa Buller. Ninguna hiena en las colinas, ni ningún chacal rastreador de la noche tocará con sus patas las rocas que te señalan. Un corazón como el tuyo se respeta y, si deja de latir, queda vivo el espíritu para proteger los caminos por los que tú errabas.

Mi camino es el norte. Es estrecho y se curva contra las laderas de la Mau como la correa de un látigo. El sol nuevo se desploma sobre él en una mezcolanza de barras doradas que yacen en el suelo o se apoyan contra los árboles que bordean el bosque. Los árboles son enebros altos y cedros fuertes, se estiran hasta el cielo sobre tallos rectos, gruesos y toscos de cortezas grisáceas. El Liquen gris se agarra en greñas coaguladas desde sus copas altas, derrotando al día y, bajo la barrera de sus robustos hermanos, al abrigo de la luz ardiente, crecen y se apiñan olivos, enredaderas caprichosas y cosas de menor importancia.

Voy montada sobre el regalo de mi padre, mi caballo con alas, mi Pegaso de ojos oscuros y audaces, pelo marrón y brillante, crines largas ondeantes como una bandera de seda negra en la lanza de un caballero medieval.

Pero yo no soy un caballero medieval. No soy un caballero medieval a quien saludaría algún otro, exceptuando tal vez a aquel caballero fabuloso y patético que recorría los caminos de una España lejana y más antigua. Voy vestida con unos pantalones de trabajo, una camisa de colores, mocasines de cuero y un viejo sombrero de fieltro, de ala ancha y desgastado por el tiempo. Llevo en una mano el estribo largo y la otra metida en el bolsillo.

Cerdos gigantes perturbados en su forraje matinal se cruzan en mi camino; en las ramas retorcidas chillan y farfullan unos monos; mariposas brillantes y fantásticas, tan carentes de hogar como las astillas que traen las olas, se lanzan y levantan de todas las hojas. Un bongo, el más extraño de todos los antílopes, huye por el bosque a grandes saltos, hundiendo su piel a rayas rojas y blancas en un matorral, lejos de mis ojos curiosos.

El camino es escarpado y nunca recto, pero las patas firmes y resistentes de Pegaso lo calibran con un desprecio natural. Sus alas son fantasía, pero no su valor. Nunca camina a trompicones, nunca da sacudidas; es tan suave como el silencio.

Esto es el silencio. Para mí este viaje a caballo a través del nacimiento bullicioso de un día en el bosque es silencioso. Los pájaros cantan, pero no oigo su canción; el correteo de un antílope al alcance de mi mano es el movimiento de un fantasma a través de un bosque fantasmal.

Pienso, examino, recuerdo cientos de cosas -cosas nimias, cosas tontas que se me ocurren sin razón y se esfuman de nuevo.

Kima el zambo, el gran zambo que amaba a mi padre pero a mí me odiaba; los gestos de Kima, sus amenazas, su cadena en el patio; la mañana en que se escapó para acorralarme contra la pared de una cabaña y me hundió los dientes en el brazo, me arañó los ojos, gritando su odio celoso hasta que, con un valor infantil nacido del terror, le maté con una clava, las manos frenéticas y sollozos de furia; después, siempre negué mi culpabilidad.

Noches de leopardos y noches de leones. El día en que los elefantes emigraron de Mau a Laikipia, cientos de ellos en una falange grande e irresistible, aplastando el grano joven, las vallas, desmenuzando cabañas y graneros, mientras nuestros caballos temblaban en sus cuadras; las consecuencias: el camino de los elefantes, amplio y nivelado como una ruta de conquistadores que atravesara el corazón de la granja.

El león en los paddocks, el grito de un novillo, una vaca, una vaquilla; la precipitación para buscar quinqués, rifles, el susurro de un hombre a otro; la quietud; la forma leonada cargada con su muerte, corriendo por la hierba alta; balas que zumban contra el viento; el león saltando la valla de cedro, con buey y todo; los rifles bajados.

Y las noches del leopardo, noches a la luz de la luna; mi padre y yo agachados junto a la mole del carro de un holandés al borde del depósito de agua; el golpe suave de los cartuchos en las escopetas; la espera, los músculos tensos; el merodeador pausado que se desliza como una sombra sobre aguas estancadas; ojos a lo largo de los cañones negros, la presión de un dedo.

Cosas para recordar; algunas sombrías, algunas claras. Llevo a Pegaso a medio galope suave donde el camino se allana y atraviesa un claro abierto. Las riendas se ensartan entre los dedos de mi mano derecha, la fusta descansa entre la palma y las riendas de la misma mano. Me he puesto una chaqueta fina de piel de ciervo para cuando el sol se levante, el bosque se espese, el camino cuesta arriba encuentre el aire más frío y denso, y los pasillos verdes se refresquen con su olor.

Sonrío para mí recordando a Bombafu. No sé qué me hace recordarlo pero de repente ahí está.

Bombafu significa loco en swahili; en Njoro significaba el loro de mi padre.

¡Pobre Bombafu! Un día silbó a la destrucción y ésta llegó. ¡Qué triste, qué desnudo, qué desilusionado estaba un momento después de que su máximo éxito brillara sobre él como un destello de luz y luego le abandonara a las tinieblas de la desesperación!

Fueron plumas de orgullo las entregadas por Bombafu a la causa de su aprendizaje, plumas bonitas, ricas, largas y teñidas con el color de la jungla. ¡Con cuánto orgullo las llevaba!

¡Con cuánto orgullo se agarraba a la percha en la habitación cuadrada en el exterior del estudio de mi padre, día tras día, mirando con ojos truculentos o abstraídos o falsamente filosóficos, a todo el que entraba, a todos los perros de la abigarrada jauría que poseía mi padre en aquel entonces!

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